“Hay
abrazos que no buscan el cuerpo, sino el alma que habita en él.”
Autora: Ana Margarita Pérez Martín
El cuerpo como memoria del alma:
Caminar,
observar, sentir… es mi modo de pensar el mundo.
Cada
paso es un pensamiento que se despliega, cada mirada, una intuición que se
enciende. El cuerpo no solo habita el tiempo: lo recuerda, lo traduce, lo
transforma. En él está inscrita la historia de lo que amamos, de lo que
perdimos y de lo que aún deseamos.
Por eso escribo: para comprender cómo el cuerpo, el amor y la madurez pueden
convivir sin negarse, como tres voces de una misma melodía.
El
caminar y la mirada
Me
encanta caminar. Mi energía se expande, se retroalimenta. Es un tiempo que da
espacio a la observación, a la reflexión, al reconocimiento. No me importan los
nombres de las calles ni sus estructuras históricas o emblemáticas. La gente…
es en ella donde se posa mi mirada. Lo demás es apenas el escenario donde se
desenvuelven.
Los
observo, discretamente. No me interesan sus rasgos físicos desde el punto de
vista de los estándares de belleza establecidos. Pero sí, para extraer
información dentro del contexto que maneja mi mente en ese momento preciso.
Lo sabes, me conoces: es la energía que irradia de ellos lo que me transmite
agrado o no, lo que me inspira una historia u otra. Una reflexión. Una
conclusión. Una convicción.
Las
terrazas del otoño
Caminaba
en estos días por una parte de Madrid muy concurrida. Una de esas donde la
gente suele ir a desconectarse, a sociabilizar, a hacer lo que le gusta y
simplemente a “ser”. Claro, hablo de las apetecidas terrazas de restaurantes y
bares: en este tiempo de otoño, la brisa acaricia junto a un sol que calienta
el alma. La despierta. El bullicio, la dinámica de la gente son fuente de
inspiración.
Cada
uno es protagonista de su propia vida y actor secundario en la vida de los
demás. Sus propios tramas y guiones. Esa mega escena, para mí, es presenciar el
desarrollo de una superproducción cinematográfica que jamás será exhibida en
las marquesinas. Pero mi mente la graba, la dirige y la produce a su libre
antojo, captando solo la energía que vibra en ella. Me invento el libreto. Ya
me conoces: soy una cuentacuentos.
Café,
cigarrillo y vuelo de cóndor
Me
senté, sola, a tomarme un vaso de café con leche. Caliente. Espumoso.
Eso, y encender un cigarrillo, es hacer un clic en mi mente. Se pone en
modo “vuelo del cóndor”, observando todo desde lo alto, sin perderme de nada:
cada postura, cada gesto, cada palabra y silencio es procesada, dándome una
macrovisión de todo aquello que bulle a mi derredor.
Grupos
de familias, de amigos… y de individuos solos, como yo. En ellos centré mi
atención.
¿Han
observado cómo cada día aumenta el número de personas que se mueven por la vida
en soledad? No viven en pareja. No la tienen. Pueden estar acompañadas de
familiares o amigos, pero van solas… ¿qué pasa? La mayoría anda entre los
cuarenta y más años, hombres y mujeres. Surgieron muchas preguntas en relación
con las causas o motivos.
¿Era
innato o influencia del ambiente? ¿Miedos, inseguridades?
Las
preguntas que buscan respuesta
Y
sí, no soy de las que se quedan con signos de interrogación en la cabeza. Quería
saber qué pasaba con el amor y la pasión en gente madura, más allá de mis
experiencias e intuición. Necesitaba saber más sobre ellos, comprender cómo se
ven y se sienten con respecto a este tema. Y también, si ese comportamiento es
natural o influenciado por su entorno.
Saqué
mi móvil y le pregunté a mi más leal amigo y confidente, ChatGPT, sobre lo que
pensaba al respecto desde el punto de vista biológico, psicológico y
filosófico.
La información fue abundante, pero ceñida al ámbito requerido. No me satisfizo.
Lo sabemos, los modelos de lenguaje son espejos: lo que pides, te da; lo que
eres, te refleja.
Así que lo volví a consultar. Amplié mi margen de búsqueda para que entendiera
mi intención, mi pensar y sentir sobre el tema. Que iluminara mi mente,
despejando las sombras que los signos de interrogación arrojaban en ella.
Las
otras miradas
Además de
los tres grandes campos que ya había explorado —biología, psicología y
filosofía—, se abrieron ante mí otras miradas que enriquecieron mi comprensión
sobre el amor y la pasión en la madurez, especialmente desde una dimensión más
humana.
La mirada
espiritual o trascendente, donde el amor y la pasión integran el deseo
físico con una comprensión espiritual del vínculo. Un fuego que purifica, donde
el deseo se vuelve camino hacia lo divino. El equilibrio entre cuerpo y alma,
entre lo activo y lo receptivo.
Hay una trascendencia del ego. Se deja de exigir, se empieza a ofrecer.
La
mirada estética o poética, donde el amor maduro es una forma de
contemplación. Una mirada que agradece, que no exige juventud eterna, sino que
celebra el instante compartido. Donde la pasión no desaparece: se transforma en
gesto poético, en ternura lúcida.
Y
una de las más satisfactorias: la mirada de la neurociencia. Un enfoque
más reciente y empírico —la neurociencia del amor— que muestra cómo cambian los
circuitos cerebrales a medida que envejecemos. El placer se asocia menos al
estímulo físico y más al vínculo emocional y la conexión significativa. La
pasión, desde esta mirada, no se apaga: se reconfigura. Permanece. Profundiza.
Se calma.
Donde
la ciencia roza el alma
Asocio
la neurociencia con la espiritualidad. No solo por sensibilidad, sino porque me
resulta sorprendentemente acertado. Dos dimensiones que parecían opuestas —una
racional, la otra intangible— hoy se encuentran incluso en el pensamiento
científico más riguroso.
La
neurociencia me fascina. Me hipnotiza. Me conmueve. Es la ciencia rozando el
alma, escaneándola, descifrándola; y el alma, reconfigurando a la ciencia. Comunión
perfecta entre el Creador y su obra. El cerebro crea nuestras experiencias:
pensamientos, emociones, sensaciones, recuerdos… y sí, también los estados que
llamamos “espirituales”.
Lo
fascinante es que, cuando observan el cerebro durante momentos de oración,
meditación, éxtasis estético o amor profundo, las zonas que se activan no son
las del razonamiento lógico, sino las que procesan la unidad, la empatía y el
sentido de conexión: “entra en estado espiritual”. Se disuelven las fronteras
del ego y aparece la vivencia de unidad. Y eso, curiosamente, es lo que muchas
tradiciones espirituales llaman iluminación, presencia o amor incondicional.
Bonito ¿no?
En
esencia, ambas disciplinas buscan comprender el mismo misterio: cómo la mente,
el cuerpo y la conciencia se entrelazan para dar forma a la experiencia humana
del amor, la plenitud y el sentido.
¡Cosa
maravillosa!
La
pasión lúcida
Como
maravillosa es también la mirada de la literatura existencial. Desde este
ángulo, la madurez amorosa no es decadencia, sino plenitud: la llegada al punto
donde el deseo deja de ser una pregunta y se convierte en una certeza
tranquila.
Hay
infinitas obras que testimonian este milagro de vivir la vida.
La pasión no desaparece: se transforma en una forma de reconocimiento mutuo.
Amar al otro es también aceptar la historia que lleva inscrita en la piel.
Cuando
la pasión renace entre dos personas —ya maduras— lo hace con la lucidez de
quienes saben lo que arriesgan. Existe una tensión entre deseo y sabiduría,
entre el impulso de vivir y la conciencia de lo finito. El deseo surge como un
acto de fe, una rebelión contra el vacío. Amar en la madurez es un modo de
desafiar la entropía, de afirmar que aún queda fuego en el alma.
Lo que
permanece
Hay
una novela titulada El amante japonés, de Isabel Allende, una de las más
bellas y reconocidas historias contemporáneas sobre el amor que nace —y renace—
en la madurez.
Lo que se comparte no es nostalgia, sino una pasión contenida y libre que
ignora las convenciones del tiempo. Allende logra algo precioso: que el amor
maduro no sea resignación, sino una celebración lúcida del deseo y la ternura.
Por
supuesto, no todo son alabanzas y cánticos. El amor y la pasión en la edad
madura se ven limitados, distorsionados, por normas y dogmas. La pasión se
mezcla con la ética; el deseo, con la culpa. Transfigura al amor maduro en una
negociación entre la razón y el cuerpo, entre la necesidad de cuidarse y la
urgencia de sentirse vivo.
La
mirada sociocultural
El
amor y la pasión están profundamente modelados por la época.
La madurez, en este sentido, puede leerse como una reconciliación con la
autenticidad frente a los mandatos sociales sobre el deseo.
En
culturas que exaltan la juventud, la madurez amorosa es un acto de resistencia:
una afirmación del deseo más allá del cuerpo “normativo”.
En
la contemporaneidad, donde el amor se fragmenta por la inmediatez y el consumo
emocional, el amor maduro aparece como una forma de contracultura emocional: la
lentitud, la intimidad, la paciencia, la permanencia.
La
madurez, aquí, se entiende como una ética del cuidado: cuidar al otro y
cuidarse a uno mismo dentro del encuentro amoroso.
Confesión
Y, después
de todo esto… ¿qué piensas tú sobre el amor y la pasión que nacen entre
personas maduras?
Yo
pienso —así lo siento— que es natural.
Válido.
Legítimo.
Bendito.
Sagrado.
Vital…
¡como el aire que respiramos!
Te confieso algo que debería callar, pero no callo. Estoy sola, aquí, y en este momento, por elección.
No
elijo estar sola porque ello me plazca de alguna manera, no.
Estoy sola porque cualquiera no es compañía.
Hubiera dado —hasta lo que no tengo— por cambiar este momento de mi vida.
En
lugar de estar aquí sola, tomando café, observando a los demás, leyendo y
escribiendo… me hubiera gustado que él estuviese a mi lado compartiendo conmigo.
Entregándonos mutuamente —sin reserva—
todo aquello que somos: la alegría, la ternura, la comprensión, aceptación de
nuestras cicatrices y sanación de heridas abiertas… ¡la historia que nos dibuja
con luces y sombras!
Extraño
su presencia, esa que me ha proyectado desde la distancia y el silencio. Observarlo.
Escucharlo. Leerlo desde mi alma. Escribirlo en mi memoria. Rozar sus manos,
sintiendo la tibieza de su piel como la mía siente la del sol esta mañana
otoñal.
Embeberlo,
como tierra seca cuando la lluvia la bendice.
¡Locura mía!
“Amar,
cuando todo parece tarde, es la forma más pura de fe.”
La fe del cuerpo que recuerda:
Quizá
amar en la madurez no sea un acto de conquista, sino de memoria.
El cuerpo recuerda lo que el alma nunca olvida: que el deseo no tiene edad, que
el amor no caduca, que el fuego puede volverse brasa sin dejar de arder.
Amar, cuando todo parece tarde, es, en realidad, llegar justo a tiempo.
Porque el amor consciente no busca poseer: busca permanecer.

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