PÁGINAS ARRUGADAS
“Ella, el vino, y un tiempo que se detiene
entre sus dedos.”
Ana Margarita Pérez Martin
Una semana larga, de días lentos y densos.
Bulliciosa, enredada, ajetreada. No había cansancio físico, solo agotamiento
mental. Una imperiosa necesidad de dejar atrás todo aquello que le impedía ser
ella misma, conectarse consigo.
Movida por ese impulso tomó la decisión de
alejarse unos días. Lo necesitaba, lo quería, debía hacerlo sin más dilación, o
el monstruo del mal talante se apoderaría de ella, “cortando rabos y orejas” a
quien se le atravesara, sin distingo alguno.
Mala experiencia ésa. Vergüenza, culpa y
remordimientos la atormentaban. Ya había sucedido antes. Así no era ella. Era
mejor una retirada a tiempo que desgastarse después, ofreciendo disculpas y
explicaciones que no deseaba dar. A nadie.
Decidida estaba. Era terca, al tomar una
decisión no había vuelta atrás. Emprendía acciones sin miramientos, como las
bestias de carga al coger el camino de regreso: sin necesidad de guía,
apresuradas y, a veces, desbocadas. Pero este no era el caso.
Sabía a dónde dirigirse. Y lo hacía a toda
marcha. Iría allá, a aquel lugar que, sin pertenecerle, era suyo. Uno que no
era de este mundo, donde el tiempo era uno solo: sin pasado, sin presente, sin
futuro. Un sitio que encerraba la vida en una cápsula sanadora que trascendía
todo tiempo y se desmarcaba de cualquier lugar específico o conocido sobre la
faz de la tierra.
En su equipaje solo llevaba algo de ropa,
botellas de buen vino y la novela que había empezado, pero que nunca había
logrado terminar de leer… ¡la de las páginas arrugadas!
Apenas inició el camino hacia su destino,
comenzó a experimentar el viaje extrasensorial. Le encantaba ese proceso en que
la carne se aligeraba, se expandía hasta casi pulverizarse. Se sentía etérea,
intangible. Dejaba atrás, suspendido en el aire, todo lo que la agobiaba.
Delegó al viento la tarea de disolverlo. Solo su esencia se transportaba. Solo
ella, en su forma más honesta, auténtica.
De pie, inmóvil, observaba la rústica y
simple estructura de piedra, madera y vidrio de aquella cabaña. A cualquiera le
parecería un lugar ordinario, sin encanto alguno. Pero tenía esa belleza
callada de lo edificado con amor. Ella sabía que era más que eso: era su lugar
secreto. Un portal que la transportaba a un tiempo concreto, abriéndose
solamente con la memoria de ella. Lugar donde ordenaba sus neuronas y recargaba
la energía que necesitaba su alma.
Afuera, el viento de octubre hacía danzar
los pinos silvestres. Las hojas rojizas de los robles se desprendían como
suspiros cansados. Las encinas dispersas se mecían bajo la lluvia, y el aroma
de jaras húmedas y madroños maduros trepaba por el aire, mezclándose con el
humo lento de la chimenea. Inspiró profundamente. Sabía dónde se metía, a qué
iba.
Dentro, el hogar estaba encendido,
calentando el recinto. Caía una suave lluvia, escasa, perezosa. Golpeaba el
tejado con delicadeza, generando una sinfonía que solo podía ser interpretada
por músicos bien orquestados. Las gotas de agua salpicaban las ventanas, locas,
desenfrenadas, aferrándose a ellas, contra los cristales aplastadas, como
caritas de niños intentando curiosear aquello que les estaba prohibido. Ella ya
sonreía.
Abrió su valija y sacó con ambas manos
aquel libro, colocándolo contra su pecho. La picardía delineaba sus labios. Se
dijo en voz alta:
—Ahora, ¿podré leerte… o habrá alguien
que me lo impida?
Lo colocó sobre la cama. Fue por una
botella de vino y la destapó. Nada de copas, era para ella. Nada de
delicadezas, ni normas. Era su momento. Solo suyo, reinaría su caos. Se la
llevó al baño, tomándola a sorbos groseros. Se embriagaría. Daría permiso a su
mente para desinhibirse, crear la realidad que buscaba: traer aquel instante a
este momento. El pasado al presente. Cada prenda iba despacio al suelo… como
cada trago a su boca.
El agua corría por su cuerpo. Resbalaba por
todo él, salvo por sus pechos. Al llegar a sus pezones… dos caídas de agua
formaban. Eso le causaba gracia, se reía. Con ello jugaba. Saciada por la
tranquilidad que la embargaba, salió de la ducha. Se miraba al espejo mientras
cepillaba sus dientes. Lo hizo de nuevo: sonrió. Se miró con condescendencia.
Echó un beso al aire y exclamó:
—¡Eres dueña de ti… haz lo que te dé la
gana!
Relajada y entusiasmada salió del baño, con
la botella de vino en la mano. Se detuvo, volteó a mirar atrás. Vio cómo dejaba
huellas de agua al caminar. Sonrió, sí, nuevamente. No dejaba de hacerlo. El
camino entre el presente y el pasado lo estaba transitando, imperceptiblemente,
sin dolor.
Bajó el edredón; dejó al descubierto las
limpias sábanas blancas. Se acomodó en ellas. Dejó la botella sobre la mesilla.
Liberó sus manos para tomar lo que más deseaba: el libro de páginas arrugadas.
Aquel que quería leer, pero sabía que nunca lo haría, porque esas páginas marcaban
el fin de la lectura y abrían el espacio para revivir el momento eterno al cual
se había aferrado.
Cerró los ojos. Apagó su mente, dejando
encendida solo la luz de la imaginación retrógrada.
La habitación estaba en penumbras. Y desde
su rincón, él la observaba echada en la cama, leyendo su novela bajo la tenue
luz de la lámpara. Esa noche estaba plácida, concentrada en su lectura. Su
cabellera negra y ondulada se desparramaba sobre la almohada. Tenía parte del
torso al descubierto. Las pecas en los hombros y sus pezones rosados, sobre su
nívea piel, parecían ópalos y corales esparcidos en blanca arena de playa. Húmeda.
La deseaba. Desde donde estaba podía
percibir el olor de su cuerpo, ese olor tan suyo que le inquietaba. Se levantó.
Salió de su penumbra con el deseo dibujado en su masculino rostro. Su virilidad
era manifiesta, como arma que el soldado lleva a la guerra, aspirando salir
victorioso.
Se acostó detrás de ella, cercándola por la
espalda. Al sentirlo, ella giró el rostro hacia él con una sonrisa
indescriptible:
—¿Ya vas a dormir? —preguntó, solo por
preguntar. No era ingenua, conocía sus intenciones.
—No lo creo… —respondió él en voz muy baja.
No como un susurro, sino con la firmeza de una advertencia que no debía ser
soslayada.
—Quisiera terminar de leer este capítulo,
¿me dejas?
—¡Claro!, tú sigue leyendo…
Fue en ese instante cuando él le devolvió
la misma sonrisa que ella le regaló, al tiempo que se quedó mirando su boca,
sus ojos… con absoluta vehemencia.
Ella intentó retomar la lectura, no lo
logró. Con el dorso de sus dedos él acariciaba sus muslos, ascendiendo hasta
sus caderas.
—Quédate quieto… ¡así no puedo leer! —No
fue una orden, fue una débil súplica, casi una declaración de rendición.
—¿Acaso estoy tapando tus ojos? —dijo él,
con el sarcasmo de quien se sabe ganador.
No le hizo caso. Siguió jugando con sus
dedos sobre ella. Le gustaba. No había quejas. Su respiración se agitaba. Ya no
leía. Sus ojos estaban abiertos, pero con la mirada clavada en los de él como
queriéndole hablar. Mudas palabras que lo decían todo. El libro seguía abierto,
no lo soltaba.
Él continuó acariciando cada rincón de su
cuerpo hasta mojar sus manos de miel. Comenzó a besarla, lentamente… hasta
beberla, y extasiarla. Fue justo en ese momento cuando a ella se le crisparon
los dedos sobre el libro, arrugando sus páginas. Lo soltó. Rodó por el piso… al
igual que ella por la cama.
Había, nuevamente, conjugado los tiempos.
Revivido ese imborrable momento, causa de un libro con páginas arrugadas y de
una lectura inconclusa. Mordía sus labios y apretaba sus muslos entre sí. Cerró
el libro. No lo leería esa noche. Nunca lo terminaría de leer. Siempre se
quedaría aferrada a las páginas arrugadas como si fueran el marcador de
reinicio, no de la lectura, sino del momento… ¡ese momento!
Llevó la botella de vino a su boca. Se
estaba embriagando.
No por el vino, sino de placer.
“Cuando los sentidos toman la pluma, el
placer escribe en páginas arrugadas.”
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