TRUEQUE ENTRE LADRONES
Ana
Margarita Pérez Martín
“En el juego
del hurto, ¿quién resulta más astuto: el que roba cosas o el que roba
corazones?”
Este
relato no me corresponde contarlo, pues la experiencia no es mía. Pero ¿qué más
da que me lo haya de robar, si de ladrones ha de tratar? Me lo confesaron de
una manera, y yo se los narro de esta otra, más breve.
El
barrio está enclavado en lo alto de la montaña, a media hora de la gran
capital. Casas modestas, de gente modesta. Pero siempre se cuelan algunos
pilluelos; casualmente, dos de ellos eran vecinos, pared de por medio.
Estos
colindantes solo dos cosas tenían en común; en lo demás, eran diametralmente
opuestos: uno blanco, el otro moreno; uno joven, el otro viejo; uno flaco, el
otro corpulento; uno analfabeto, el otro instruido… y así en todo lo demás.
Coincidían únicamente en que vivían en el mismo vecindario y en que uno quería
quitarle algo al otro. Es aquí donde quedó demostrado que uno era tonto y el
otro listo.
—Salvador
—le susurró la esposa al oído—, ¿hasta cuándo vamos a permitir que nos
distraigan con el encanto y ternura de la criatura, mientras el padre salta la
empalizada y nos roba por el patio trasero?
—Quédese
tranquila, mujer. Déjeme ese asunto a mí. A su tiempo lo sabré resolver —le dio
una suave palmada en el hombro y se puso de pie, cargando al infante, que no
era otro que Joselito, el hijo del vecino, el ladronzuelo.
Durante
dos años y medio, Salvador no solo toleró los hurtos: los fomentaba. Ana veía
con suspicacia cómo su marido, con toda premeditación, colocaba cosas al
descuido en el patio, a la vista del vecino… como tentándolo a robar. Y así
sucedía, mientras ellos con el niño se entretenían.
Cada
día el lazo entre Salvador y el infante crecía, se estrechaba. Y eso era bueno
para él y su señora, porque hijos no tenían.
Había
nacido el amor entre ellos, como familia, pues. Salvador y Ana se encargaban,
prácticamente, de la crianza y cuidado cotidiano de Joselito; cosa que a los
jóvenes y torpes padres contentaba. Estaban encantados con ello, así les daba
tiempo para andar en sus trastadas y recuperarse de las parrandas.
Ya
había llegado el “momento” para Salvador, y así se lo comunicó a su mujer. Los
dos se sentaron y hablaron —larga y acaloradamente— sobre lo que consideraban
mejor para el chiquillo.
Salvador
se dirigió a casa del vecino, seguido por la mirada atormentada de Ana, quien
no lo perdió de vista un instante. No fue solo: fue con el muchachito en
brazos.
—Oye,
mañana iremos a la capital. Nos iremos temprano y pasaremos el día entero allá.
Queremos llevar a Joselito al parque, y también al circo. Mañana pasamos
tempranito a recogerlo —dijo esto y, al tiempo, le entregó al niño.
—¿Cómo
que “tempranito”? —gruñó el padre, frunciendo el ceño mientras se rascaba la
barriga— ¿De qué hora estamos hablando?
La
madre, que escuchaba tras la puerta —ya que siempre andaba semidesnuda y
desprolija— rezongó:
—No,
eso es muy temprano. Si quiere, que se queden con él esta noche y así hacen sus
cosas a su manera… ¡de temprano, nada!
—Ya
lo escuchaste, viejo. Si quieren que Joselito vaya con ustedes, tendrá que
dormir en vuestra casa —y le entregó la criatura sin esperar respuesta.
Salvador
lo tomó en sus brazos con la más dulce sonrisa.
¡El pez había mordido el anzuelo!
¡Estaba hecho!
—Que
así sea. Por cierto, vecino, quisiera pedirle un favor. Le dejaré las llaves de
mi casa bajo la maceta del helecho que está en el pórtico. Le agradecería que
le echara de comer al gato, pues salimos temprano y regresaremos tarde... si es
posible, claro.
—Por
supuesto, no hay problema —contestó con el mayor cinismo del mundo.
Salvador
se regresó a su casa con el chico recostado en su pecho. Sintió una mezcla de
satisfacción y ternura.
Mientras
los padres de Joselito formaban jolgorio —porque podrían hurtar en casa del
vecino a su antojo y con toda calma—no sospechaban que, mientras tramaban robar
al vecino, el vecino les estaba robando a ellos.
Ninguno
de los dos durmió esa noche.
Al
día siguiente, cada uno despojó lo más preciado que el otro tenía: el
ladronzuelo, las posesiones materiales de Salvador; y Salvador…
¡se
quedó con el hijo que tanto quería! Jamás regresó.
Y
así, en un trueque no pactado, sin papeles ni testigos, se selló el robo más
dulce que jamás se haya cometido.
¿Se
aplica aquí, acaso, el dicho que dice: “Ladrón que roba a ladrón tiene cien
años de perdón”? Pregunto yo. Ustedes dirán…
“Cuando el hurto es amor, el castigo se convierte en destino.”
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