"El amor, incluso roto, puede salvar a quien queda."
Ana Margarita Pérez Martín
Prólogo
La
paciencia tiene un límite, y la bondad también puede agotarse.
Un padre que ama hasta la locura puede actuar sin pensar, arrastrado por un
impulso que no distingue entre justicia y venganza.
El deseo de proteger a quienes amamos nos hace torpes, feroces, humanos en su
estado más primitivo.
Y, aun así, lo único que importa al final es que quienes dependen de nosotros
encuentren un instante de paz, aunque nosotros no tengamos refugio posible.
Habían
sido meses duros.
Pero ese día fue una borrasca que se llevó vida y alegrías. Se oían los gritos
de ella, por el dolor, por el temor de perder a su criatura; estaba atorada en
su vientre: era ella o la niña.
Desde su
muerte —¿o debería decir desde el nacimiento de la niña?— la casa se quedó sin
alma.
Los días eran largos, torcidos, como el eco del llanto que ella dejó al partir.
El hombre
y la vieja se toleraban por necesidad: él, porque no sabía criar a una niña
recién nacida; ella, porque no podía soltar lo poco que le quedaba de su hija.
La muerte le había envenenado el corazón, y en cada gesto hacia la criatura se
filtraba el rencor.
—Te la
llevaste —susurró la vieja, con un hilo de voz—. Naciste robándome lo que era
mío.
La niña no
dijo nada. Solo bajó la cabeza, apretando sus manos.
Creció
encorvada, como si la tierra la llamara antes de tiempo. Su espalda era un arco
de ternura y resignación. No lloraba. No pedía. Solo observaba el mundo desde
abajo, como pidiendo disculpas por existir.
El hombre
la miraba en silencio, con una tristeza que lo carcomía. A veces pensaba que el
dolor se heredaba, que la casa entera se había encorvado con la niña.
Pero callaba. Siempre callaba…
hasta que una tarde la enfrentó.
La vieja
estaba en la cocina, removiendo un guiso agrio, con los dedos manchados de ajo
y tristeza.
—Suegra
—dijo él, con la voz áspera, como si le doliera pronunciar esa palabra—. Te
pido que la dejes en paz. Es una niña… no merece tu crueldad.
Ella
levantó la mirada, con el ceño arrugado como una tela vieja, y soltó un bufido.
—¿Crueldad?
—respondió—. No conoces el peso de criar en la desgracia. Si supieras lo que me
ha dolido verla así, torcida, marcada… como si la vida se burlara de mí a
través de ella.
—No te
burla —replicó él, apretando los puños—. La vida no se burla. Solo pide que la
amemos así, como vino, sin enderezarla a golpes.
Ella calló
un instante, mirando el humo que subía del puchero, como si allí buscara una
respuesta.
Luego dijo, con la voz quebrada:
—Lo
intentaré… de veras lo intentaré. Perdóname si mis tormentos se derraman en
ustedes. Pero no sé ser de otra manera.
Él la
miró, sabiendo que mentía sin querer. Que su promesa no era más que un eco
débil antes del grito.
Y, aun así, la besó en la frente, con una ternura resignada.
Aquella
noche, los gritos volvieron.
—Maldita
la hora en que la trajiste al mundo. ¡Una joroba en la sangre! —vociferaba,
para que el hombre la escuchara dondequiera que estuviese.
La niña se
acurrucó en el rincón, tapándose los oídos con las manos pequeñas, como si así
pudiera aplastar el sonido que la hería.
El hombre,
desde el otro cuarto, sintió que algo se rompía dentro de él.
Hacía tiempo que el cansancio le roía el alma, como un animal invisible. Había
soportado más de lo que entendía, hasta que la rabia se volvió tristeza, y la
tristeza, un nudo que ya no podía desatar.
Entró en
la estancia, temblando.
La vieja
gritaba, y cada palabra parecía una piedra lanzada al corazón de la niña.
Él la apartó con un gesto. Sin decir nada.
Corrió hacia la pequeña.
Ella
estaba hecha un ovillo, temblor puro.
—Shhh...
ven, mi amor —susurró él, levantándola del suelo—. No escuches más, ¿sí? Solo
escucha esto.
La apretó
contra su pecho.
El calor de su cuerpo envolvió el miedo de la niña.
Ella hundió la cara en su camisa y, entre sollozos, comenzó a acompasarse con
su respiración.
—¿La
abuela me odia? —preguntó, con voz apenas audible.
—No, mi
vida —mintió él, acariciándole el cabello—. Solo se olvidó de cómo se quiere.
Pero tú no olvides… escucha, ¿oyes? —la apretó un poco más contra sí—. Esto que
suena aquí... pum... pum... pum... Es mi corazón. Late por ti.
El grito
de la vieja se apagó a lo lejos.
Solo quedó el ruido de los latidos y un silencio que comenzaba a transformarse.
Minutos
más tarde, los gritos volvieron a retumbar en los muros.
Un escalofrío le recorrió la espalda. Algo dentro de él se partía.
Dejó a la niña en su rincón… y ya no pudo detenerse.
No fue decisión ni pensamiento: fue impulso.
La vieja
lo vio venir, con los ojos llenos de odios clavados en los suyos, y aun así
seguía vociferando, sostenida en su rencor inútil.
La tomó
por la garganta, la levantó con una fuerza que no reconoció como suya.
Su mano se cerró sobre el cuello huesudo de la vieja.
La alzó y empujó contra la pared. Se oía el manoteo y pataleo, la desesperación
de quien siente que el aire se va.
De su boca
salían sonidos como de animal que regurgita, ni una sola palabra por la falta
de aliento.
El hombre
podía sentir en su mano el crujir de los huesos, y ver cómo el rostro de ella
se tornaba de blanco a azul.
Los ojos desorbitados se le pintaban de rojo asfixia, así como los de él de un
blanco odio.
Hundieron
sus miradas en el infierno,
hasta perderlas en él.
La soltó
cuando en ella no quedó signo de vida.
Cayó al piso como un costal vacío.
Nunca
entendió la vieja que la niña inclinaba su cuerpecito hacia la tierra porque su
corazón era gigante, rebosante de amor, humildad y dulzura; un peso mayor —como
toda bendición— que el cielo a ella asignó.
Dios no se equivoca: la infanta era perfecta.
Ya no
abusaría más de la inocente criatura.
No volvería a sufrir maltratos ni desprecio… mira que vejarla una y otra vez
por “jorobada”.
El hombre
miró el cuerpo inmóvil, sin culpa ni descanso, y ahí lo dejó.
Todo
sucedió en un segundo —así le pareció—, y el silencio regresó.
No era un silencio limpio, sino espeso, cargado de sombra.
No recordó
cómo ni cuándo su mano se cerró sobre el cuello de la vieja. Solo la sensación
del temblor, la respiración cortada, la certeza de que ese momento llevaba años
esperándolo.
No fue rabia: fue hartazgo. Fue cansancio. Fue el ruido del silencio
rompiéndose.
Cuando el
cuerpo cayó, lo invadió una calma densa, como si el mundo se hubiese detenido.
La miró sin odio ni alivio, con una tristeza sin forma.
La vieja
ya no gritaba.
El aire era quieto, y la niña —desde el rincón— lo observaba con esos ojos
enormes, de un verde fundido en agua y piedra, como los de su madre, que no
sabían juzgar, solo entender que, por fin, el ruido había cesado.
Él se
arrodilló frente a ella, temblando. Quiso decir algo, pero no halló palabras.
La acarició apenas, temiendo mancharla con lo que había hecho.
Luego se levantó y salió.
No corrió.
No miró atrás. Caminó hasta perderse en el polvo del camino, con la espalda
recta y el alma torcida, con el corazón vacío y la conciencia muda.
No pensaba en castigos ni en redención.
Solo en que, por primera vez, la casa había quedado en silencio.
Esa noche,
los vecinos dijeron haber visto una luz tenue arder hasta tarde en la ventana.
Nadie supo quién la encendió.
Quizás fue la niña, velando a su abuela.
O quizás fue el alma del hombre, que volvió en forma de sombra para no dejar a
la chiquilla sola.
Desde
entonces, en esa casa, nunca más se escucharon gritos.
Solo un silencio calmo, como si por fin alguien hubiera dormido en paz.
Epílogo
La culpa pesa de maneras que la justicia no alcanza a
medir; todos los que permanecen, cargan las sombras de ese instante.
Y la verdad, como siempre, se confunde entre lo que sentimos y lo que realmente
ocurrió.
A veces, los actos más extremos revelan más sobre quiénes
somos que sobre cómo son los demás.
Epígrafe
final
"Hay
días que se pierden, y otros que nunca terminan."
No hay comentarios:
Publicar un comentario