“Entre razón y fe, el perdón se hace luz.”
Introducción
Desde
hace tiempo, el perdón se ha vuelto mi campo de batalla más silencioso. Entre
lo que dicta la razón y lo que susurra la fe, intento hallar un punto donde mi
alma pueda descansar sin sentirse débil ni culpable. No escribo desde la
certeza, sino desde la búsqueda; desde esa delgada línea en la que el alma
humana se pregunta si perdonar tanto es sabiduría o rendición. Este texto es mi
diálogo interior, mi intento de entender cómo reconciliar al corazón herido con
la conciencia que anhela paz.
He
pensado mucho en el perdón.
Quizás
demasiado.
¿Me
creerían si les digo que los libros de los cuales aprendí a leer, en casa,
fueron la Biblia y los de filosofía estoica? ¡Hacen bien en dudar!
Literalmente
no fue así. De niña no tuve en mis manos ni la Biblia ni libros de los
filósofos estoicos; pero en esencia sí: aprendí a “leer” la vida en base a los
dogmas que pregonaban. Cada pensamiento, cada palabra y cada acción de mis
padres… eso me enseñaban. Así crecí, en coherencia, creyendo que la virtud era
la única forma de vida.
He
amado, Señor.
He
amado hasta el cansancio, hasta quedarme sin fuerzas, hasta sentir que mi
corazón sangra en silencio.
Y
también he perdonado. Perdonado cuando la herida estaba aún abierta, cuando la
voz de mi orgullo gritaba que no debía hacerlo, cuando mi razón decía que
callar era claudicar.
Pero
el perdón ha sido una de las virtudes que más me ha costado aprender.
A
veces siento que es una palabra luminosa, como un río que limpia las piedras
del alma. Pero otras veces, confieso, me pesa. Porque ¿qué tan sano es perdonar
tantas veces? ¿Hasta dónde el perdón libera… y hasta dónde me expone a nuevas
heridas?
Los
estoicos enseñaban que la verdadera fuerza está en gobernarse a uno mismo.
Séneca escribió: “Nada se asemeja más a los dioses que un hombre que, puesto
en poder de vengar, perdona.” Y sí, yo quiero esa grandeza. Quiero ser esa
mujer que no se deja arrastrar por la ira, que elige la serenidad, que sabe que
el rencor es una cadena invisible. Pero, Señor, qué difícil es cuando el dolor
todavía late, cuando la herida no ha cerrado del todo.
La
Biblia, por su parte, me habla con ternura y con exigencia: “Perdona, como
Dios te perdonó.” Y yo lo sé, lo creo. He sentido tu perdón, Señor, tantas
veces en mi propia vida. Pero cuando se trata de mí, de mis dolores más hondos,
ahí brota la duda.
¿Es justo seguir perdonando cuando parece que el otro no cambia?
¿Es bondad… o es ingenuidad?
Y
es ahí, en ese justo momento, cuando viene a mi mente aquella escena donde
Pedro —él también dudaba, como yo ahora— te preguntó, casi buscando un límite: “¿Hasta
siete veces he de perdonar a mi hermano?” Y tu respuesta fue desbordante: “No
te digo hasta siete, sino aun hasta setenta veces siete.”
Y
sí, Señor, ello me quiebra la lógica. Porque mi razón estoica me dice que
perdonar es liberarme yo, no necesariamente reconciliarme con quien hiere. Y tu
Palabra me dice que el perdón es amor sin medida, que no lleva cuentas, que no
calcula.
Dogmas
que hablan de lo mismo como virtud indispensable para la paz interior, pero
enfocados en direcciones diferentes. Las dudas me invaden, enmarañando mi
conciencia.
Turbiedad que me llama al debate, que abre un persistente diálogo interior: Entre
mi razón que busca equilibrio y tu voz que me llama a la gracia. Entre mi
humanidad que duda, y tu eternidad que abraza. Entre mi dolor que todavía
sangra, y tu promesa de que el perdón siempre sana.
Quizás,
Señor, el perdón infinito no sea una orden imposible, sino un camino para vivir
más ligera, más libre, más tuya. Y aunque hoy todavía me duela, aunque hoy
todavía me pregunte si es sano perdonar tanto, confío en que en ese acto —tan
frágil y fuerte— me acerque un poco más a Ti, y me acerque también a la mujer
que deseo ser: consciente, libre, y en paz.
Pero no
olvides, soy humana, Señor.
Y en mi humanidad, el perdón duele.
Duele porque amar duele, porque la humildad cuesta, porque la fe se tambalea
cuando el corazón está herido.
Tampoco
olvides que aquí estoy, sin rendirme.
Cansada, pero de pie.
Dudando, pero aun creyendo.
Perdonando, aunque me cueste la piel y el alma.
Dame,
Señor, el coraje de los estoicos, la humildad de tus santos y la fe de quien
sabe que al perdonar, aunque me duela, me acerca a Ti.
Y si he de perdonar infinitamente,
enséñame que no es debilidad, sino fortaleza;
que no es derrota, sino victoria;
que no es rendición, sino pacto con
tu paz.
¡Amén!
Hoy sé que el perdón no es una meta
alcanzada, sino un camino que se recorre una y otra vez, con las manos
temblorosas y el alma en vigilia. A veces me siento fuerte como Séneca, otras
frágil como Pedro, pero en ambas versiones de mí encuentro un mismo anhelo: la
libertad que da soltar. Perdonar no borra lo vivido, pero limpia el alma para
seguir amando. Y aunque siga dudando, sigo eligiendo perdonar, porque he
descubierto que en ese gesto —tan humano y tan divino— se esconde el milagro de
seguir existiendo con esperanza.
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