“El negro no es color: es vacío y plenitud.”
Introducción
Dicen
que el luto viste de negro, pero pocos comprenden lo que ese color encierra.
No es simple ausencia de luz, sino el lugar donde toda luz reposa.
Hay mujeres que, al quedar solas, descubren que el mundo cambia de tono: el
aire pesa distinto, los días se dilatan, y el silencio se vuelve espejo.
De esa experiencia nace este relato: una mirada hacia el interior de la soledad
femenina, hacia el misterio del negro como refugio, rito y metamorfosis.
Hay
momentos que marcan un antes y un después.
Como
lo hace Cristo, y algunos los llamamos milagros. Otros, son descuidos que abren
puertas prohibidas, como lo hicieron los batas blancas con miradas que no veían
más allá de lo inmediato: dejaron que la muerte se llevara lo que aún no debía
irse, transformando la luz en sombra, el blanco en negro, la calidez en
frialdad.
La
habían herido y, aun así, desde esa herida sabía sonreír.
No
lloraba. No se derrumbaba. Cuando la tristeza rondaba, buscaba un espejo o
alguna superficie que su rostro reflejara. Se veía. Se sonreía. Y esa sonrisa
que se regalaba era su talismán: un gesto luminoso que espantaba la sombra que
se asomaba en su mente. A ella le funcionaba, ¡a ella!
Estando
de pie frente al fregadero, con los dedos entumecidos por el agua caliente al
fregar loza, de la cena, su cena —nadie más comía con ella desde que enviudó—
frotaba el plato con una energía innecesaria como queriéndole arrancar, no el
sucio, sino la respuesta a aquella misma pregunta que se repetía como eco:
¿por
qué sigo sola?
Le
gustaban los hombres —no todos, pero sí ese género—. Se reía de su picardía
cuando pensaba en ellos. Solía decir, con total desfachatez, que Dios los había
hecho grandes, fuertes, densos de huesos y de alma, para proteger a la mujer. Y
mientras los demás la llamaban “machista”, ella reía, contestando con absoluto sarcasmo:
“Si hubiese reencarnación, y volviese con cuerpo de hombre, rezaría para que mi
alma fuese de mujer, ¡para seguir amándolos!”
Y,
aun así, seguía sola, sin entenderlo
Caminaba
erguida, sin mostrar penas ni derrotas. Luminosa, risueña y firme, siempre
hacia adelante. Pero, al caer la noche, así como se retiraba la luz del sol...
se perdía su última sonrisa.
Volvía
la pregunta: ¿por qué sigo sola?
La
duda persistía, implacable. A veces le parecía sentir el peso de su cuerpo, en
la cama, junto a ella. Extrañaba eso. Extrañaba el calor humano, la complicidad
íntima, la palabra compartida. Y, aun así, disfrutaba de su independencia.
Entonces, ¿qué era esa espina que la hería noche tras noche? ¿por qué esa
necesidad de amar y ser amada? ¿todas las viudas sentían esa carencia de amor
como ella? ¿era normal esa necesidad o lo normal era aceptar su nuevo estatus
civil y vivir con ello?
Para
hallarle sentido a tanta inquietud, se refugió en los libros. Todo tipo de
literatura que abarcara el tema, ¡quería hallar respuestas! Se adentró en
historias reales y cuentos de viudas, en tratados filosóficos y religiosos —antiguos
y modernos— sobre las costumbres del luto en la mujer, en poesía, y hasta escritos
de hechiceros, magos y brujas que escribieron conjuros de sus tradiciones
espirituales y prácticas mágicas. Los evangelios le hablaban de resignación;
los conjuros, a invocar la fuerza divina. Leía hasta la madrugada, bajo la
luz amarillenta de la lámpara, mientras el silencio de la casa latía a su
alrededor. Y, entre todas esas páginas, descubrió un hilo secreto: todas las
viudas, en algún momento, hallaban en el negro un refugio, un poder.
Porque el
negro no era solo un color: es vacío y plenitud.
Vestirse
de negro no era cubrirse, sino despojarse. Cada matiz quedaba abolido, y en su
lugar surgía la sombra caminante. El negro absorbía, callaba, devoraba la luz
para custodiarla en lo profundo. No era solo luto: era estatus, era altar, era
muralla, era amante secreto. Cada pliegue de tela rozaba la piel como un
susurro, recordando que el deseo podía coexistir con la ausencia, que la
soledad también podía ser sagrada.
El
velo no era tela, sino frontera. Tras él, los rostros ajenos se disolvían y
nadie exigía nada. No habían miradas, gestos ni ademanes que se cruzaran y
conectaran. El azabache en el cuello no adornaba: guardaba
la chispa del ausente, la memoria del fuego que ardió en el cuerpo. Cada paso
vestido de luto era conjuro; cada pliegue, un rezo.
Por
eso las viudas visten de negro: porque conocen lo que otros temen mirar. Han
sostenido el cuerpo frío, han escuchado el silencio definitivo, han probado la
eternidad en labios que ya no responden. Y de ese umbral no se vuelve igual.
El negro
no reprime: contiene.
El negro no apaga: transfigura.
Es útero y sepulcro. Es ausencia que gesta, duelo que se vuelve poder.
Y
así, con trozos de libros incrustados en su mente, dejó pasar el tiempo y ella
con él se fue. Ella dejó de ser ella. Dejó de sonreír. Dejó de ser luz. Se
vistió de negro absoluto, hasta hacerse sombra, hasta hacerse invisible para
los demás y, los demás, imperceptibles para ella. Los cuestionamientos sobre la
soledad se disiparon. Su mente se sosegó.
Una
noche, al dejar el vestido sobre la silla, descubrió algo más hondo aún: que en
la oscuridad de esa tela late un resplandor oculto. El negro no niega la luz:
la contiene. Como el vientre de la muerte que, en secreto, engendra el renacer.
Ella,
desnuda, sonrió ante su reflejo. Porque el luto no extingue: el luto aviva. Comprendió,
entonces, que la soledad que la acompañaba no era vacío: era umbral, altar y
comienzo. Un aura. Una túnica de poder que la arranca de la banalidad de los
vivos.
El color negro
fue su maestro, su protector.
El luto no le generó preguntas, le dio la respuesta.
Epílogo
El
negro, al final, no fue un final.
Fue un tránsito.
Un color que aprendió a contener lo perdido y a transformarlo en fuerza.
Las viudas no se visten de sombras: se envuelven en un poder que solo quienes
han mirado la muerte de cerca comprenden.
En esa oscuridad que todo lo absorbe, la vida se reorganiza, el dolor madura, y
el alma aprende a respirar sin nombre.
Porque el luto, cuando se asume desde la conciencia, no apaga: purifica.
Y quien ha habitado el negro… ya conoce el resplandor que nace desde adentro.
“La
soledad no es vacío: es presencia, memoria y poder.”
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