miércoles, 5 de noviembre de 2025

EL NIÑO, EL HOMBRE Y EL ACORDEÓN

 

Un par de personas una de ellas con un texto en blanco

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EL NIÑO, EL HOMBRE Y EL ACORDEÓN 

Ana Margarita Pérez Martín

“Una travesura, un acordeón y la fe de un niño bastan para convertir el deseo en milagro.”

Como estampa del siglo pasado podía observarse al hombre sentado en su vieja silla de madera y sisal, apoyada solo en las patas traseras y reclinada contra la pared. Guardando la debida distancia para no molestar, sus dos pequeños hijos le observaban tocar el acordeón. El más grande se mantenía circunspecto y muy atento a las pausas. En cada una de ellas –con miedo, más que con respeto– le pedía que le enseñase a tocarlo, pero siempre obtenía por respuesta un tajante “no”. El más pequeño disfrutaba de ese estira y encoge entre su hermano y el padre. Irreverente, como era, decidió formar parte del juego para propiciar, así, un tiempo y un espacio en el que su amado hermano pudiese tener en sus manos el tan codiciado objeto de su deseo: ¡el acordeón!

Poco a poco se fue acercando, hasta quedar justo a los pies del hombre, con la carita frente al acordeón, el instrumento de la discordia. En silencio lo escuchaba, mientras se hurgaba la nariz y, con desfachatez, se limpiaba el dedo en el pantalón de aquel. El papá lo miraba y él se quedaba quieto, pero, al descuidarse, lo volvía a hacer… ¡una y otra vez! Harto de la insolencia del hijo, soltó el acordeón con rabia. El pequeño echó a correr y él se le fue detrás con intención de propinarle una paliza para que aprendiese a respetar. El niño estaba feliz: la treta había resultado. Su inocente ingenio había vencido a la poca paciencia del padre. Su sonrisa era tan grande, pero tan grande, que casi se tragaba al villorrio entero.

El calor era desesperante para quienes anduviesen a pleno sol. Por fortuna, la mayoría de las calles estaban sombreadas por una frondosa arboleda, despeinada, tan vieja como el pueblo que cobijaba. La terca brisa del mar, que no daba tregua, mecía las ramas, deshilachándolas en su arrullo. Al peinarlas una a una, suave y poco a poco, obsequiaba una melancólica melodía de fondo, propia de los pueblos que se niegan a morir. Quedan atrapados en el tiempo. En la soledad. En el olvido. En el silencio… silencio quebrantado, en mudo eco, por la alharaca del progenitor que no se cansaba de perseguir al atrevido mocoso, y por las torpes notas del niño grande que –aprovechando la retirada del viejo enfurecido por la valiente complicidad de su hermanito– hacía suyo el tan anhelado instrumento musical.

Dicen que la magia no existe, pero sí: está dentro de todos y cada uno de nosotros. Solo hay que dejarla salir cuando la chispa de la inspiración entra. La magia se hizo en aquel mismo instante. Si las sensaciones cobraran forma y se pintasen de colores, un mundo nuevo se dibujaría ante nosotros por el despertar del alma de aquel chiquillo. Desde que tocó el acordeón, su visión de la vida cambió de tal manera que no podía reconocer nada de aquello que hasta entonces conocía. Ni a sí mismo. El deseo se transformó en sueños. Nítidos. Visionarios. Pudo alcanzar a ver más allá de la opaca y desgastada cúpula que encapsulaba aquel terruño habitado por escasas almas, sin vida, sin esperanza. Olvidado por Dios. Desdeñado por el mismísimo diablo. Soltó el acordeón. Se arrodilló:

—Solo te pido me des tiempo, oportunidad… ¡y a mi hermano!

Imploró a Dios con todas las fuerzas de su alma. Por sus mejillas rodaron las más grandes y cristalinas lágrimas, como cuentas de un bendito rosario de cristal. Sus grandes ojos se alzaron al cielo, clavando en él su ingenua mirada, firmemente, sin titubear, como lo hicieron los soldados romanos con Cristo en la Cruz. No dudó en ningún momento que su clamor sería escuchado y atendido. Era un niño. Era puro. Así era su fe.

Y sí, Dios no hizo oídos sordos a tan noble petición. Así como la magia convirtió el deseo en sueños, el milagro transformó los sueños en realidad. Dios le entregó a su hermano. Le dio la oportunidad… ¡en el tiempo perfecto!

“Porque cuando el corazón de un niño se abre en fe, hasta la música se vuelve oración y los sueños, destino.”


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