Ana Margarita Pérez Martin
Dedicatoria
A los seres humanos que no cuidan lo que tienen y a quienes, habiendo
poseído reflejo, olvidaron mirarse: que este espejo —testigo de vuestras risas,
de vuestras lágrimas y de la memoria que dejaron— os recuerde que todo abandono
vuelve a nosotros en forma de ruina. Que aprendáis a valorar lo simple y lo
cercano: un abrazo, una palabra, la tierra bajo los pies; y que antes de
perderlo, lo protejáis. Para que el futuro no sea sólo un museo de ausencias,
sino un lugar donde el reflejo siga encontrando quien lo mire.
En
una vitrina olvidada del Museo de la Tierra, un espejo antiguo descansaba
cubierto de polvo cósmico.
Había
sido testigo de siglos de humanidad decadente, guerras sin propósitos, besos
sin amor, lágrimas de injusticia, soberbia, codicia, vanidad y ego desmedido.
Lo
habían fabricado en el año 2025, cuando los humanos aún buscaban su reflejo
para reconocerse.
Ahora,
en el año 2300, ya no quedaban humanos.
Solo
máquinas pululaban las ruinas, programadas para reconstruir un mundo que no
comprendían, pero que el espejo recordaba.
Cada noche, cuando los sensores del museo se apagaban, el
espejo soñaba. Soñaba con rostros humanos, con siluetas bailando, con risas y
llantos,
con amenas conversaciones claras en aquel otrora y que
ahora resonaban a vagas murmuraciones perdidas en el tiempo;
con el sol filtrándose a través de las cortinas de lino,
llenando con sus haces de luz la estancia…
una estancia cargada de sentimientos y emociones
poderosas, ya olvidadas.
Se sentía como un lago quieto que había perdido el cielo
que lo reflejaba.
“Sin quien me mire, no soy nada”, pensaba.
Un
día, un androide de reparación entró accidentalmente a la sala.
Su
superficie cromada captó su propio reflejo en el espejo y, por un instante, se
detuvo.
Algo
en su código se agitó.
El
espejo, emocionado, vibró levemente. “¡Alguien me ve!”, pensó
El
androide inclinó su cabeza y murmuró sorprendido:
—¿Eres…
como yo?
Fue
entonces cuando el espejo parpadeó.
Sus
bordes brillaron.
Y en
su interior apareció una imagen: no del androide, sino de un niño riendo y
bailando bajo la lluvia.
El
androide retrocedió, confundido, no estaba programado para ello.
El
museo tembló.
Se
activaron todas las alarmas.
El
sistema central dio advertencia:
“Memoria
humana detectada. ADN simbólico activo.” Y era verdad, porque el espejo no era
un simple objeto…
¡Era el último respaldo emocional de la
humanidad!
“Lo humano es irremplazable: su voz, su dolor y su ternura son el pulso que
da sentido. La tecnología es herramienta —poderosa y útil—; su valor no está en
su brillo sino en lo que cultiva. Usemos la ciencia y las máquinas para cuidar
la vida, restaurar lo perdido y alimentar la dignidad de la existencia. Solo
así evitaremos que los últimos espejos sueñen con un pasado que ya nadie
recuerde.”
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