lunes, 10 de noviembre de 2025

El silencio que grita


“No hay victoria en la partida, ni consuelo en la permanencia.”

Ana Margarita Pérez Martin

Introducción

A veces creo que el silencio tiene un lenguaje propio, uno que solo se aprende cuando el dolor se hace demasiado grande para pronunciarlo. Yo lo escucho en cada esquina vacía, en los rostros que evitan mirarse, en el eco de las voces que ya no pueden hablar. Es un silencio que grita, que ruge desde las entrañas de un país que sangra por dentro.
He visto partir a los míos, y he sentido la ausencia como un golpe seco, como una cuerda que se tensa hasta romperse. No sé si es peor irse o quedarse; ambos caminos duelen igual. En medio del ruido del mundo, intento rescatar ese silencio —mi propio grito ahogado— para que no se pierda entre los escombros de la costumbre y el olvido.

Tanta bulla, tanta palabrería sin virtud, se impone sobre el silencio que grita:

las voces de los amordazados,
el pedido de auxilio de los secuestrados,
el sonido metálico de las cadenas que se arrastran en cada paso,
el gemido de los torturados al crujir sus huesos, al ser desollados;
el llanto de los testigos de la infamia,
las protestas de un pueblo enardecido.

Familias desmembradas por el simple acto de pensar distinto,
por atreverse a soñar,
por no callar.
Querencias aniquiladas, arrancadas de raíz,
robadas u olvidadas en el infame marchar de los días sin justicia.
Un país saqueado, una quiebra moral que no aparece en los balances,
sino en las miradas vacías,
en las casas desiertas,
en las calles que aprendieron a olvidar nombres…
escritos con la sangre de valientes justos e inocentes.

Tanta bulla ha sofocado:
el rugido de los potentes motores que desgarran el aire,
alzando las naves hacia un infinito celeste que nunca responde,
que se oculta tras el incomprensible “libre albedrío”.

Y entonces, la pregunta queda flotando en el aire:
un “me quedo” o un “me voy”, ¿qué diferencia hace?
Porque ya nunca será lo mismo,
no será la misma forma de amar,
ni de reunirnos bajo un mismo techo,
cuando la mesa está incompleta
y cada abrazo lleva la sombra de quien falta.

Tristeza sienten los que se quedan,
y también los que parten con los bolsillos cargados de ausencias.
Se marchan dejando una estela de vacío,
y en los que permanecen queda la herida abierta del despojo.

No hay victoria en la partida,
ni consuelo en la permanencia:
solo fragmentos dispersos de un mismo corazón,
golpeando contra un destino
que no sabe devolver lo perdido.

Epílogo

Aún escucho el silencio. Ya no como un lamento, sino como un testigo. Él me recuerda lo que fuimos, lo que seguimos siendo pese a todo. Me habla de los que partieron con la esperanza doblada en la maleta y de los que se quedaron, sosteniendo la ruina con las manos desnudas.
He aprendido que no hay distancia capaz de exiliar la memoria. Que mientras recuerde, mientras nombre, mientras duela, sigo perteneciendo. El silencio, aunque grite, es mi patria; una patria invisible, hecha de fragmentos, de amor y de duelo.
Camino con él dentro, sabiendo que no hay victoria en la partida ni consuelo en la permanencia… solo la certeza de que recordar es resistir, y que resistir —aunque duela— sigue siendo una forma de amor.

“La memoria es la única patria que no se exilia.”

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