miércoles, 12 de noviembre de 2025

La mano que cruje el silencio

 


"El amor, incluso roto, puede salvar a quien queda."              

Ana Margarita Pérez Martín


Prólogo

La paciencia tiene un límite, y la bondad también puede agotarse.
Un padre que ama hasta la locura puede actuar sin pensar, arrastrado por un impulso que no distingue entre justicia y venganza.
El deseo de proteger a quienes amamos nos hace torpes, feroces, humanos en su estado más primitivo.
Y, aun así, lo único que importa al final es que quienes dependen de nosotros encuentren un instante de paz, aunque nosotros no tengamos refugio posible.


Habían sido meses duros.
Pero ese día fue una borrasca que se llevó vida y alegrías. Se oían los gritos de ella, por el dolor, por el temor de perder a su criatura; estaba atorada en su vientre: era ella o la niña.

Desde su muerte —¿o debería decir desde el nacimiento de la niña?— la casa se quedó sin alma.
Los días eran largos, torcidos, como el eco del llanto que ella dejó al partir.

El hombre y la vieja se toleraban por necesidad: él, porque no sabía criar a una niña recién nacida; ella, porque no podía soltar lo poco que le quedaba de su hija.
La muerte le había envenenado el corazón, y en cada gesto hacia la criatura se filtraba el rencor.

—Te la llevaste —susurró la vieja, con un hilo de voz—. Naciste robándome lo que era mío.

La niña no dijo nada. Solo bajó la cabeza, apretando sus manos.

Creció encorvada, como si la tierra la llamara antes de tiempo. Su espalda era un arco de ternura y resignación. No lloraba. No pedía. Solo observaba el mundo desde abajo, como pidiendo disculpas por existir.

El hombre la miraba en silencio, con una tristeza que lo carcomía. A veces pensaba que el dolor se heredaba, que la casa entera se había encorvado con la niña.
Pero callaba. Siempre callaba…
hasta que una tarde la enfrentó.

La vieja estaba en la cocina, removiendo un guiso agrio, con los dedos manchados de ajo y tristeza.

—Suegra —dijo él, con la voz áspera, como si le doliera pronunciar esa palabra—. Te pido que la dejes en paz. Es una niña… no merece tu crueldad.

Ella levantó la mirada, con el ceño arrugado como una tela vieja, y soltó un bufido.

—¿Crueldad? —respondió—. No conoces el peso de criar en la desgracia. Si supieras lo que me ha dolido verla así, torcida, marcada… como si la vida se burlara de mí a través de ella.

—No te burla —replicó él, apretando los puños—. La vida no se burla. Solo pide que la amemos así, como vino, sin enderezarla a golpes.

Ella calló un instante, mirando el humo que subía del puchero, como si allí buscara una respuesta.
Luego dijo, con la voz quebrada:

—Lo intentaré… de veras lo intentaré. Perdóname si mis tormentos se derraman en ustedes. Pero no sé ser de otra manera.

Él la miró, sabiendo que mentía sin querer. Que su promesa no era más que un eco débil antes del grito.
Y, aun así, la besó en la frente, con una ternura resignada.


Aquella noche, los gritos volvieron.

—Maldita la hora en que la trajiste al mundo. ¡Una joroba en la sangre! —vociferaba, para que el hombre la escuchara dondequiera que estuviese.

La niña se acurrucó en el rincón, tapándose los oídos con las manos pequeñas, como si así pudiera aplastar el sonido que la hería.

El hombre, desde el otro cuarto, sintió que algo se rompía dentro de él.
Hacía tiempo que el cansancio le roía el alma, como un animal invisible. Había soportado más de lo que entendía, hasta que la rabia se volvió tristeza, y la tristeza, un nudo que ya no podía desatar.

Entró en la estancia, temblando.

La vieja gritaba, y cada palabra parecía una piedra lanzada al corazón de la niña.
Él la apartó con un gesto. Sin decir nada.
Corrió hacia la pequeña.

Ella estaba hecha un ovillo, temblor puro.

—Shhh... ven, mi amor —susurró él, levantándola del suelo—. No escuches más, ¿sí? Solo escucha esto.

La apretó contra su pecho.
El calor de su cuerpo envolvió el miedo de la niña.
Ella hundió la cara en su camisa y, entre sollozos, comenzó a acompasarse con su respiración.

—¿La abuela me odia? —preguntó, con voz apenas audible.

—No, mi vida —mintió él, acariciándole el cabello—. Solo se olvidó de cómo se quiere. Pero tú no olvides… escucha, ¿oyes? —la apretó un poco más contra sí—. Esto que suena aquí... pum... pum... pum... Es mi corazón. Late por ti.

El grito de la vieja se apagó a lo lejos.
Solo quedó el ruido de los latidos y un silencio que comenzaba a transformarse.

Minutos más tarde, los gritos volvieron a retumbar en los muros.
Un escalofrío le recorrió la espalda. Algo dentro de él se partía.
Dejó a la niña en su rincón… y ya no pudo detenerse.
No fue decisión ni pensamiento: fue impulso.

La vieja lo vio venir, con los ojos llenos de odios clavados en los suyos, y aun así seguía vociferando, sostenida en su rencor inútil.

La tomó por la garganta, la levantó con una fuerza que no reconoció como suya.
Su mano se cerró sobre el cuello huesudo de la vieja.
La alzó y empujó contra la pared. Se oía el manoteo y pataleo, la desesperación de quien siente que el aire se va.

De su boca salían sonidos como de animal que regurgita, ni una sola palabra por la falta de aliento.

El hombre podía sentir en su mano el crujir de los huesos, y ver cómo el rostro de ella se tornaba de blanco a azul.
Los ojos desorbitados se le pintaban de rojo asfixia, así como los de él de un blanco odio.

Hundieron sus miradas en el infierno,
hasta perderlas en él.

La soltó cuando en ella no quedó signo de vida.
Cayó al piso como un costal vacío.

Nunca entendió la vieja que la niña inclinaba su cuerpecito hacia la tierra porque su corazón era gigante, rebosante de amor, humildad y dulzura; un peso mayor —como toda bendición— que el cielo a ella asignó.
Dios no se equivoca: la infanta era perfecta.

Ya no abusaría más de la inocente criatura.
No volvería a sufrir maltratos ni desprecio… mira que vejarla una y otra vez por “jorobada”.

El hombre miró el cuerpo inmóvil, sin culpa ni descanso, y ahí lo dejó.

Todo sucedió en un segundo —así le pareció—, y el silencio regresó.
No era un silencio limpio, sino espeso, cargado de sombra.

No recordó cómo ni cuándo su mano se cerró sobre el cuello de la vieja. Solo la sensación del temblor, la respiración cortada, la certeza de que ese momento llevaba años esperándolo.
No fue rabia: fue hartazgo. Fue cansancio. Fue el ruido del silencio rompiéndose.

Cuando el cuerpo cayó, lo invadió una calma densa, como si el mundo se hubiese detenido.
La miró sin odio ni alivio, con una tristeza sin forma.

La vieja ya no gritaba.
El aire era quieto, y la niña —desde el rincón— lo observaba con esos ojos enormes, de un verde fundido en agua y piedra, como los de su madre, que no sabían juzgar, solo entender que, por fin, el ruido había cesado.

Él se arrodilló frente a ella, temblando. Quiso decir algo, pero no halló palabras. La acarició apenas, temiendo mancharla con lo que había hecho.
Luego se levantó y salió.

No corrió. No miró atrás. Caminó hasta perderse en el polvo del camino, con la espalda recta y el alma torcida, con el corazón vacío y la conciencia muda.
No pensaba en castigos ni en redención.
Solo en que, por primera vez, la casa había quedado en silencio.

Esa noche, los vecinos dijeron haber visto una luz tenue arder hasta tarde en la ventana.
Nadie supo quién la encendió.
Quizás fue la niña, velando a su abuela.
O quizás fue el alma del hombre, que volvió en forma de sombra para no dejar a la chiquilla sola.

Desde entonces, en esa casa, nunca más se escucharon gritos.
Solo un silencio calmo, como si por fin alguien hubiera dormido en paz.


Epílogo

La culpa pesa de maneras que la justicia no alcanza a medir; todos los que permanecen, cargan las sombras de ese instante.
Y la verdad, como siempre, se confunde entre lo que sentimos y lo que realmente ocurrió.

A veces, los actos más extremos revelan más sobre quiénes somos que sobre cómo son los demás.


Epígrafe final

"Hay días que se pierden, y otros que nunca terminan."

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