Ana Margarita Pérez Martín
Dedicatoria
A
todas aquellas almas que han tenido que aprender a caminar sin la mano de su
compañera o compañero de vida.
Sentada
estaba —paralizada de miedo— frente a la cama donde yacía él. El cuarto de
hospital parecía conjurado para el desconsuelo: paredes desnudas, olor
penetrante a desinfectante, y una luz de neón que parpadeaba como si acompañara
su agonía.
Fijaba
la mirada en su cabello, enmarañado de tanto cabecear, una lucha inútil contra
un destino ya sellado. Le sorprendía el brillo de aquellas hebras: hilos de
plata y acero retorcidos, resplandeciendo como bajo una luna cruel. La cama,
deshecha por su cuerpo contorsionado, mostraba las huellas de sus manos
crispadas que habían arrancado la deslucida manta verde agua.
Él
respiraba con dificultad; cada exhalación era un suspiro de despedida. El
rostro, contraído en dolor, parecía rezar en silencio mientras sus párpados
cerrados guardaban la sombra de un llanto contenido.
Ella
lo observaba, y con él, repasaba toda una vida.
Su
amor había sido callado, austero en palabras, casi invisible en los gestos que
suelen sostener a una pareja. Y, sin embargo, había estado ahí, presente en
otra forma: en el calor compartido de las noches, en la fuerza de un deseo que
no admitía discursos, en los hijos que nacieron como testigos silenciosos de
esa unión. Fue un amor distinto, hecho de silencios y presencias corporales, de
huidas hacia dentro y de encuentros donde el cuerpo decía lo que la voz
callaba.
De
repente, él se aquietó. Abrió los ojos y los dejó vagar en la nada. Su rostro
se suavizó, rejuvenecido por un instante imposible; una sonrisa se dibujó en
sus labios, como si acabara de sellar un pacto secreto con Dios. La luz cesó de
titilar. Él dejó de estremecerse. El tiempo se suspendió, y la paz se hizo.
Él
partió ligero, como quien se entrega al descanso. Ella sintió entonces cómo
empezaba a morir de a poco, atrapada en una soledad helada. Se levantó con
torpeza, el cuerpo tan pesado como su alma, y salió de aquella habitación fría
de la misma manera en que había entrado…
…sin el
abrazo que nunca llegó,
sin la mano entrelazada que señalara un camino compartido,
sin el “te amo” que pudiera sostenerla más allá de la muerte.
“Dedicado
a todos los hombres y mujeres que, tras perder a su cónyuge, descubren que el
amor no muere: se transforma en memoria y en herida.”
No hay comentarios:
Publicar un comentario