miércoles, 5 de noviembre de 2025

TRUEQUE ENTRE LADRONES


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TRUEQUE ENTRE LADRONES

Ana Margarita Pérez Martín

En el juego del hurto, ¿quién resulta más astuto: el que roba cosas o el que roba corazones?”

Este relato no me corresponde contarlo, pues la experiencia no es mía. Pero ¿qué más da que me lo haya de robar, si de ladrones ha de tratar? Me lo confesaron de una manera, y yo se los narro de esta otra, más breve.

El barrio está enclavado en lo alto de la montaña, a media hora de la gran capital. Casas modestas, de gente modesta. Pero siempre se cuelan algunos pilluelos; casualmente, dos de ellos eran vecinos, pared de por medio.

Estos colindantes solo dos cosas tenían en común; en lo demás, eran diametralmente opuestos: uno blanco, el otro moreno; uno joven, el otro viejo; uno flaco, el otro corpulento; uno analfabeto, el otro instruido… y así en todo lo demás. Coincidían únicamente en que vivían en el mismo vecindario y en que uno quería quitarle algo al otro. Es aquí donde quedó demostrado que uno era tonto y el otro listo.

—Salvador —le susurró la esposa al oído—, ¿hasta cuándo vamos a permitir que nos distraigan con el encanto y ternura de la criatura, mientras el padre salta la empalizada y nos roba por el patio trasero?

—Quédese tranquila, mujer. Déjeme ese asunto a mí. A su tiempo lo sabré resolver —le dio una suave palmada en el hombro y se puso de pie, cargando al infante, que no era otro que Joselito, el hijo del vecino, el ladronzuelo.

Durante dos años y medio, Salvador no solo toleró los hurtos: los fomentaba. Ana veía con suspicacia cómo su marido, con toda premeditación, colocaba cosas al descuido en el patio, a la vista del vecino… como tentándolo a robar. Y así sucedía, mientras ellos con el niño se entretenían.

Cada día el lazo entre Salvador y el infante crecía, se estrechaba. Y eso era bueno para él y su señora, porque hijos no tenían.

Había nacido el amor entre ellos, como familia, pues. Salvador y Ana se encargaban, prácticamente, de la crianza y cuidado cotidiano de Joselito; cosa que a los jóvenes y torpes padres contentaba. Estaban encantados con ello, así les daba tiempo para andar en sus trastadas y recuperarse de las parrandas.

Ya había llegado el “momento” para Salvador, y así se lo comunicó a su mujer. Los dos se sentaron y hablaron —larga y acaloradamente— sobre lo que consideraban mejor para el chiquillo.

Salvador se dirigió a casa del vecino, seguido por la mirada atormentada de Ana, quien no lo perdió de vista un instante. No fue solo: fue con el muchachito en brazos.

—Oye, mañana iremos a la capital. Nos iremos temprano y pasaremos el día entero allá. Queremos llevar a Joselito al parque, y también al circo. Mañana pasamos tempranito a recogerlo —dijo esto y, al tiempo, le entregó al niño.

—¿Cómo que “tempranito”? —gruñó el padre, frunciendo el ceño mientras se rascaba la barriga— ¿De qué hora estamos hablando?

La madre, que escuchaba tras la puerta —ya que siempre andaba semidesnuda y desprolija— rezongó:

—No, eso es muy temprano. Si quiere, que se queden con él esta noche y así hacen sus cosas a su manera… ¡de temprano, nada!

—Ya lo escuchaste, viejo. Si quieren que Joselito vaya con ustedes, tendrá que dormir en vuestra casa —y le entregó la criatura sin esperar respuesta.

Salvador lo tomó en sus brazos con la más dulce sonrisa.

 ¡El pez había mordido el anzuelo!

 ¡Estaba hecho!

—Que así sea. Por cierto, vecino, quisiera pedirle un favor. Le dejaré las llaves de mi casa bajo la maceta del helecho que está en el pórtico. Le agradecería que le echara de comer al gato, pues salimos temprano y regresaremos tarde... si es posible, claro.

—Por supuesto, no hay problema —contestó con el mayor cinismo del mundo.

Salvador se regresó a su casa con el chico recostado en su pecho. Sintió una mezcla de satisfacción y ternura.

Mientras los padres de Joselito formaban jolgorio —porque podrían hurtar en casa del vecino a su antojo y con toda calma—no sospechaban que, mientras tramaban robar al vecino, el vecino les estaba robando a ellos.

Ninguno de los dos durmió esa noche.

Al día siguiente, cada uno despojó lo más preciado que el otro tenía: el ladronzuelo, las posesiones materiales de Salvador; y Salvador…

¡se quedó con el hijo que tanto quería! Jamás regresó.

Y así, en un trueque no pactado, sin papeles ni testigos, se selló el robo más dulce que jamás se haya cometido.

¿Se aplica aquí, acaso, el dicho que dice: “Ladrón que roba a ladrón tiene cien años de perdón”? Pregunto yo. Ustedes dirán…

“Cuando el hurto es amor, el castigo se convierte en destino.”


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