“La vida como escuela, la conciencia como herencia”
Introducción
A veces siento que la vida me observa tanto como yo la observo a ella. Que cada
instante vivido deja una marca que, aunque invisible, se percibe en el silencio
de mi memoria. He aprendido a mirarme con la misma intensidad con la que miro a
otros, buscando en mí los rastros de quienes me precedieron, los ecos de sus
gestos, sus risas, sus penas. Esta escritura nace de ese viaje hacia adentro,
donde el reflejo ya no es imagen, sino conciencia en formación; donde
comprender es redimir, y recordar es abrir la puerta a quienes seguimos
llevando dentro, aunque el tiempo los haya llevado lejos.
Con los años, los ojos se vuelven
hacia dentro. Hasta el fondo.
Ya no observan el mundo: escudriñan
la memoria. Hurgan en ella, la rasgan, esperando que surja todo lo que huela
mal, lo que hiera.
Miran
hacia atrás, siguen tus pasos en reversa. Buscan, afanados, los gestos
perdidos, los rasgos conocidos; las fisuras en el corazón, ese, el valiente…
que, pese a haber sido estrujado —como pergamino marcado por el tiempo— sigue
latiendo, aunque carezca de sentido; hacia la conciencia maltrecha, como si
nada quedara de ella.
Cualquier cosa —un objeto, un gesto
fugaz— nos lanza, de golpe, al pasado.
Mirada dura, áspera con la memoria.
Inevitable, forzosa, como el día de mañana. Te confiesa. Te redime.
Hay una edad en que los abuelos ya
no viven. Tampoco los padres.
Pero te miras al espejo…
Y, de pronto, en ese reflejo, ves
algo de ellos:
un brillo en la mirada,
la curva de una ceja,
un temblor apenas perceptible en la comisura de los labios.
No sabes qué, exactamente. Pero ya
no importa. Lo esencial es esa sensación: la certeza de que han atravesado —sin
retorno— la frontera del tiempo para habitar tu mente. Fantasmas que nos toman
de la mano y nos sonríen, con compasión.
—No
te preocupes, te perdonamos —susurran, como si pudieran calmar los tormentos
que cargamos por las veces en que les fallamos. Sin conciencia de ello. Sin
quererlo. Incapaces de evitarlo.
Son
nuestros reflejos: cada decepción, cada preocupación, cada instante de
desesperanza o sensación de abandono que nos hayan hecho sentir —en el
presente, en el hoy, en el ahora— es un eco de lo que alguna vez les hicimos
sentir a ellos, en el ayer.
Karma,
dirían algunos. Y sí, de alguna manera lo es: una lección que la vida impone
como espejo implacable. Es el perdón que sana, que disuelve el dolor, que
absuelve el pecado… pero deja entendimiento. Forma conciencia.
Y
tras las lágrimas —cuando por fin se comprende el porqué de nuestra vileza, no
por falta de amor y respeto, sino por falta de atención y devoción— llega la
sonrisa, una de sabiduría. Sonrisa que da alivio… capaz de perdonar las
flaquezas que nos hieren en el momento presente y de aceptar el perdón que nos
envían, desde el remoto tiempo, como viento fresco que alivia el sofoco del
verano.
Esos
reflejos ya no son solo recuerdos: son alertas de que la conciencia va tomando
forma y contenido; expandiéndose, blanqueándose como un lienzo al sol, hasta
que llegue el turno en que pueda liberarse del contenedor maravilloso que le
fue prestado, como uniforme, para asistir a la escuela de la vida.
Entonces será etérea, intangible.
Presencia que es brisa,
que es luz,
que es apenas un susurro y que,
como en el principio,
¡te miras… y ya no te ves!
Epílogo
Y al final, comprendo que este espejo no me pertenece del todo: pertenece a
todos los que habitaron mi vida y a los que habitarán en mí. Me miro, los veo,
y me reconozco en ellos; los abrazo con ternura silenciosa, los perdono —si
hubiese algo que perdonar— y me permito ser perdonada. La conciencia que
se forma entre nosotros no conoce tiempo ni ausencia: solo sabe del encuentro,
del aprendizaje, de la luz que deja el reconocimiento. Cierro los ojos y siento
que esa escuela de la vida, tan exigente y tan sabia sigue enseñándome. Y, al
abrirlos, me miro de nuevo… y sonrío, porque sé que ya no solo me veo a mí,
sino la historia completa que me trajo hasta aquí.
No hay comentarios:
Publicar un comentario