“La vida es un flujo constante; la escultura nunca es definitiva.” Marco
Aurelio
Ana Margarita Pérez Martin
Introducción
Cada
vez que tomo la palabra para escribir, siento que mis manos no son del todo
mías. Son herramientas de algo más grande, más sabio, más invisible. He
aprendido que entre la razón y la fe existe un territorio donde habita el
asombro, y es ahí donde mi pensamiento se posa para intentar comprender quién
es el verdadero artífice de mi destino.
Al
mirar mi vida, descubro que no siempre soy yo quien esculpe, aunque a menudo
crea tener el cincel. Hay una fuerza —callada, paciente, amorosa— que corrige
mis trazos y redefine mi obra. Por eso escribo estas líneas: para reconocer en
ese misterio la presencia del Artista supremo, aquel que modela con precisión
divina cada instante de mi existencia, incluso cuando yo creo estar creando.
Sé
que resulta extraño –casi como un golpe dado con la mano abierta de la
soberbia– que empiece a escribir esta página con una negación. Se preguntarán
ustedes: ¿Quién soy yo para debatir el pensamiento del filósofo Arthur
Schopenhauer, quien afirmaba que “El destino reparte las cartas, y nosotros
jugamos”? Les daré una respuesta fácil e inescrutable como un axioma que no
acepta prueba en contrario: ¡Soy yo! Que, al igual que él, he sido creada de
carne, hueso, agua y electricidad; más aún, del mismo polvo y barro efímero,
encendido por la chispa divina que habita la materia y sostenida por el pneuma
racional…
Y yo
afirmo lo contrario: nosotros echamos las cartas y ¡Dios hace la jugada!
Empiezo
desde ahí, porque ese “ahí” es el comienzo y el final de todo.
Lo
he dicho infinidad de veces –desde que la memoria me muestra sus registros– y
lo sostengo aún hoy. No por capricho. Por experiencia. Por conciencia.
Estoy
sentada en un lugar alto de Madrid. La observo, la siento lejos e inmensa, como
lo que es: el gran escenario de mi vida. Compleja, tanto como las emociones que
batallan dentro de mí.
Cuando
nuestro mundo es grande, la vista es panorámica. Pero cuando nuestro mundo se
pone chiquito… los detalles nos desbordan:
¿Qué
hago yo aquí, en la tierra de mis ancestros, pero extranjera para mí?
Mil
preguntas como esa rayan mi mente. Bajo la cabeza. Desvío mi mirada hacia mis
adentros. Brotan de mis ojos lágrimas a su albedrío, sin control, como reos que
se fugan de la más cruel de las cárceles: ¡la verdad!
Una
verdad que lacera, duele, incapacita… nuestro destino no está en nuestras
manos, solo lo creamos en nuestra mente. Escogemos piedras para esculpirlo,
darles forma a nuestra manera: la que nos gusta, la que soñamos, la que
queremos.
Y,
de repente, los dedos del sarcasmo dibujan en mí una sonrisa forzada e
inesperada. Crean surcos por donde se deslizan todas esas lágrimas. Mi boca se
las traga, como sumidero que recoge el excedente. Lo desecha, arrastrándolo al
océano de lo efímero, de la memoria perdida.
¿Cuál
es esa “verdad” de la que pretende escapar mi impotencia, mi frustración… y
sobre la cual deposito toda mi fe y esperanza?
Esa
pregunta trae de vuelta a mi memoria todas aquellas palabras sagradas y
plegarias, repetidas día a día en los santos lugares donde transcurrió mi
infancia y juventud. Las que me moldearon humana como si fuese de barro secado
por aquel aliento divino, origen del todo; las que encendieron mi alma como
chispa sobre papel seco de toda banalidad.
También
vienen a mi mente las voces de filósofos y pensadores. Todas al mismo tiempo:
palabras y plegarias se fusionan. Se vuelven una, se convierten en mi propia
voz.
Miro
hacia atrás. Me veo de pie, esculpiendo las piedras que encuentro en el camino
o moldeando el barro según mi diseño de vida, persiguiendo mis sueños, solo
para verlas desbaratadas con la última cincelada, en el último rotar del torno…
Descubro
entonces que no son mis manos las que culminan la obra: son las de Dios. Y así,
desbaratadas, son la obra perfecta. Dirigen mis pasos a otra dirección. Me
ubican en el presente: el futuro del ayer, el pasado del mañana.
En tiempo,
forma y espacio… ¡Él es el artista de mi vida como obra!
El azar no
existe: yo echo las cartas, pero ¡Él hace la jugada!
Abrazo
la vida tal como viene, con sus grietas, luces y sombras, con toda mi fuerza
interior… llevándola a donde me indique la fuerza suprema. Con humildad, sin
resistencia. Con plena conciencia y voluntad en ello. Sí, como lo dijo
Jeremías: “Señor, yo sé que el camino del hombre no está en sí mismo; no es del
hombre dirigir sus pasos.”
Epílogo
Al
llegar al final de estas reflexiones, comprendo que mi vida entera ha sido un
taller silencioso donde las manos de Dios y las mías trabajan juntas. Yo pongo
la intención, el deseo, la forma inicial… pero es Él quien da sentido,
equilibrio y destino a cada trazo.
He
dejado de luchar contra lo que no entiendo. Acepto las grietas, los quiebres,
las sombras, porque también ellas forman parte de la obra. He aprendido que no
se trata de controlar el resultado, sino de entregarme al proceso, confiando en
que cada fragmento cumple su propósito.
Hoy
miro mis manos y las reconozco humildes, imperfectas, pero bendecidas por el
toque del verdadero Creador. Y en ese instante, sé que la escultura de mi vida
—aunque incompleta— ya es perfecta, porque en ella habita Su huella.
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