lunes, 10 de noviembre de 2025

ENTRE DOGMAS: mi batalla con el perdón



“Entre razón y fe, el perdón se hace luz.”

Introducción

Desde hace tiempo, el perdón se ha vuelto mi campo de batalla más silencioso. Entre lo que dicta la razón y lo que susurra la fe, intento hallar un punto donde mi alma pueda descansar sin sentirse débil ni culpable. No escribo desde la certeza, sino desde la búsqueda; desde esa delgada línea en la que el alma humana se pregunta si perdonar tanto es sabiduría o rendición. Este texto es mi diálogo interior, mi intento de entender cómo reconciliar al corazón herido con la conciencia que anhela paz.

He pensado mucho en el perdón.

Quizás demasiado.

¿Me creerían si les digo que los libros de los cuales aprendí a leer, en casa, fueron la Biblia y los de filosofía estoica? ¡Hacen bien en dudar!

Literalmente no fue así. De niña no tuve en mis manos ni la Biblia ni libros de los filósofos estoicos; pero en esencia sí: aprendí a “leer” la vida en base a los dogmas que pregonaban. Cada pensamiento, cada palabra y cada acción de mis padres… eso me enseñaban. Así crecí, en coherencia, creyendo que la virtud era la única forma de vida.

He amado, Señor.

He amado hasta el cansancio, hasta quedarme sin fuerzas, hasta sentir que mi corazón sangra en silencio.

Y también he perdonado. Perdonado cuando la herida estaba aún abierta, cuando la voz de mi orgullo gritaba que no debía hacerlo, cuando mi razón decía que callar era claudicar.

Pero el perdón ha sido una de las virtudes que más me ha costado aprender.

A veces siento que es una palabra luminosa, como un río que limpia las piedras del alma. Pero otras veces, confieso, me pesa. Porque ¿qué tan sano es perdonar tantas veces? ¿Hasta dónde el perdón libera… y hasta dónde me expone a nuevas heridas?

Los estoicos enseñaban que la verdadera fuerza está en gobernarse a uno mismo. Séneca escribió: “Nada se asemeja más a los dioses que un hombre que, puesto en poder de vengar, perdona.” Y sí, yo quiero esa grandeza. Quiero ser esa mujer que no se deja arrastrar por la ira, que elige la serenidad, que sabe que el rencor es una cadena invisible. Pero, Señor, qué difícil es cuando el dolor todavía late, cuando la herida no ha cerrado del todo.

La Biblia, por su parte, me habla con ternura y con exigencia: “Perdona, como Dios te perdonó.” Y yo lo sé, lo creo. He sentido tu perdón, Señor, tantas veces en mi propia vida. Pero cuando se trata de mí, de mis dolores más hondos, ahí brota la duda.
¿Es justo seguir perdonando cuando parece que el otro no cambia?
¿Es bondad… o es ingenuidad?

Y es ahí, en ese justo momento, cuando viene a mi mente aquella escena donde Pedro —él también dudaba, como yo ahora— te preguntó, casi buscando un límite: “¿Hasta siete veces he de perdonar a mi hermano?” Y tu respuesta fue desbordante: “No te digo hasta siete, sino aun hasta setenta veces siete.”

Y sí, Señor, ello me quiebra la lógica. Porque mi razón estoica me dice que perdonar es liberarme yo, no necesariamente reconciliarme con quien hiere. Y tu Palabra me dice que el perdón es amor sin medida, que no lleva cuentas, que no calcula.

Dogmas que hablan de lo mismo como virtud indispensable para la paz interior, pero enfocados en direcciones diferentes. Las dudas me invaden, enmarañando mi conciencia.
Turbiedad que me llama al debate, que abre un persistente diálogo interior: Entre mi razón que busca equilibrio y tu voz que me llama a la gracia. Entre mi humanidad que duda, y tu eternidad que abraza. Entre mi dolor que todavía sangra, y tu promesa de que el perdón siempre sana.

Quizás, Señor, el perdón infinito no sea una orden imposible, sino un camino para vivir más ligera, más libre, más tuya. Y aunque hoy todavía me duela, aunque hoy todavía me pregunte si es sano perdonar tanto, confío en que en ese acto —tan frágil y fuerte— me acerque un poco más a Ti, y me acerque también a la mujer que deseo ser: consciente, libre, y en paz.

Pero no olvides, soy humana, Señor.
Y en mi humanidad, el perdón duele.
Duele porque amar duele, porque la humildad cuesta, porque la fe se tambalea cuando el corazón está herido.

Tampoco olvides que aquí estoy, sin rendirme.
Cansada, pero de pie.
Dudando, pero aun creyendo.
Perdonando, aunque me cueste la piel y el alma.

Dame, Señor, el coraje de los estoicos, la humildad de tus santos y la fe de quien sabe que al perdonar, aunque me duela, me acerca a Ti.

Y si he de perdonar infinitamente, enséñame que no es debilidad, sino fortaleza;

que no es derrota, sino victoria;

que no es rendición, sino pacto con tu paz.

¡Amén!

 Epílogo

Hoy sé que el perdón no es una meta alcanzada, sino un camino que se recorre una y otra vez, con las manos temblorosas y el alma en vigilia. A veces me siento fuerte como Séneca, otras frágil como Pedro, pero en ambas versiones de mí encuentro un mismo anhelo: la libertad que da soltar. Perdonar no borra lo vivido, pero limpia el alma para seguir amando. Y aunque siga dudando, sigo eligiendo perdonar, porque he descubierto que en ese gesto —tan humano y tan divino— se esconde el milagro de seguir existiendo con esperanza.

 “Solo quien ha dudado profundamente entiende la grandeza del perdón.”


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