domingo, 9 de noviembre de 2025

COINCIDIR


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COINCIDIR

Ana Margarita Pérez Martin

"Un pacto de almas que trasciende el tiempo para sanar, aprender y elevarse hacia la eternidad."

Introducción

Hay almas que no se resignan a la fugacidad de una sola vida.

Regresan, una y otra vez, movidas por una fuerza tan antigua como la creación misma: el anhelo de completarse. No vuelven por castigo ni por azar, sino por un acuerdo silencioso entre ellas y el universo.

Cada existencia es una página del mismo libro. Cada cuerpo, un traje temporal donde el alma ensaya sus lecciones: el amor, la culpa, la pérdida, la entrega. Nada se olvida del todo; lo aprendido se lleva en la memoria invisible del espíritu, que recuerda incluso cuando la mente calla.

A veces, esos pactos antiguos se activan en el momento justo —una mirada, un encuentro, un viaje—, y todo lo vivido antes se asoma entre los pliegues del presente.

Es entonces cuando entendemos que la vida no empieza con el primer aliento ni termina con el último.

Coincidir es la historia de esas almas que, a través de los siglos, se buscan, se reconocen y se sanan. No como castigo, sino como promesa cumplida. Porque cuando dos o más almas deciden encontrarse una y otra vez, lo hacen para recordar que el amor —el verdadero— no muere: solo cambia de forma hasta que alcanza la eternidad.

 


El pacto

El encuentro estaba escrito desde siempre. No era una simple reunión entre amigas, sino la consumación de un antiguo pacto de almas que habían decidido coincidir, una y otra vez, a lo largo de los siglos, con objetivos muy claros: enseñarse, aprender, reparar, crecer, elevarse… hasta regresar al infinito de los tiempos, el origen de todo.


El llamado del destino

Aquel día señalado no admitía retrasos. El tiempo —esa ilusión que a veces separa y a veces une— había llegado a su punto exacto.

El destino no sería burlado.


El viaje

Ella abordó el avión como quien asume una misión sagrada. Al llegar a Barajas fue directamente a Chamartín y, desde allí, con boleto en mano, inició el trayecto que la llevaría a Avilés. El cansancio la vencía, recordándole su humanidad en el tiempo presente. Pero su conciencia sabía que lo que estaba por ocurrir no era de esta vida solamente.


Memorias del alma

Ya en el tren, miraba los paisajes pasar como ráfagas de recuerdos de tiempos ancestrales incrustados en su memoria. Se dejó llevar por esa oleada sensorial.

 Se relajó.

 Sonrió.


El padre

Era imposible no recordar esos paisajes prístinos del continente austral, donde la pureza del aire unía la visión con las aguas calmas y las riberas encharcadas como un todo. Sentía flotar dentro de una burbuja de líquido mercurio, denso y mágico, al recordarse acompañada de su padre —en absoluto silencio— cuando en su bote pescaba.

Lo tenía en la mente, siempre callado y con la mirada perdida. Recordaba cómo la veía con desdén, incluso con rabia, y cómo, con sus toscas manos, la golpeaba. Jamás le perdonó que su joven y amada esposa muriera por parirla. No la alimentaba. Cuando a su famélico cuerpecito agua le prodigaba, se la tiraba en la cara para que la bebiera del piso como una alimaña.

Así, tirada en el suelo, absorbía el agua y en ella veía reflejada la imagen de ese infeliz hombre: alto, de cabellos rojos, con unos ojos azules tan intimidantes como el cielo tormentoso en alta mar. Allí, tumbada, él la pateaba mientras le reclamaba su extremo parecido con su madre, lo cual juzgaba como una insolencia por no permitirle olvidarla.

Ese hombre, perdido en su impotencia y enojo, le había dado una gran lección de vida: perdonar las villanías del que ama con dolor… está bien.


La infancia de los tilos

También surgía en su mente el recuerdo de su estancia en ese pequeño territorio de la Europa Oriental. Largas calles de tierra negra, alfombradas y perfumadas por flores de tilo. Árboles altos y frondosos las enmarcaban como claras señales de caminos conocidos. Escuchaba su risa, y la de otros niños del vecindario, al corretear a los gatos para colocarles cascabeles que retumbaban en sus oídos.

Las risas no cesaban. Corrían, se encaramaban, rodaban… ¡y por todo se maravillaban! Desde los deditos de sus pies hasta sus cabelleras desprolijas y cundidas de piojos, las flores de tilo y los pelos de gatos los envolvían como regalos, como tesoros. En este pasaje de su vida aprendió que la niñez debe estar rodeada de amigos, despreocupación y alegrías… eso estaba bien.


El amor y la instrucción

Vino a su memoria tardes soleadas de verano, refrescadas por la brisa proveniente del Cantábrico. Ella, sentada en el piso de tierra barrida junto a aquella madre —de ese entonces— que, abnegada y paciente, le enseñaba sus primeras letras. Las dibujaba con un palillo hecho de una rama caída y la madre las borraba y corregía por su constante distracción.

Observaba a su amoroso padre venir cuesta arriba, por el camino empinado, con pesadas vasijas de barro llenas de agua fresca del río, pero con una amplia sonrisa al verla estudiar. Aprendió, entonces, que no valen las posesiones si entre padres e hijos existe amor, dedicación y respeto… y si la instrucción se imparte. Eso estaba bien.


La cosecha del dolor

Y ¿cómo olvidar aquel miserable día en que se le enseñó que cada uno cosecha lo que siembra? Hincada de rodillas en la fangosa tierra fue obligada, por el indignado padre, a poner su cara contra ésta mientras la azotaba sin piedad.

Desde el suelo, con el rostro semicubierto por su cabello lacio y negro empapado de barro y sangre, alcanzaba a ver los cestos llenos de mangos y, al fondo, los platanales. Era tiempo de cosecha. También podía oler la acidez de los frutos que se descomponían en el suelo. Dulces y amargos aromas envolvían su trágico día.

Su pequeña hija —concebida sin unión bendecida por el amor— se había ahogado en el pozo sin auxilio alguno por estar ella en holgazanería. Después de la paliza iracunda de su padre, fue desterrada del fundo familiar. Jamás volvería a ver a su familia vietnamita. Traer hijos al mundo sin amor y sin responsabilizarse por ellos… era un mal asunto. Jamás olvidaría aquella lección. Jamás tal vileza repetiría.


La redención

En cambio, en su siguiente vez, se esforzó por ser útil y valiosa a sus semejantes. Así se reivindicó ante Dios. En una tarde abigarrada de incipiente primavera se lanzó del muelle para ayudar a su hermanita que se ahogaba. La adoraba. Era una bebé dulce y quieta, que solo sonreía.

Oía los gritos de su desesperada madre, suplicándole que la salvara. Impulsada por esa angustia, se despojó del ropaje para lanzarse al agua, pero se detuvo: el miedo la paralizaba. Aquellas aguas, translúcidas por su pureza, eran profundas, traicioneras. Profusas algas verdes y negras emergían como tentáculos deseosos de atrapar todo lo que las rozara.

Vio el cuerpecito agitándose bajo la superficie. Con coraje, se lanzó a las frías aguas. Luchó para alcanzarla y la rescató del follaje marino, entregándosela a su madre. Ésta se fue presurosa para socorrer a la infanta, dejándola a ella olvidada, sumergida. No alcanzaba la superficie. Enredada, luchaba, pero cuanto más se movía más se cansaba.

Se ahogaba. No sentía miedo ni rabia: estaba tranquila. La paz la embargaba. Su deuda con la vida anterior estaba saldada. Amar a los semejantes como a uno mismo está bien. Sacrificar la vida por salvar a un inocente… está muy bien.


La alegría y la unión

Obvio que sus aprendizajes no solo provenían de duras y tristes lecciones, ni de la absoluta pobreza. Siempre la había animado a seguir adelante el recuerdo de los festejos y alianzas. Había aprendido que las personas, al unirse con amor y alegría, se comprometen al respeto y cooperación mutua. Así florecen familias estructuradas, felices y prósperas. Sociedades sanas donde los males no agobian. Y eso… era muy bueno.


El reencuentro

El tren llegó a Avilés. Descendió del vagón y las vio. Allí estaban sus amigas en esta vida. Sus cómplices, en las otras. Eran aquellas almas con las que había pactado para llevar el proceso de aprendizaje, el blanqueo de la conciencia, la elevación última. Habían sido, indistintamente, ¡maestras y alumnas!

El abrazo que se dieron fue eterno. Se fundieron en una sola alma, como quien se reconoce más allá del tiempo, del espacio, de lo corpóreo. Un zumbido silencioso invadió el aire. Los pájaros dejaron de cantar. El cielo, por un segundo, respiró hondo.


La casa y el brindis

Caminaron por las calles antiguas, bajo un cielo que pintaba el mundo de amarillo rancio. Todo era silencio y hojas secas; todo era calma. Los adoquines de las callejuelas parecían susurrar nombres olvidados. Sus pasos resonaban como tambores de un ritual que acababa de comenzar.

Ya en casa, sentadas en la cocina con vino y pan sobre la mesa, brindaron por lo que eran, por el reencuentro. Eran pasajeras del tiempo. Guardianas del alma. Transeúntes de la Tierra, morada efímera donde purgatorio, cielo e infierno coexisten en tiempo y espacio. Escuela estricta que enseña y corrige. Taller donde se forja la esencia —el quién— a golpes de mazo sobre la carne y la conciencia.

—Por nosotras… y por coincidir —dijo ella, la recién llegada. Y el brindis se selló con una alegría mística. La música sonaba baja. Era su himno, el de otras vidas: Coincidir.


La revelación

Cantaban desde el alma: “Tantos siglos, tantos mundos, tanto espacio… y coincidir”.

Y mientras las copas se vaciaban y la noche se fundía con el día, se despojaron de la carne, señal de que el velo entre los mundos se había transparentado. La eternidad quedó al desnudo.

El reloj se detuvo. Afuera, la luna sangraba. Adentro, todo era revelación.


Epílogo

Ahora lo entiendo.

No fue casualidad, ni capricho del destino. Todo lo que dolió, todo lo que amé, todo lo que perdí… tenía un propósito. Cada vida fue un peldaño, cada encuentro, un espejo donde reconocí lo que aún me faltaba aprender.

Durante tanto tiempo busqué respuestas afuera, en otros rostros, en otros mundos, sin saber que la verdad siempre había estado latiendo dentro de mí: somos viajeros del tiempo, almas que regresan a reparar lo inconcluso, a perdonar lo que una vez hirió, a amar sin condiciones.

Hoy sé que nada ni nadie se pierde. Que las almas que una vez me acompañaron siguen aquí, cerca, con otros nombres, con otros cuerpos, pero con la misma luz que reconozco al mirarles los ojos.

Entendí que la muerte no es final, sino tránsito. Que cada partida prepara un regreso, y cada regreso, una nueva oportunidad de ser mejor. El alma nunca olvida. Solo espera el momento perfecto para recordar.

Coincidimos porque así lo pactamos.

Porque, más allá del tiempo, decidimos seguir caminando juntas, aprendiendo, sanando, elevándonos.

Y cuando llegue el instante de volver al origen, lo haremos con la conciencia limpia, la deuda saldada y el amor intacto.

Ahora sé que coincidir…es la manera en que el alma se reconoce eterna.

“Coincidir no es azar: es la memoria del alma que nunca olvida sus pactos.”


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