“Lo que busco está donde soy.”
Ana Margarita Pérez Martín
Después de recorrer la
piel, el cuerpo y las caricias —las fronteras sensibles del amor y la
conciencia—, queda mirar hacia dentro. El alma, que antes se insinuaba en el
roce y en el deseo, ahora reclama su voz.
Este texto nace de esa urgencia: la de buscar, una y otra vez, el sentido que
habita detrás de la experiencia, el pulso que persiste cuando el cuerpo calla.
Porque amar, finalmente, también es una forma de búsqueda.
Empecé
a caminar de regreso a casa. Mi portátil al hombro no representaba ningún peso,
ninguna incomodidad. No, el peso lo llevaba en el alma. Estaba fatigada, con
hambre de existencia, por los pasos dados en los caminos de la vida que no me
conducían a ningún lado. Desorientada. Vacía. Rendida.
Seducida
por el panorama otoñal… ¡otoño! —cómo ansío al otoño cuando no está, y cómo me
desborda cuando llega— decidí sentarme en un banco a descansar; no el cuerpo,
sino la mente, que bullía de cuestionamientos y reflexiones que me llevaban
siempre al mismo punto: la vida y mi manera de existir. Estaba hastiada de
estar, una vez más, en el banquillo de los acusados: siempre juzgándome,
condenándome por el hecho de mantener despiertos mis sentidos, como si fuese un
delito vivir a plenitud. Te confieso que dolía.
El
otoño soy yo. Me representa por la edad, por el frío en la piel, por las nubes
en mi mente que anuncian una borrasca inminente. Pero también me identifican
los colores con los que se arropan los árboles: intensos, casi soñados, como
mis ilusiones y mis esperanzas. Y al igual que ellos, me voy desnudando,
dejando caer los sueños al suelo… pisoteados, deshechos, olvidados.
Tú
también eres otoño. Uno que recuerda el calor que aún se lleva dentro, capaz de
templar la piel de quien siente frío, o de permitir que otra alma disuelva lo
gélido de sus pensamientos.
Mis
reflexiones fueron aplacándose y, con ello, comenzaron a desvanecerse los
rastros de los pasos dados a través de los tiempos y del espacio: el tránsito
entre siglos, continentes, océanos… y almas. Solo huellas, solo memoria.
Ninguna permanencia.
¿Permanencia?
La palabra me produjo paz. Volví a quedar atrapada en el diálogo perpetuo entre
mi conciencia y mi fe.
¿Cuál
era mi aflicción en este instante de la existencia? ¿No había sido creada para
la eternidad? Tal vez esto que vivo hoy sea apenas un aprendizaje que aplicaré
en otro “hoy”. Todo es temporal; la vida no se agota en este aquí y ahora —me
dije—.
Cerré
los ojos con la esperanza de que fuera mi último pestañear. Me concentré en la
respiración, en el palpitar, intentando dominarlos, detenerlos. Quería dejar
escapar, desde la fragilidad del cuerpo y la mente, lo único que verdaderamente
poseo y me acompaña: esa chispa de vida llamada alma.
Sonreí.
Me reí de mí misma. No tengo el poder de reiniciar mis ciclos de vida, ni de deshacerme
de esta antigua alma, cansada de merodear las vidas ajenas. Es lo que hay. Es
lo que toca. Ensimismada en mi propio ser, comprendí que el vacío que alego… lo
merezco. Busco afuera lo que llevo dentro.
Los
demás son espejos que reflejan el amor, la alegría y la ternura que tengo para
dar. Cuando los miro, no los veo —ni lo que tienen para ofrecerme—, sino que me
revelan: mi propio contenido, mi yo verdadero. Lo que les ofrezco, no lo que
necesito de ellos… eso creo.
¿Será
eso lo que me ocurre contigo?
Regreso
—otra vez— a mis cuestionamientos. Vuelvo a ser yo. Me río, y no dejo de
hacerlo, del mismo modo en que lo hago cuando imagino caminar por estas calles de
Madrid ataviadas de otoño, cogida de tu mano, o con los brazos entrelazados,
dando a nuestros cuerpos mutuo abrigo. Mirándonos. Hablándonos. Sonriéndonos.
Y entonces
comprendo que, quizá, el alma no pesa por lo que carga, sino por lo que aún
anhela permanecer
“He comprendido que no busco el
sentido de la vida, sino el sentido de mi permanencia e
n ella.”

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