COINCIDIR
Ana
Margarita Pérez Martin
"Un pacto de almas que trasciende el tiempo para
sanar, aprender y elevarse hacia la eternidad."
Introducción
Hay almas que no se resignan a la fugacidad de una
sola vida.
Regresan, una y otra vez, movidas por una fuerza tan
antigua como la creación misma: el anhelo de completarse. No vuelven por
castigo ni por azar, sino por un acuerdo silencioso entre ellas y el universo.
Cada existencia es una página del mismo libro. Cada
cuerpo, un traje temporal donde el alma ensaya sus lecciones: el amor, la
culpa, la pérdida, la entrega. Nada se olvida del todo; lo aprendido se lleva
en la memoria invisible del espíritu, que recuerda incluso cuando la mente
calla.
A veces, esos pactos antiguos se activan en el momento
justo —una mirada, un encuentro, un viaje—, y todo lo vivido antes se asoma
entre los pliegues del presente.
Es entonces cuando entendemos que la vida no empieza
con el primer aliento ni termina con el último.
Coincidir es la historia de esas almas que, a través
de los siglos, se buscan, se reconocen y se sanan. No como castigo, sino como
promesa cumplida. Porque cuando dos o más almas deciden encontrarse una y otra
vez, lo hacen para recordar que el amor —el verdadero— no muere: solo cambia de
forma hasta que alcanza la eternidad.
El pacto
El
encuentro estaba escrito desde siempre. No era una simple reunión entre amigas,
sino la consumación de un antiguo pacto de almas que habían decidido coincidir,
una y otra vez, a lo largo de los siglos, con objetivos muy claros: enseñarse,
aprender, reparar, crecer, elevarse… hasta regresar al infinito de los tiempos,
el origen de todo.
El llamado del destino
Aquel
día señalado no admitía retrasos. El tiempo —esa ilusión que a veces separa y a
veces une— había llegado a su punto exacto.
El
destino no sería burlado.
El viaje
Ella
abordó el avión como quien asume una misión sagrada. Al llegar a Barajas fue
directamente a Chamartín y, desde allí, con boleto en mano, inició el trayecto
que la llevaría a Avilés. El cansancio la vencía, recordándole su humanidad en
el tiempo presente. Pero su conciencia sabía que lo que estaba por ocurrir no
era de esta vida solamente.
Memorias del alma
Ya
en el tren, miraba los paisajes pasar como ráfagas de recuerdos de tiempos
ancestrales incrustados en su memoria. Se dejó llevar por esa oleada sensorial.
Se relajó.
Sonrió.
El padre
Era
imposible no recordar esos paisajes prístinos del continente austral, donde la
pureza del aire unía la visión con las aguas calmas y las riberas encharcadas
como un todo. Sentía flotar dentro de una burbuja de líquido mercurio, denso y
mágico, al recordarse acompañada de su padre —en absoluto silencio— cuando en
su bote pescaba.
Lo
tenía en la mente, siempre callado y con la mirada perdida. Recordaba cómo la
veía con desdén, incluso con rabia, y cómo, con sus toscas manos, la golpeaba.
Jamás le perdonó que su joven y amada esposa muriera por parirla. No la
alimentaba. Cuando a su famélico cuerpecito agua le prodigaba, se la tiraba en
la cara para que la bebiera del piso como una alimaña.
Así,
tirada en el suelo, absorbía el agua y en ella veía reflejada la imagen de ese
infeliz hombre: alto, de cabellos rojos, con unos ojos azules tan intimidantes
como el cielo tormentoso en alta mar. Allí, tumbada, él la pateaba mientras le
reclamaba su extremo parecido con su madre, lo cual juzgaba como una insolencia
por no permitirle olvidarla.
Ese
hombre, perdido en su impotencia y enojo, le había dado una gran lección de
vida: perdonar las villanías del que ama con dolor… está bien.
La infancia de los tilos
También
surgía en su mente el recuerdo de su estancia en ese pequeño territorio de la
Europa Oriental. Largas calles de tierra negra, alfombradas y perfumadas por
flores de tilo. Árboles altos y frondosos las enmarcaban como claras señales de
caminos conocidos. Escuchaba su risa, y la de otros niños del vecindario, al
corretear a los gatos para colocarles cascabeles que retumbaban en sus oídos.
Las
risas no cesaban. Corrían, se encaramaban, rodaban… ¡y por todo se
maravillaban! Desde los deditos de sus pies hasta sus cabelleras desprolijas y
cundidas de piojos, las flores de tilo y los pelos de gatos los envolvían como
regalos, como tesoros. En este pasaje de su vida aprendió que la niñez debe
estar rodeada de amigos, despreocupación y alegrías… eso estaba bien.
El amor y la instrucción
Vino
a su memoria tardes soleadas de verano, refrescadas por la brisa proveniente
del Cantábrico. Ella, sentada en el piso de tierra barrida junto a aquella
madre —de ese entonces— que, abnegada y paciente, le enseñaba sus primeras
letras. Las dibujaba con un palillo hecho de una rama caída y la madre las
borraba y corregía por su constante distracción.
Observaba
a su amoroso padre venir cuesta arriba, por el camino empinado, con pesadas
vasijas de barro llenas de agua fresca del río, pero con una amplia sonrisa al
verla estudiar. Aprendió, entonces, que no valen las posesiones si entre padres
e hijos existe amor, dedicación y respeto… y si la instrucción se imparte. Eso
estaba bien.
La cosecha del dolor
Y
¿cómo olvidar aquel miserable día en que se le enseñó que cada uno cosecha lo
que siembra? Hincada de rodillas en la fangosa tierra fue obligada, por el
indignado padre, a poner su cara contra ésta mientras la azotaba sin piedad.
Desde
el suelo, con el rostro semicubierto por su cabello lacio y negro empapado de
barro y sangre, alcanzaba a ver los cestos llenos de mangos y, al fondo, los
platanales. Era tiempo de cosecha. También podía oler la acidez de los frutos
que se descomponían en el suelo. Dulces y amargos aromas envolvían su trágico
día.
Su
pequeña hija —concebida sin unión bendecida por el amor— se había ahogado en el
pozo sin auxilio alguno por estar ella en holgazanería. Después de la paliza
iracunda de su padre, fue desterrada del fundo familiar. Jamás volvería a ver a
su familia vietnamita. Traer hijos al mundo sin amor y sin responsabilizarse
por ellos… era un mal asunto. Jamás olvidaría aquella lección. Jamás tal vileza
repetiría.
La redención
En
cambio, en su siguiente vez, se esforzó por ser útil y valiosa a sus
semejantes. Así se reivindicó ante Dios. En una tarde abigarrada de incipiente
primavera se lanzó del muelle para ayudar a su hermanita que se ahogaba. La
adoraba. Era una bebé dulce y quieta, que solo sonreía.
Oía
los gritos de su desesperada madre, suplicándole que la salvara. Impulsada por
esa angustia, se despojó del ropaje para lanzarse al agua, pero se detuvo: el
miedo la paralizaba. Aquellas aguas, translúcidas por su pureza, eran
profundas, traicioneras. Profusas algas verdes y negras emergían como
tentáculos deseosos de atrapar todo lo que las rozara.
Vio
el cuerpecito agitándose bajo la superficie. Con coraje, se lanzó a las frías
aguas. Luchó para alcanzarla y la rescató del follaje marino, entregándosela a
su madre. Ésta se fue presurosa para socorrer a la infanta, dejándola a ella
olvidada, sumergida. No alcanzaba la superficie. Enredada, luchaba, pero cuanto
más se movía más se cansaba.
Se
ahogaba. No sentía miedo ni rabia: estaba tranquila. La paz la embargaba. Su
deuda con la vida anterior estaba saldada. Amar a los semejantes como a uno
mismo está bien. Sacrificar la vida por salvar a un inocente… está muy bien.
La alegría y la unión
Obvio
que sus aprendizajes no solo provenían de duras y tristes lecciones, ni de la
absoluta pobreza. Siempre la había animado a seguir adelante el recuerdo de los
festejos y alianzas. Había aprendido que las personas, al unirse con amor y
alegría, se comprometen al respeto y cooperación mutua. Así florecen familias
estructuradas, felices y prósperas. Sociedades sanas donde los males no
agobian. Y eso… era muy bueno.
El reencuentro
El
tren llegó a Avilés. Descendió del vagón y las vio. Allí estaban sus amigas en
esta vida. Sus cómplices, en las otras. Eran aquellas almas con las que había
pactado para llevar el proceso de aprendizaje, el blanqueo de la conciencia, la
elevación última. Habían sido, indistintamente, ¡maestras y alumnas!
El
abrazo que se dieron fue eterno. Se fundieron en una sola alma, como quien se
reconoce más allá del tiempo, del espacio, de lo corpóreo. Un zumbido
silencioso invadió el aire. Los pájaros dejaron de cantar. El cielo, por un
segundo, respiró hondo.
La casa y el brindis
Caminaron
por las calles antiguas, bajo un cielo que pintaba el mundo de amarillo rancio.
Todo era silencio y hojas secas; todo era calma. Los adoquines de las
callejuelas parecían susurrar nombres olvidados. Sus pasos resonaban como
tambores de un ritual que acababa de comenzar.
Ya
en casa, sentadas en la cocina con vino y pan sobre la mesa, brindaron por lo
que eran, por el reencuentro. Eran pasajeras del tiempo. Guardianas del alma.
Transeúntes de la Tierra, morada efímera donde purgatorio, cielo e infierno
coexisten en tiempo y espacio. Escuela estricta que enseña y corrige. Taller
donde se forja la esencia —el quién— a golpes de mazo sobre la carne y la
conciencia.
—Por
nosotras… y por coincidir —dijo ella, la recién llegada. Y el brindis se selló
con una alegría mística. La música sonaba baja. Era su himno, el de otras
vidas: Coincidir.
La revelación
Cantaban
desde el alma: “Tantos siglos, tantos mundos, tanto espacio… y coincidir”.
Y
mientras las copas se vaciaban y la noche se fundía con el día, se despojaron
de la carne, señal de que el velo entre los mundos se había transparentado. La
eternidad quedó al desnudo.
El
reloj se detuvo. Afuera, la luna sangraba. Adentro, todo era revelación.
Epílogo
Ahora lo entiendo.
No fue casualidad, ni capricho del destino. Todo lo
que dolió, todo lo que amé, todo lo que perdí… tenía un propósito. Cada vida
fue un peldaño, cada encuentro, un espejo donde reconocí lo que aún me faltaba
aprender.
Durante tanto tiempo busqué respuestas afuera, en
otros rostros, en otros mundos, sin saber que la verdad siempre había estado
latiendo dentro de mí: somos viajeros del tiempo, almas que regresan a reparar
lo inconcluso, a perdonar lo que una vez hirió, a amar sin condiciones.
Hoy sé que nada ni nadie se pierde. Que las almas que
una vez me acompañaron siguen aquí, cerca, con otros nombres, con otros
cuerpos, pero con la misma luz que reconozco al mirarles los ojos.
Entendí que la muerte no es final, sino tránsito. Que
cada partida prepara un regreso, y cada regreso, una nueva oportunidad de ser
mejor. El alma nunca olvida. Solo espera el momento perfecto para recordar.
Coincidimos porque así lo pactamos.
Porque, más allá del tiempo, decidimos seguir
caminando juntas, aprendiendo, sanando, elevándonos.
Y cuando llegue el instante de volver al origen, lo
haremos con la conciencia limpia, la deuda saldada y el amor intacto.
Ahora sé que coincidir…es la manera en que el alma se
reconoce eterna.
“Coincidir no es azar: es la
memoria del alma que nunca olvida sus pactos.”
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