domingo, 2 de noviembre de 2025

EL PESO DEL ALMA

EL PESO DEL ALMA. La búsqueda constante

“Lo que busco está donde soy.”

Ana Margarita Pérez Martín

Después de recorrer la piel, el cuerpo y las caricias —las fronteras sensibles del amor y la conciencia—, queda mirar hacia dentro. El alma, que antes se insinuaba en el roce y en el deseo, ahora reclama su voz.
Este texto nace de esa urgencia: la de buscar, una y otra vez, el sentido que habita detrás de la experiencia, el pulso que persiste cuando el cuerpo calla.
Porque amar, finalmente, también es una forma de búsqueda.

Empecé a caminar de regreso a casa. Mi portátil al hombro no representaba ningún peso, ninguna incomodidad. No, el peso lo llevaba en el alma. Estaba fatigada, con hambre de existencia, por los pasos dados en los caminos de la vida que no me conducían a ningún lado. Desorientada. Vacía. Rendida.

Seducida por el panorama otoñal… ¡otoño! —cómo ansío al otoño cuando no está, y cómo me desborda cuando llega— decidí sentarme en un banco a descansar; no el cuerpo, sino la mente, que bullía de cuestionamientos y reflexiones que me llevaban siempre al mismo punto: la vida y mi manera de existir. Estaba hastiada de estar, una vez más, en el banquillo de los acusados: siempre juzgándome, condenándome por el hecho de mantener despiertos mis sentidos, como si fuese un delito vivir a plenitud. Te confieso que dolía.

El otoño soy yo. Me representa por la edad, por el frío en la piel, por las nubes en mi mente que anuncian una borrasca inminente. Pero también me identifican los colores con los que se arropan los árboles: intensos, casi soñados, como mis ilusiones y mis esperanzas. Y al igual que ellos, me voy desnudando, dejando caer los sueños al suelo… pisoteados, deshechos, olvidados.

Tú también eres otoño. Uno que recuerda el calor que aún se lleva dentro, capaz de templar la piel de quien siente frío, o de permitir que otra alma disuelva lo gélido de sus pensamientos.

Mis reflexiones fueron aplacándose y, con ello, comenzaron a desvanecerse los rastros de los pasos dados a través de los tiempos y del espacio: el tránsito entre siglos, continentes, océanos… y almas. Solo huellas, solo memoria. Ninguna permanencia.

¿Permanencia?
La palabra me produjo paz. Volví a quedar atrapada en el diálogo perpetuo entre mi conciencia y mi fe.

¿Cuál era mi aflicción en este instante de la existencia? ¿No había sido creada para la eternidad? Tal vez esto que vivo hoy sea apenas un aprendizaje que aplicaré en otro “hoy”. Todo es temporal; la vida no se agota en este aquí y ahora —me dije—.

Cerré los ojos con la esperanza de que fuera mi último pestañear. Me concentré en la respiración, en el palpitar, intentando dominarlos, detenerlos. Quería dejar escapar, desde la fragilidad del cuerpo y la mente, lo único que verdaderamente poseo y me acompaña: esa chispa de vida llamada alma.

Sonreí. Me reí de mí misma. No tengo el poder de reiniciar mis ciclos de vida, ni de deshacerme de esta antigua alma, cansada de merodear las vidas ajenas. Es lo que hay. Es lo que toca. Ensimismada en mi propio ser, comprendí que el vacío que alego… lo merezco. Busco afuera lo que llevo dentro.

Los demás son espejos que reflejan el amor, la alegría y la ternura que tengo para dar. Cuando los miro, no los veo —ni lo que tienen para ofrecerme—, sino que me revelan: mi propio contenido, mi yo verdadero. Lo que les ofrezco, no lo que necesito de ellos… eso creo.

¿Será eso lo que me ocurre contigo?

Regreso —otra vez— a mis cuestionamientos. Vuelvo a ser yo. Me río, y no dejo de hacerlo, del mismo modo en que lo hago cuando imagino caminar por estas calles de Madrid ataviadas de otoño, cogida de tu mano, o con los brazos entrelazados, dando a nuestros cuerpos mutuo abrigo. Mirándonos. Hablándonos. Sonriéndonos.

Y entonces comprendo que, quizá, el alma no pesa por lo que carga, sino por lo que aún anhela permanecer

“He comprendido que no busco el sentido de la vida, sino el sentido de mi permanencia e
n ella.”


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