LAS
CARICIAS: La Fuerza Superlativa del Amor y la Pasión
Ana
Margarita Pérez Martín
“El
verdadero contacto no sucede en la piel, sino en la conciencia.”
Las caricias: el lenguaje que despierta el alma
Este texto nace como una
continuidad natural de una búsqueda interior que he venido plasmando en textos
anteriores como La Piel: Frontera del Alma y Cuerpo Consciente: Amor,
deseo y madurez.
Si en el primero
exploraba el límite entre el alma y su envoltura —la piel como territorio de
contacto entre lo visible y lo invisible—, y en el segundo indagaba en el amor
y el deseo como fuerzas que maduran con la conciencia, en este nuevo escrito
vuelvo la mirada hacia un gesto aparentemente mínimo: la caricia.
La caricia, en sus
múltiples formas —una mirada sostenida, una palabra que consuela, un silencio
compartido—, es quizás la expresión más sutil y poderosa del amor humano. No se
limita al tacto: es presencia consciente. Es reconocimiento del otro y de uno
mismo.
A través de una
experiencia simple, cotidiana y profundamente reveladora, descubrí que la
verdadera intimidad no se alcanza con el cuerpo, sino con la conciencia que lo
habita. Este texto es, por tanto, una meditación sobre esa energía que
trasciende el contacto físico y despierta el alma dormida bajo la costumbre y
el miedo.
En tiempos donde el ruido
y la prisa han despojado al gesto de su profundidad, reivindico la caricia como
acto espiritual, como puente entre el ser y el sentir, como llave secreta del
amor y de la fe.
Porque, a fin de cuentas,
toda caricia —real o simbólica— es una forma de recordarnos que existimos.
El
encuentro
Seguía,
aún, sentada en la mesa de aquella terraza, observando la vida de los demás
como un complemento de la mía. Eran momentos en los que esas energías no
llenaban mis espacios vacíos, sino que creaban nuevos espacios de existencia.
En
un instante cualquiera —de aquella aventura de exploración humana— levanté la
vista solo para encontrarme con otra mirada posada en mí. Sostuvimos aquel
encuentro visual. En ambos rostros —en el de él y en el mío— se dibujaron
sonrisas sutiles, como las que surgen espontáneamente en quienes se saben
descubiertos en un acto de absoluta intimidad:
¿Sorpresa, vergüenza,
reconocimiento, complicidad?
La
sonrisa también se sostuvo con la mirada.
Fue un instante no medible por reloj.
La
caricia invisible
Lo
sabía, no soy tonta. No soy la única que observa, ni tampoco la única que
aprende y se inspira en la existencia de los demás. Así como la energía que
emana de la presencia de otros me alimenta, mi existencia podría ser bocado
para alguien más.
Pero
ese no es el punto. El tema es lo que sentí en ese brevísimo instante: fue como
una caricia que me rozó el alma. Una caricia sutil, pero poderosa. Una de esas
que te hacen mirar hacia dentro, apreciando tu propio vibrar.
Una
caricia leve, pero intensa; tanto, que te lleva a descubrir que no eres
invisible, que no estás solo, a pesar de las soledades que te embargan. Que
existes. Que eres luz entre las sombras de otros, así como la luz de otros es
la que arroja sombras en mí.
Me
estremecí por el descubrimiento de una nueva manera de sentir: la de ser
acariciada por la mirada de unos ojos desconocidos, como permitiendo que un alguien
no anhelado me tocara.
Me erizó,
no la piel, sino el alma.
Este evento fortuito, esta caricia insospechada, expandió mi mundo sensorial.
Abrió
una brecha en mi percepción entre lo real y lo deseado: la soledad y mi
necesidad de saberme existente para alguien. Un territorio por descubrir: las
caricias de extraños como fuente que despierta y aviva la pasión de existir en
el día a día.
Caricias
que disipan la sensación de soledad, de oscuridad y de pérdida de la chispa que
alimenta el alma.
Las
preguntas del alma
¿Cuántas
caricias habré dejado de sentir por no levantar mis ojos del suelo y descubrir
esas miradas atentas y los gestos del rostro que las acompañan?
¿Sería esta reflexión inducida por el ego o por el ser?
Empezaban
los cuestionamientos en mi mente; solo que esta vez se trataba de mí. Me
debatía sobre cómo la energía de otros influía en mi propia vibración interior.
No se trataba de lo que yo sentía hacia otra persona, sino de lo que la otra me
hacía sentir. Son dos cosas diferentes. Lo tengo claro.
¿Un
despertar, acaso, que me llevase a una nueva percepción de la intimidad propia?
La experiencia de aquel instante
—breve o eterno, no lo puedo definir— fue sumamente sensual. Algo desconocido
para mí. No quería que quedara como un misterio. Quería entenderlo.
Necesitaba
que aquello dejase de ser una duda sobre si sentirlo era impropio, indecente, imprudente,
contraproducente... ¿pecado, tal vez?
El
conflicto interior
Las
luchas internas son las más difíciles de batallar. Ser un “general” en los
conflictos ajenos es fácil: se planean las estrategias, pero no se está en el
campo de batalla.
Y
lo mío era una guerra despiadada: mi necesidad natural de existir contra
ejércitos que usan las normas y los dogmas como armas bélicas que te
condicionan, reprimen, someten.
Te
apresan dentro de celdas cuyos barrotes son invisibles, pero con absoluto poder
de contención: el miedo a pensar, a sentir, a expresarte... a ser.
No
di paso al agobio por el conflicto interno que se desataba en mí. Tenía claro
que poseo armas poderosas —para confrontar la contienda— que me otorgó el
Creador: la razón, la conciencia y la fe.
No
armas con poder de destrucción, sino fuerzas de liberación interior, para
sostener la pureza y autenticidad de la existencia que nos ha sido entregada
por el poder divino.
Las
tres fuerzas
Una razón
que rompe los dogmas del miedo;
la conciencia que denuncia las normas injustas que sofocan el alma;
¡una fe que sostiene al espíritu cuando el mundo niega su verdad!
La razón
ilumina,
la conciencia discierne,
y la fe impulsa a trascender.
El Creador otorgó a la humanidad
estas tres fuerzas para que no se someta ciegamente ni a los dogmas ni a las
normas, sino para que, en su interior, encuentre el equilibrio entre el saber,
el sentir y el creer.
Con estas tres fuerzas —razón,
conciencia y fe— puedo caminar entre sombras sin perder mi luz.
Porque toda norma que oprime, todo
dogma que encadena se deshace ante quien piensa, siente y cree con libertad.
Así fue como el Creador selló su
alianza secreta con la criatura: le dio las armas del espíritu para que, en
medio del mundo, fuese libre incluso de sus propios límites.
El
pacto secreto
A
veces pienso que, dentro de ese pacto secreto, Dios me creó con electricidad,
palabras y silencio.
Me
dejó aquí, entre los hombres y las sombras, con esos tres dones que laten
dentro de mí como luceros ocultos. No los veo, pero los siento palpitar bajo mi
piel.
La
razón, encendida
en mi mente como una brasa azul. Ella me mantiene despierta en las noches para
preguntar por qué el mundo se inclina ante lo impuesto, por qué llamamos verdad
a lo heredado, por qué el miedo se disfraza de fe.
Ella,
mi llama fría, me enseña a no arrodillarme ante ningún altar —ni tribuna— que
exija silencio.
Me enseña que pensar puede ser una forma de orar.
La conciencia, en cambio, habita más al sur.
Respira en mi pecho, suave, como un corazón que no me pertenece del todo.
Me habla sin palabras.
Me duele, a veces.
Cuando miento, se asusta; cuando
amo con pureza, canta.
Es el templo más íntimo donde el
Creador se aloja y me escucha. No necesito nombre ni dogma para sentir su
presencia: basta voltear la mirada hacia adentro y oír su pulso en el mío.
Y
luego está la fe...
La más misteriosa de las tres.
No pide pruebas: se entrega.
Se
derrama en mí como vino en una copa; me embriaga y me eleva.
Es la que me sostiene cuando la razón se quiebra y la conciencia llora.
Las tres
no me fueron dadas para obedecer, sino para liberarme: hechas de pensamiento,
de verdad y de misterio.
Una
piensa, otra siente, otra confía.
A veces se enfrentan, a veces se abrazan.
Con ellas
puedo mirar al mundo sin miedo.
Puedo amar sin culpa.
Puedo creer sin pertenecer.
El
regreso a la ternura
Después de
tanto reflexionar, concluyo.
Me convenzo.
Me confieso.
Acepto,
agradecida y sin culpa ni remordimientos, las caricias que me regala la vida:
las
miradas atentas,
las sonrisas honestas,
los gestos amables.
Son la
chispa que enciende la llama del alma, como lo es la brisa suave a la hoguera.
Porque
he entendido que las caricias son necesarias, y que no solo el tacto es el
afortunado para sentirlas.
Y
también comprendo:
Que quedaron cuestionamientos sin respuestas: La aceptación de estas caricias que nos regala la vida —a través de extraños que, fortuitamente, se cruzan en nuestros caminos— ¿corresponde a un acto liberal o sometido a la necesidad de llenar los espacios que las personas que amamos no llenan? ¿actuamos con verdadera consciencia de ello o impulsados por las carencias? ¡Algo más en lo que reflexionar!
Soy obra del Creador,
y su reflejo,
pero también su desafío.
“Solo quien ha sentido el alma erizarse entiende la grandeza de una caricia.”

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