lunes, 10 de noviembre de 2025

El inicio del todo

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“El universo nació de un verso primero.”

Introducción

Antes del tiempo, antes del nombre, antes del pensamiento… hubo silencio.
Un silencio tan pleno que contenía todos los sonidos por venir.
En él latía la promesa de la existencia, el germen de la palabra, la primera vibración que más tarde sería universo.
Este poema es una ofrenda a ese instante primordial: el punto donde lo divino se hizo movimiento, donde la nada decidió florecer.
Cantar al origen es recordar que cada átomo de nosotros proviene de una chispa sagrada, que aún arde, que aún crea.

Le canto al Inicio del Todo —y poca ofrenda es—,
a ese instante imposible, anterior al tiempo,
donde nació el universo con el poder de lo infinito, de lo omnipotente… y con él, el asombro.

Antes del antes,
cuando no existía el tiempo para decir “antes”,
el Todo era un punto
sin tamaño, sin principio ni fin.
Sin forma, etéreo, incorpóreo.
Sin destino, pero con propósito.

No había luz
ni oscuridad.
No había adentro ni afuera,
ni siquiera un “dónde” para guardar el misterio.

Solo una semilla
conteniendo todos los jardines posibles.
Una vibración guardada,
como un suspiro suspendido en el pecho de lo eterno,
como un latido sin corazón que lo sostuviera.

Y entonces,
sin razón, con conciencia;
sin permiso, con autoridad;
sin público, con omnipresencia,
ocurrió.

Un estallido sin ruido,
una flor de fuego que se abrió en la nada,
lanzando materia y espacio
como pinceladas de un artista invisible
sobre lienzo sin marco,
tejido con fibras de amor y esperanza.

No fue una explosión.
Fue una expansión.
Un parto cósmico donde el útero era la nada
y el hijo, el Todo.

El tiempo nació con Él,
como un hilo dorado extendiéndose en espiral.
El espacio lo siguió,
con su cuerpo de seda estirada y temblorosa.
Y junto a ellos,
el sonido primero: un murmullo sagrado,
la música del origen.

En esa danza inicial
se tejieron las leyes,
se encendieron las estrellas
y aparecieron las primeras preguntas
—aún sin labios para formularlas—.

Desde ese instante,
toda piedra, todo viento,
toda lágrima y todo verso
llevan en su médula
el eco del principio,
del Creador.

Somos polvo que recuerda.
Materia que canta.
Conciencia que vuelve sobre el origen
y lo nombra…
sin entenderlo del todo,
pero con reverencia,
con amor,
con fe,
con devoción.

Epílogo

El origen no fue un evento que quedó atrás: sigue ocurriendo, en silencio, dentro de todo lo que existe. Cada respiración, cada pensamiento, cada gesto de vida es una réplica minúscula del primer movimiento. El universo no terminó de nacer; continúa expandiéndose, y con él, también nosotros.

Comprender el principio no es tarea de la razón, sino del asombro. El intelecto mide, analiza, busca causas; pero el alma solo contempla y reconoce. En ese reconocimiento está la verdadera sabiduría: saber que provenimos de algo inmenso, que somos parte de una inteligencia que nos desborda.

Y así, entre lo finito y lo eterno, transitamos: materia que piensa, espíritu que recuerda.
Porque en el fondo, toda búsqueda —científica, filosófica o espiritual— es la misma: el intento de volver al punto inicial, al verso primero donde comenzó el Todo

“Somos fragmentos de la primera luz.”

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