Ana Margarita Pérez Martin
"La compañía más fiel es la que habita en el
interior."
Introducción
A veces, entre charlas cotidianas y risas compartidas,
surgen temas que desnudan el alma. En medio de la confianza y del cariño,
aparecen los miedos que todos llevamos dentro: esos silenciosos compañeros que
nos roban la paz y que, con frecuencia, tratamos de disfrazar con palabras.
Hablamos de tantas cosas —de la muerte, de las
pérdidas, de la incertidumbre—, pero casi siempre, al fondo de todo, se esconde
el mismo temor: el miedo a estar solos. Este texto nace de una conversación
así, de esas donde lo que parece trivial se convierte, sin planearlo, en una
revelación profunda sobre el verdadero sentido de la soledad.
Conversando
con amigos —entre cafés y risas— fue inevitable terminar la velada sin hablar
de los “demonios” que nos atormentan. Demonios estos que no son otros que los
“miedos” que nos impiden vivir a plenitud: miedo a morir, al odio y a la
represión, a las injusticias, a enfermarse, a las murmuraciones, a la
desaprobación, a la ruina, al fracaso, miedo a esto o a aquello; total, ¡tantos
miedos que de solo pensarlo da terror vivir!
Cada
uno con su temor, pero lo cierto del caso es que el agobio común era el “miedo
a la soledad”. La diferencia radicaba en la percepción de este. La charla, en
este punto, se tornó acalorada: cada uno –incluyéndome a mí– defendió con
absoluta pasión y franqueza su punto de vista.
Concluyeron
que la “soledad” es vil, pues siempre todos necesitan de alguien, y yo
comentaba no estar tan segura de ello. Si bien es cierto que es innegable que
el ser humano necesita de un congénere, de afecto y calidez, también es cierto
que sentirse solo —acotaba yo— por no tener a alguien al lado, no es soledad:
es un efecto lógico debido a una situación de hecho físico temporal,
reversible, que da espacio para cosas inimaginables en absoluta libertad, si el
tiempo sabemos aprovechar.
Por
un lado. Y por el otro,
¿sentirse
solo estando acompañado?
¡Ah!
¡Bueno, eso es un mal asunto, pero tampoco es soledad, solo una alerta de que
la “compañía” no es tal y que se debe cambiar!
De
esta manera, iba yo debatiendo cada argumento que daban para justificar el
miedo a la soledad, dado que no avalaba esta postura. Creí que me estaba
saliendo con la mía hasta que un gran amigo —que bien me conoce— hizo uso de
este conocimiento y me increpó:
—¿Dirías
tú que la soledad es vil si en algún momento te diese miedo estar sola contigo
misma?
El silencio interior
Aquella
pregunta tuvo el poder de callarme la boca y ponerme a reflexionar. Me le quedé
viendo fijamente, muy a disgusto; bien sabía el inquisidor que si algo
disfrutaba yo de la vida era estar conmigo misma: son los momentos donde puedo
orar con Dios, poner en orden mis prioridades, subir el nivel de consciencia y
reforzar la voluntad.
Estar
“sola” conmigo misma era, en consecuencia, regocijarme de la más amorosa,
sublime, gratificante y leal compañía, por paradójico que suene. Entonces,
¿cómo podría yo sentir pavor en este excelso estado?
Cerré
los ojos, por un segundo, y navegué en mi universo interior, encontrándome a
Jesús reinando en él. Comprendí, entonces, que jamás he estado sola. Imaginé no
hallarlo en mí en algún momento… sentí un gran vacío y aprehensión.
¿Con
quién conversaría, si no con Él?
¿Quién
celebraría mis logros y me levantaría en mis fracasos?
¿Quién me daría valor, me corregiría en mis errores, me enseñaría a distinguir
el bien del mal?
¿Quién me inspiraría a amar, a soñar, a luchar contra las injusticias y a
agradecer hasta lo más simple de la vida?
Me
cuestionaba eso y muchas cosas más.
¿Llevaste
la cuenta de cuántas veces “quién” pregunté?
¡Muchas,
y podrían ser muchas más!
La
respuesta a esa pregunta siempre es la misma: ¡Jesús!
La
simple idea de la ausencia de Dios me hizo sentir pánico de estar conmigo
misma, es decir: ¡a estar sola!
Comprendí,
entonces, el significado de “soledad”: estar vacío, carecer de energía vital,
independientemente de cuál fuese la fuente de esa energía para cada uno.
También sentí el grandísimo desasosiego que produce tan solo escuchar o
articular el vocablo. Cerré los ojos con una sonrisa, asintiendo con la cabeza.
No
hubo necesidad de dar respuesta alguna; la expresión de mi rostro confirmaba lo
dicho por ellos:
¡la
soledad es vil!
Ese
gesto mío no fue solo un asentimiento sincero que demostraba mi acuerdo con
ellos, era —también— de satisfacción al descubrir y comprender mi universo
interior: no me sentía sola porque no me faltaba Dios. Él habitaba en mí.
Sin
Él… no es estar solo, es inexistir.
Epílogo
Aquel encuentro entre amigos terminó en una revelación
que aún me acompaña.
Descubrí que la soledad, temida por tantos, solo asusta cuando dentro de uno no
hay presencia. Que el silencio no duele cuando está habitado por amor, y que
ninguna compañía externa puede igualar la paz que nace al sentir a Dios morando
en el propio corazón.
Desde entonces, cuando me quedo a solas, no busco
llenar el espacio con ruido ni voces. Prefiero escucharlo a Él. Porque
comprendí que no existe peor soledad que la de quien ha perdido su conexión con
lo divino, ni mayor plenitud que la de quien se sabe acompañado por su Creador.
Entre amigos, miedos y silencios, descubrimos que no
estamos solos.
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