Dedicatoria:
“A quien se atreva a mirar y sentir.
Que mi palabra sea semilla y espejo,
que la mente nunca silencie tu voz,
y la conciencia te regale siempre el océano
donde cada ola pueda nacer, romperse y renacer.
Que tu lectura y mi escritura iluminen corazones
y suavicen juicios”.
Introducción
Hay
amaneceres que no comienzan afuera, sino dentro de uno.
Despierto antes que el día y siento que el verdadero ruido no está en la
ciudad, sino en mi mente, que no deja de pensar, de analizar, de medir. A veces
quisiera callarla, otras, escucharla. En ese espacio diminuto entre el
pensamiento y el silencio se abre un abismo, y allí empiezo a reconocerme: no
como cuerpo ni como nombre, sino como algo que observa —desde más lejos y más
hondo— todo lo que ocurre.
Vivo buscando ese punto donde la mente se rinde y la conciencia toma forma.
Donde el juicio se disuelve en comprensión, y lo humano se reconcilia con lo
divino que lo habita.
5:00
a. m. Suena la alarma. Abrir los ojos y levantarse: un solo acto. Automático.
Prepararse también. Todo está previsto, nada queda al azar. El tiempo,
incansable, fluye como un río que arrastra mis minutos.
Camino
hacia la calle. Mi rutina es precisa, casi mecánica, pero algo en mí observa,
analiza, siente. La ciudad duerme aún, envuelta en un murmullo de sombras y
luces que parecen respirar. Yo avanzo entre figuras que son reflejos de otras
vidas, sombras que no me pertenecen, pero me rozan el alma.
Es
la hora en que la noche se resiste a morir y el alba titubea, dibujando un
contorno tenue sobre edificios y árboles. Aquí coinciden, sin tocarse, quienes
buscan reconstruirse y quienes arrastran ruinas de destrucción. Almas
paralelas, opuestas. No se atraen; se repelen desafiando leyes de la física, y
aun así coexisten en un mismo espacio suspendido entre sueño y vigilia.
Avanzo
y observo a los demás: su mirar, sus gestos, la energía de su andar, sus
imperfecciones visibles o el desorden en su aspecto, en su actitud, en su forma
de mostrarse al mundo. Brota un juicio inmediato, un prejuicio instintivo. La
mente me empuja a separarlos, a rechazarlos, obviando que cada vida lleva su
historia, cada cuerpo su dolor, cada alma su razón, como libros abiertos que
nunca se nos prestaron, secretos que caminan en paralelo a nuestro juicio, y es
la conciencia la que los devela.
Dentro
de mí, la mente y la conciencia libran su batalla. Una es crítica, exigente,
temerosa de la vulnerabilidad, como un látigo invisible que azota mi serenidad.
La otra: comprensiva, abierta, dispuesta a mirar más allá de lo visible, como
un río que suavemente desgasta las piedras del juicio.
Y
entonces intuyo: la mente es impulso, forma, movimiento; ola que se eleva y se
quiebra en la superficie de mi ser. La conciencia, en cambio, es el océano
silencioso donde esa ola nace y muere; inmenso, inabarcable, capaz de
contenerlo todo sin perderse en nada. La primera me ata con cadenas invisibles;
la segunda abre ventanas hacia un horizonte infinito, donde todo puede ser
mirado sin condena.
El
conflicto es intenso, silencioso: un instante quiero huir, al siguiente
abrazar. Una voz condena; otra perdona. Cada paso me acerca a la decisión:
actuar desde la dureza o desde la compasión. La lucha no es con ellos, sino
conmigo misma, con mi reflejo multiplicado en cada rostro que cruzo.
El
mundo sigue, indiferente. Yo descubro, en un mismo latido, mi fragilidad y mi
fuerza. Hay vergüenza y compasión; rechazo y ternura. La experiencia se vuelve
mística en su quietud: reconocer que no hay verdades absolutas, que cada juicio
refleja algo propio, y que la conciencia puede elevarse si dejo que el amor y
la comprensión guíen mis actos.
Finalmente,
paso de largo. Sigo observando. Ya no critico. No necesito castigar, ni ser
castigada. La mente se aquieta, la conciencia respira, y en ese instante
sencillo, cotidiano, me asalta una certeza: la vida no se mide en juicios ni
certidumbres, sino en la claridad con que aprendemos a mirar, en la capacidad
de hallar luz donde antes solo había sombras.
Epílogo
Cuando
vuelvo a mí después del tránsito de cada pensamiento, descubro que la batalla
nunca fue entre el bien y el mal, ni entre lo correcto y lo incorrecto. Fue
entre la mente que teme y la conciencia que comprende. Ahora lo sé: no necesito
apagar mi mente, solo enseñarle a escuchar. No necesito eliminar el juicio,
sino volverlo espejo. Cada rostro que cruzo me devuelve una lección; cada
sombra que observo me muestra una luz que antes no veía. La ola que soy se
sigue moviendo, pero ya no teme romperse, porque sabe que el océano la
sostiene. Y así camino, consciente, serena… siendo a la vez ola y profundidad,
pensamiento y silencio, mente y alma.
“Muchas
olas me empujan a la orilla; un océano me sostiene en la profundidad.”
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