Ana Margarita Pérez Martín
“La guerra y la
magia en un mismo latido.”
Más allá de una cicatriz en el
vientre, de las estrías en el abdomen, de senos rendidos ante la gravedad del
alimento que sostuvo la vida, de pezones agrietados por la entrega sin tregua y
de las sombras que el insomnio del amor talla bajo los ojos, más allá de todo
eso, cada hijo deja huellas profundas e imborrables en su madre… ¡allí, en lo
más íntimo de su corazón!
Porque, así como alguna vez
estuvieron unidos por el cordón umbilical, permanece un hilo invisible que, aun
cortado, vibra como cuerda sagrada entre dos almas. Ese lazo no solo los une,
sino que los sostiene: tan fuerte que nadie podrá desatarlo y tan extenso que
ninguna distancia podrá quebrarlo. No existe sonido capaz de acallar sus voces,
ni oscuridad capaz de confundirlos. Basta una mirada, un gesto mínimo, para que
ambos se reconozcan sin palabras.
Y cuando la vida exige lucha, la
más feroz y despiadada no se libra en campos de batalla, sino en el pecho de
una madre que defiende a su hijo con el filo de su propia vida, sin importar si
para ello deba morir o matar.
Por eso, la conexión entre madre
e hijo es tan extraordinaria que no hay cansancio que la desgaste, ni abuso que
la quiebre, ni ciencia que logre explicarla, ni palabra que pueda contenerla.
Es la alquimia más perfecta, el sortilegio más luminoso: ¡el amor maternal!
“El verdadero
milagro no es dar vida, sino sostenerla con amor inquebrantable.”
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