“El milagro no es que coincidieran; es que supieron reconocerse.”
Ana
Margarita Pérez Martin
Hay encuentros que no buscan el azar, sino el propósito.
Cuando el mundo parece haberse cansado de la compasión y las religiones se
convierten en estandartes de guerra, todavía existe un punto —un andén, una
lluvia, un silencio— donde los opuestos se reconocen como iguales.
A veces, no es la palabra la que redime, sino la mirada limpia que sobrevive a
los siglos de intolerancia.
Y es ahí, justo en esa grieta donde el odio se agrieta, donde Dios —o como cada
uno lo nombre— vuelve a hacerse presente.
La ciudad estaba herida, de muerte. Sus calles olían a humo y ceniza, a sangre fresca y ennegrecida, derramadas al azar, sin propósito. Los templos derruidos, mercados desabastecidos, y los hospitales abarrotados de cuerpos -inertes y fríos- susurraban los nombres de los caídos… víctimas de guerras nacidas de diferencias aparentes.
La
humanidad se movía como sombra de sí misma, perdiéndose en la penumbra.
En
un andén solitario -de un territorio distinto al devastado por los conflictos de
la fe y de la razón- bajo una lluvia que caía como lágrimas de lo divino, se
encontraron dos figuras. Una vestía un hábito oscuro, modesto, que hablaba de
siglos de monacato y plegarias que se desvanecían entre la luz y la oscuridad.
La otra llevaba una túnica clara, bordada con símbolos antiguos que reflejaban
una luz serena, imposible en un mundo tan quebrado. Hecho añicos, pulverizado.
Al
principio, simularon ignorarse. Las
bocas silenciadas hablaban a través de los ojos: murmuraban reproches,
sentenciaban culpabilidad. La mirada del hábito oscuro llevaba la memoria de
muertes y rumores que alimentaban el miedo. La túnica clara cargaba la memoria
de sus caídos y la culpa de quienes confundían la fe con violencia. Entre ambos
flotaba un abismo de prejuicio. Profundo. Irracional, tanto como los escombros que
dejan la guerra.
Pero
mientras la lluvia caía, como río que lava cenizas, algo comenzó a moverse en
la quietud. El monje oscuro pensó en la fragilidad humana, en cómo el miedo y
la ignorancia habían alimentado tanto sufrimiento, y en cómo cada acto de
devoción auténtica permanecía intacto entre la ruina. Comprendió que Dios no se
encontraba en la venganza ni en la guerra, sino en la misericordia que aún
podía nacer en los corazones.
La
figura de la túnica clara meditaba sobre su fe, consciente de los extremos que
habían oscurecido su nombre. Recordó que la mayoría de los suyos no buscaba
guerra ni muerte; sus manos solo conocían oración, cuidado y compasión.
Comprendió que los fanáticos no eran la esencia de la fe, sino sombras
pasajeras que el odio había exaltado
La
diferencia de hábitos y símbolos empezó a desvanecerse como barrera. Quedaron
desnudos, expuestos: la verdadera devoción se encuentra en la apertura de la
mente y del corazón; de la aceptación y compasión hacia el otro, pese a sus
diferencias.
La
lluvia persistía, con más fuerza. Se volvió torrente. El aire se llenó de
metáforas vivas. Cada gota arrastraba el fuego de combates pasados. Purificaba
la tierra con heridas abiertas por la violencia, llevándose consigo el rencor y
la desconfianza. Ambos percibieron que la guerra, por un instante, se desleía
en el aire, como la tinta en el agua.
El
tren apareció entre el vapor y la luz gris, sus ruedas resonando como tambores
que anunciaban un camino compartido. Antes de subir, se inclinaron uno ante
otro. Fue un gesto muy sutil, como una reverencia visual, solo perceptible
entre ellos. No era reconocimiento de la fe del otro, sino de la humanidad
común: un gesto que podía ser la semilla de la tregua, del cese de una guerra
tonta y despiadada que los necios habían desatado por diferencias no esenciales
al ser humano
Y en un
instante suspendido, uno de ellos pensó:
“¿Ha
sido este un encuentro fortuito, o fue Dios quien, en su infinita misericordia,
nos hizo coincidir aquí, en este andén marcado por lluvia y la mudez de la
intolerancia, para recordarnos que la luz puede vencer al fuego de la violencia,
incluso, las sombras de la ignorancia?”
Continuaba
el aguacero. Bajo ese cielo afligido, dos seres diferentes descubrieron que
podían ser uno en lo esencial: en la fe en un Dios -lo llamen como lo llamen-,
en la capacidad de perdonar y en el coraje de construir paz incluso en medio de
las diferencias. La ira de la guerra comenzó a apaciguarse en sus corazones, y
con ello, la certeza de que incluso en la desesperanza, un encuentro fortuito
—o tal vez divino— podía encender la chispa de la reconciliación.
Dicen que la tregua duró solo lo que duró la lluvia. Quizá fue así. Pero mientras el agua caía, los símbolos se disolvieron, las culpas se callaron y la humanidad, por un instante, volvió a respirar. El tren partió y con él se fue también la guerra —no del todo, pero un poco—, dejando atrás la certeza de que ningún dogma vale más que una vida. Y que, a veces, la fe más pura no se profesa: se reconoce en el otro, bajo la lluvia, en el silencio… en el milagro de coincidir.
“A veces, Dios hace coincidir a quienes parecen irreconciliables para recordarnos que la paz nace de la comunión y no de la guerra.”
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