domingo, 2 de noviembre de 2025

LAS CARICIAS

LAS CARICIAS: La Fuerza Superlativa del Amor y la Pasión

Ana Margarita Pérez Martín

“El verdadero contacto no sucede en la piel, sino en la conciencia.”

Las caricias: el lenguaje que despierta el alma

Este texto nace como una continuidad natural de una búsqueda interior que he venido plasmando en textos anteriores como La Piel: Frontera del Alma y Cuerpo Consciente: Amor, deseo y madurez.

Si en el primero exploraba el límite entre el alma y su envoltura —la piel como territorio de contacto entre lo visible y lo invisible—, y en el segundo indagaba en el amor y el deseo como fuerzas que maduran con la conciencia, en este nuevo escrito vuelvo la mirada hacia un gesto aparentemente mínimo: la caricia.

La caricia, en sus múltiples formas —una mirada sostenida, una palabra que consuela, un silencio compartido—, es quizás la expresión más sutil y poderosa del amor humano. No se limita al tacto: es presencia consciente. Es reconocimiento del otro y de uno mismo.

A través de una experiencia simple, cotidiana y profundamente reveladora, descubrí que la verdadera intimidad no se alcanza con el cuerpo, sino con la conciencia que lo habita. Este texto es, por tanto, una meditación sobre esa energía que trasciende el contacto físico y despierta el alma dormida bajo la costumbre y el miedo.

En tiempos donde el ruido y la prisa han despojado al gesto de su profundidad, reivindico la caricia como acto espiritual, como puente entre el ser y el sentir, como llave secreta del amor y de la fe.

Porque, a fin de cuentas, toda caricia —real o simbólica— es una forma de recordarnos que existimos.


El encuentro

Seguía, aún, sentada en la mesa de aquella terraza, observando la vida de los demás como un complemento de la mía. Eran momentos en los que esas energías no llenaban mis espacios vacíos, sino que creaban nuevos espacios de existencia.

En un instante cualquiera —de aquella aventura de exploración humana— levanté la vista solo para encontrarme con otra mirada posada en mí. Sostuvimos aquel encuentro visual. En ambos rostros —en el de él y en el mío— se dibujaron sonrisas sutiles, como las que surgen espontáneamente en quienes se saben descubiertos en un acto de absoluta intimidad:

¿Sorpresa, vergüenza, reconocimiento, complicidad?

La sonrisa también se sostuvo con la mirada.
Fue un instante no medible por reloj.


La caricia invisible

Lo sabía, no soy tonta. No soy la única que observa, ni tampoco la única que aprende y se inspira en la existencia de los demás. Así como la energía que emana de la presencia de otros me alimenta, mi existencia podría ser bocado para alguien más.

Pero ese no es el punto. El tema es lo que sentí en ese brevísimo instante: fue como una caricia que me rozó el alma. Una caricia sutil, pero poderosa. Una de esas que te hacen mirar hacia dentro, apreciando tu propio vibrar.

Una caricia leve, pero intensa; tanto, que te lleva a descubrir que no eres invisible, que no estás solo, a pesar de las soledades que te embargan. Que existes. Que eres luz entre las sombras de otros, así como la luz de otros es la que arroja sombras en mí.

Me estremecí por el descubrimiento de una nueva manera de sentir: la de ser acariciada por la mirada de unos ojos desconocidos, como permitiendo que un alguien no anhelado me tocara.

Me erizó, no la piel, sino el alma.
Este evento fortuito, esta caricia insospechada, expandió mi mundo sensorial.

Abrió una brecha en mi percepción entre lo real y lo deseado: la soledad y mi necesidad de saberme existente para alguien. Un territorio por descubrir: las caricias de extraños como fuente que despierta y aviva la pasión de existir en el día a día.

Caricias que disipan la sensación de soledad, de oscuridad y de pérdida de la chispa que alimenta el alma.


Las preguntas del alma

¿Cuántas caricias habré dejado de sentir por no levantar mis ojos del suelo y descubrir esas miradas atentas y los gestos del rostro que las acompañan?
¿Sería esta reflexión inducida por el ego o por el ser?

Empezaban los cuestionamientos en mi mente; solo que esta vez se trataba de mí. Me debatía sobre cómo la energía de otros influía en mi propia vibración interior. No se trataba de lo que yo sentía hacia otra persona, sino de lo que la otra me hacía sentir. Son dos cosas diferentes. Lo tengo claro.

¿Un despertar, acaso, que me llevase a una nueva percepción de la intimidad propia?

La experiencia de aquel instante —breve o eterno, no lo puedo definir— fue sumamente sensual. Algo desconocido para mí. No quería que quedara como un misterio. Quería entenderlo.

Necesitaba que aquello dejase de ser una duda sobre si sentirlo era impropio, indecente, imprudente, contraproducente... ¿pecado, tal vez?


El conflicto interior

Las luchas internas son las más difíciles de batallar. Ser un “general” en los conflictos ajenos es fácil: se planean las estrategias, pero no se está en el campo de batalla.

Y lo mío era una guerra despiadada: mi necesidad natural de existir contra ejércitos que usan las normas y los dogmas como armas bélicas que te condicionan, reprimen, someten.

Te apresan dentro de celdas cuyos barrotes son invisibles, pero con absoluto poder de contención: el miedo a pensar, a sentir, a expresarte... a ser.

No di paso al agobio por el conflicto interno que se desataba en mí. Tenía claro que poseo armas poderosas —para confrontar la contienda— que me otorgó el Creador: la razón, la conciencia y la fe.

No armas con poder de destrucción, sino fuerzas de liberación interior, para sostener la pureza y autenticidad de la existencia que nos ha sido entregada por el poder divino.


Las tres fuerzas

Una razón que rompe los dogmas del miedo;
la conciencia que denuncia las normas injustas que sofocan el alma;
¡una fe que sostiene al espíritu cuando el mundo niega su verdad!

La razón ilumina,
la conciencia discierne,
y la fe impulsa a trascender.

El Creador otorgó a la humanidad estas tres fuerzas para que no se someta ciegamente ni a los dogmas ni a las normas, sino para que, en su interior, encuentre el equilibrio entre el saber, el sentir y el creer.

Con estas tres fuerzas —razón, conciencia y fe— puedo caminar entre sombras sin perder mi luz.

Porque toda norma que oprime, todo dogma que encadena se deshace ante quien piensa, siente y cree con libertad.

Así fue como el Creador selló su alianza secreta con la criatura: le dio las armas del espíritu para que, en medio del mundo, fuese libre incluso de sus propios límites.


El pacto secreto

A veces pienso que, dentro de ese pacto secreto, Dios me creó con electricidad, palabras y silencio.

Me dejó aquí, entre los hombres y las sombras, con esos tres dones que laten dentro de mí como luceros ocultos. No los veo, pero los siento palpitar bajo mi piel.

La razón, encendida en mi mente como una brasa azul. Ella me mantiene despierta en las noches para preguntar por qué el mundo se inclina ante lo impuesto, por qué llamamos verdad a lo heredado, por qué el miedo se disfraza de fe.

Ella, mi llama fría, me enseña a no arrodillarme ante ningún altar —ni tribuna— que exija silencio.
Me enseña que pensar puede ser una forma de orar.

La conciencia, en cambio, habita más al sur. Respira en mi pecho, suave, como un corazón que no me pertenece del todo.

Me habla sin palabras.

Me duele, a veces.

Cuando miento, se asusta; cuando amo con pureza, canta.

Es el templo más íntimo donde el Creador se aloja y me escucha. No necesito nombre ni dogma para sentir su presencia: basta voltear la mirada hacia adentro y oír su pulso en el mío.

 

Y luego está la fe...
La más misteriosa de las tres.
No pide pruebas: se entrega.

Se derrama en mí como vino en una copa; me embriaga y me eleva.
Es la que me sostiene cuando la razón se quiebra y la conciencia llora.

 

Las tres no me fueron dadas para obedecer, sino para liberarme: hechas de pensamiento, de verdad y de misterio.

Una piensa, otra siente, otra confía.
A veces se enfrentan, a veces se abrazan.

Con ellas puedo mirar al mundo sin miedo.
Puedo amar sin culpa.
Puedo creer sin pertenecer.


El regreso a la ternura

Después de tanto reflexionar, concluyo.
Me convenzo.
Me confieso.

Acepto, agradecida y sin culpa ni remordimientos, las caricias que me regala la vida:

las miradas atentas,
las sonrisas honestas,
los gestos amables.

Son la chispa que enciende la llama del alma, como lo es la brisa suave a la hoguera.

Porque he entendido que las caricias son necesarias, y que no solo el tacto es el afortunado para sentirlas.

Y también comprendo:

Que quedaron cuestionamientos sin respuestas: La aceptación de estas caricias que nos regala la vida —a través de extraños que, fortuitamente, se cruzan en nuestros caminos— ¿corresponde a un acto liberal o sometido a la necesidad de llenar los espacios que las personas que amamos no llenan? ¿actuamos con verdadera consciencia de ello o impulsados por las carencias? ¡Algo más en lo que reflexionar!

Soy obra del Creador,

y su reflejo,

pero también su desafío.


“Solo quien ha sentido el alma erizarse entiende la grandeza de una caricia.”


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