EL UMBRAL ENTRE DOS
RESPIROS
Ana Margarita Pérez Martin
“El instante
eterno de una despedida inevitable.”
Contemplaba aquella pálida e
inmóvil imagen, reposada sobre las blancas sábanas, como si ya no perteneciera
del todo a este mundo. El cuerpo parecía conservar el eco de una presencia,
pero el alma —esa que conocíamos— ya andaba lejos.
Rostro boquiabierto. Mirada
extraviada hacia el alto techo; aunque yo sabía —lo sentía— que no miraba allí,
sino más allá: hacia un punto en ningún lugar, donde se diluyen los límites del
tiempo. Habían cesado las ganas de andar, y con ellas, las de respirar. El
cuerpo no luchaba: se entregaba. Un corazón vacío, sin anhelos de vida, como
una flor marchitada antes del alba.
La mente, deshabitada. La
memoria, desprendida a pedazos por las garras afiladas de un tiempo cruel que
—como bestia ingrata y despiadada— mutila y devora todo sin compasión. Se come
el pasado, de a pedacitos, como torturándolo. Al presente se lo tragó de un
bocado, y al futuro lo miró con desprecio… ¡no le dejó nada!
En este horizonte terrestre nada
le aguardaba. Solo la apetecida muerte: no como castigo, sino como regreso a la
cuna, al origen. Como un silencio dulce que, al fin, le abriera los brazos para
su descanso.
La contemplaba. Solo eso hacía.
No me atreví a preguntarle cómo se sentía. No creí que quedara aliento ni
fuerza en su boca para tejer una sola palabra. Y si acaso respondía, ¿serían
humanos sus sonidos? ¿Los entendería yo… desde este lado?
No la animé más. ¿Para qué? Toda
palabra era ruido. Toda esperanza, un hilo cortado. Solo la observaba, como se
contempla la imagen de la Santísima en un altar: con el alma arrodillada, con
los ojos desbordados, con el corazón trémulo, implorando un milagro que, en lo
más profundo, sabía que no vendría.
Porque la muerte no entra, no
golpea la puerta… se desliza bajo ella. Y cuando llega, ya ha estado antes.
Ronda. Se posa. Envuelve. Habita. Como un suspiro sin dueño, entra por la boca
e instala su presencia… formando un umbral entre dos respiros.
Allí estaba yo, con mis manos
atadas por la impotencia, con mi voz disuelta en la humedad de la pena, con mi
espíritu encogido ante ese abismo sin respuesta.
Nada de lo mío podía retenerla.
Ni el amor. Ni las lágrimas. Ni las oraciones silenciosas que repetía en el
altar secreto del pecho.
Y entonces lo supe, como se saben
las verdades sin palabras: que hay presencias que se van antes de partir. Y que
hay despedidas que solo se comprenden con el alma de rodillas.
“Un viaje al borde de la vida, donde la muerte se vuelve poesía.”
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