LOLA Y SUS ENREDOS: (LIII) EL FINAL
El día estaba maravilloso. Salía el sol después de haber estado toda la mañana lloviendo; una lluvia suave y fría como la seda. Era esa época del año en que coincidían las estaciones. Todo húmedo, verde y floreado, por la lluvia y el sol. Tiempos de romances y nostalgias, de siembras y cosechas. El tiempo todo lo puede y todo lo invade, dejando su infalible huella; pero, en fin, ese es el destino inexorable de la naturaleza y de la humanidad: cambiar, para bien o para mal.
- Por Dios! La misa de difuntos de esta mañana… se me hizo eterna. José debería retirarse ya, se ha puesto chocho. Alarga mucho sus sermones y, sin darse cuenta, empieza a hablar en latín. No, no, no… que va! Es insoportable estar casi dos horas de pie o sentada, no aguanto mis caderas ni mi espalda! –se quejaba Doña Ana, al referirse a la precoz senilidad de su amigo, el cura Don José.
- Abuela Ana, han pasado los años… y los años no pasan como si nada! Fíjate, tú estas también chocha; vives quejándote de todo y por todo. –le acotó Anita, muerta de la risa, mientras acomodaba una silla para que su abuela se sentara y descansase los pies. Antonio sonreía, porque ellas dos siempre se enganchaban en un tema. Todo lo que dijera su abuela, Anita lo remedaba y viceversa. Eran, como dicen por ahí, uña y sucio!
- Ninguno de ustedes se atreva a pasar con los zapatos llenos de barro, con esta lluvia el camposanto estaba hecho un pantano. Lávense las caras y manos, todos directos a la cocina, que vamos a almorzar! –le advertía Antonio a los muchachos. Temprano habían asistido a la misa de difuntos y luego pasaron por el cementerio para llevarle flores a sus muertos. Antonio se sentó en la mesa, en silencio. Siempre, en esta fecha, la melancolía era su mejor compañía. Aunque les repetía a los muchachos, una y otra vez, que recordasen con alegría a su madre… era él quien obviaba este consejo. No importaba que hiciese lo que hiciese, siempre terminaba con los ojos llenos de lágrimas. No solo la recordaba, sino que la extrañaba en demasía. Los muchachos se sentaron en la mesa con desorden y algarabía. El almuerzo sería especial ese día, pues Luis Antonio, el cuatro de ocho, diez años cumplía. Sus hermanos lo llamaban “cuatro”, porque de ocho fue el cuarto varón y el cuarto rubio. El, ante este sobrenombre, no tardaba en manifestar su enojo, recalcándoles que se llamaba Luis Antonio. Entre risas y protestas, los siete reclamaban la comida; pero esta no se servía porque no estaban presentes todos: faltaba Anita.
- No se vale, papá, es mi cumpleaños y quiero comer ya. No es justo que Anita se haga esperar! – se quejó el cumpleañero. Antonio, soltando un suspiro, ordenó a los chicos tener paciencia y guardar compostura. Se levantó y fue directo a la escalera, se paró al pie de la misma.
- Anita, Anita… te estamos esperando para almorzar, se están amotinando! –le gritó Antonio, desde lo bajo, a su consentida. Ella bajó las escaleras lentamente, con su amplia sonrisa; una de esas que ablandan el más duro corazón. Mientras bajaba, uno a uno los escalones, lo miraba con esos grandes ojos azules y llenos de amor, como los de Lola. Tenía sus brazos a la espalda, escondiendo algo en sus manos. Al llegar donde estaba él, se sentó en un escalón y lo invitó a sentarse, haciéndole señas con una de las manos. El se sentó con una risa contenida, siguiéndole el juego. Anita puso frente a él una gran caja blanca con un moño azul brillante.
- Qué es esto, cariño? –le preguntó intrigado, agarrándolo con sus manos y apoyándolo sobre sus muslos.
- Es un regalo para Luis Antonio. Ábrelo! –le dijo Anita con dulzura. Antonio lo abrió. Dentro se encontraba una especie de libro, teniendo cartulina como portada. Lo hojeó, encontrándose con muchas hojas mecanografiadas y fotografías insertas; lo había titulado: LOLA Y SUS ENREDOS. Los ojos se le llenaron de lágrimas y apretó sus mandíbulas para ahogar el llanto.
- Es lo que yo creo… la historia de tú mamá, de mi Lola? –le preguntó con la voz entrecortada, gimoteando.
- Si papá, por lo menos lo que yo recuerdo… y otras cosas que mi abuela Ana, mis tías, Matilde, las nanas, Teresa y, bueno, casi todos algo me han dicho... hasta tú, quien has sido quien más me ha contado! Te gusta? – Le preguntó por preguntar, pues era evidente que sí. Lo abrazó fuertemente y le dijo al oído:
- Saqué muchas copias, a todos les he dejado la suya sobre sus camas… en especial a ti, que fuiste su adoración. Te amo papá, no lo olvides nunca! – Guardó el obsequio dentro la caja, se levantó y se fue directo a la cocina. Antonio la miraba mientras se iba, al tiempo que su corazón se comprimía; Anita ya era toda una mujer, bien criada, igualita a su Lola y había cumplido su palabra: que haría lo que fuera para que a su madre nadie la olvidara! Sentado en la escalera se quedó con su melancolía y con su alegría; con su frustración y su satisfacción. Desde ahí escuchaba las exclamaciones de los muchachos al ver el regalo de Anita. Ella le contaba cosas, cosas que ellos preguntaban. De vez en cuando lloraban y otras veces reían. Antonio sonrió, la risa de ellos era bálsamo para su alma acongojada. Lola se fue… pero no lo dejó solo; le dejó el más grande de los tesoros! FIN.-
Ana Margarita.-
NOTA: La foto que ilustra el presente relato fue bajada de Imágenes de Google; se desconoce autor o propietario, a ellos los méritos y derechos que puedan corresponderle.
AGRADECIMIENTO: Todos en algún grado o medida, en una forma u otra, en un momento o todo el tiempo, bien o mal, poco o mucho… tendemos a rayar hojas en blanco; porque es de la naturaleza del ser humano expresarse libremente: sean simples ideas o grandes pensamientos; emociones o sentimientos, real o ficticio… que importa lo que se exprese, lo importante es expresarse! Ustedes me han acompañado en esta gran aventura de rayar hojas, gracias por ello, por estar ahí escuchando, apoyando y estimulando; a ustedes les dedico este capítulo.
El día estaba maravilloso. Salía el sol después de haber estado toda la mañana lloviendo; una lluvia suave y fría como la seda. Era esa época del año en que coincidían las estaciones. Todo húmedo, verde y floreado, por la lluvia y el sol. Tiempos de romances y nostalgias, de siembras y cosechas. El tiempo todo lo puede y todo lo invade, dejando su infalible huella; pero, en fin, ese es el destino inexorable de la naturaleza y de la humanidad: cambiar, para bien o para mal.
- Por Dios! La misa de difuntos de esta mañana… se me hizo eterna. José debería retirarse ya, se ha puesto chocho. Alarga mucho sus sermones y, sin darse cuenta, empieza a hablar en latín. No, no, no… que va! Es insoportable estar casi dos horas de pie o sentada, no aguanto mis caderas ni mi espalda! –se quejaba Doña Ana, al referirse a la precoz senilidad de su amigo, el cura Don José.
- Abuela Ana, han pasado los años… y los años no pasan como si nada! Fíjate, tú estas también chocha; vives quejándote de todo y por todo. –le acotó Anita, muerta de la risa, mientras acomodaba una silla para que su abuela se sentara y descansase los pies. Antonio sonreía, porque ellas dos siempre se enganchaban en un tema. Todo lo que dijera su abuela, Anita lo remedaba y viceversa. Eran, como dicen por ahí, uña y sucio!
- Ninguno de ustedes se atreva a pasar con los zapatos llenos de barro, con esta lluvia el camposanto estaba hecho un pantano. Lávense las caras y manos, todos directos a la cocina, que vamos a almorzar! –le advertía Antonio a los muchachos. Temprano habían asistido a la misa de difuntos y luego pasaron por el cementerio para llevarle flores a sus muertos. Antonio se sentó en la mesa, en silencio. Siempre, en esta fecha, la melancolía era su mejor compañía. Aunque les repetía a los muchachos, una y otra vez, que recordasen con alegría a su madre… era él quien obviaba este consejo. No importaba que hiciese lo que hiciese, siempre terminaba con los ojos llenos de lágrimas. No solo la recordaba, sino que la extrañaba en demasía. Los muchachos se sentaron en la mesa con desorden y algarabía. El almuerzo sería especial ese día, pues Luis Antonio, el cuatro de ocho, diez años cumplía. Sus hermanos lo llamaban “cuatro”, porque de ocho fue el cuarto varón y el cuarto rubio. El, ante este sobrenombre, no tardaba en manifestar su enojo, recalcándoles que se llamaba Luis Antonio. Entre risas y protestas, los siete reclamaban la comida; pero esta no se servía porque no estaban presentes todos: faltaba Anita.
- No se vale, papá, es mi cumpleaños y quiero comer ya. No es justo que Anita se haga esperar! – se quejó el cumpleañero. Antonio, soltando un suspiro, ordenó a los chicos tener paciencia y guardar compostura. Se levantó y fue directo a la escalera, se paró al pie de la misma.
- Anita, Anita… te estamos esperando para almorzar, se están amotinando! –le gritó Antonio, desde lo bajo, a su consentida. Ella bajó las escaleras lentamente, con su amplia sonrisa; una de esas que ablandan el más duro corazón. Mientras bajaba, uno a uno los escalones, lo miraba con esos grandes ojos azules y llenos de amor, como los de Lola. Tenía sus brazos a la espalda, escondiendo algo en sus manos. Al llegar donde estaba él, se sentó en un escalón y lo invitó a sentarse, haciéndole señas con una de las manos. El se sentó con una risa contenida, siguiéndole el juego. Anita puso frente a él una gran caja blanca con un moño azul brillante.
- Qué es esto, cariño? –le preguntó intrigado, agarrándolo con sus manos y apoyándolo sobre sus muslos.
- Es un regalo para Luis Antonio. Ábrelo! –le dijo Anita con dulzura. Antonio lo abrió. Dentro se encontraba una especie de libro, teniendo cartulina como portada. Lo hojeó, encontrándose con muchas hojas mecanografiadas y fotografías insertas; lo había titulado: LOLA Y SUS ENREDOS. Los ojos se le llenaron de lágrimas y apretó sus mandíbulas para ahogar el llanto.
- Es lo que yo creo… la historia de tú mamá, de mi Lola? –le preguntó con la voz entrecortada, gimoteando.
- Si papá, por lo menos lo que yo recuerdo… y otras cosas que mi abuela Ana, mis tías, Matilde, las nanas, Teresa y, bueno, casi todos algo me han dicho... hasta tú, quien has sido quien más me ha contado! Te gusta? – Le preguntó por preguntar, pues era evidente que sí. Lo abrazó fuertemente y le dijo al oído:
- Saqué muchas copias, a todos les he dejado la suya sobre sus camas… en especial a ti, que fuiste su adoración. Te amo papá, no lo olvides nunca! – Guardó el obsequio dentro la caja, se levantó y se fue directo a la cocina. Antonio la miraba mientras se iba, al tiempo que su corazón se comprimía; Anita ya era toda una mujer, bien criada, igualita a su Lola y había cumplido su palabra: que haría lo que fuera para que a su madre nadie la olvidara! Sentado en la escalera se quedó con su melancolía y con su alegría; con su frustración y su satisfacción. Desde ahí escuchaba las exclamaciones de los muchachos al ver el regalo de Anita. Ella le contaba cosas, cosas que ellos preguntaban. De vez en cuando lloraban y otras veces reían. Antonio sonrió, la risa de ellos era bálsamo para su alma acongojada. Lola se fue… pero no lo dejó solo; le dejó el más grande de los tesoros! FIN.-
Ana Margarita.-
NOTA: La foto que ilustra el presente relato fue bajada de Imágenes de Google; se desconoce autor o propietario, a ellos los méritos y derechos que puedan corresponderle.
AGRADECIMIENTO: Todos en algún grado o medida, en una forma u otra, en un momento o todo el tiempo, bien o mal, poco o mucho… tendemos a rayar hojas en blanco; porque es de la naturaleza del ser humano expresarse libremente: sean simples ideas o grandes pensamientos; emociones o sentimientos, real o ficticio… que importa lo que se exprese, lo importante es expresarse! Ustedes me han acompañado en esta gran aventura de rayar hojas, gracias por ello, por estar ahí escuchando, apoyando y estimulando; a ustedes les dedico este capítulo.