“Un eco existencial en los laberintos de Fez”
Introducción
He
aprendido que la vida tiene maneras sutiles de enseñarnos lo que realmente
importa. A veces creemos que lo valioso reside en lo que poseemos, en los
objetos, en las costumbres o en los recuerdos, y nos aferramos a ellos con
fuerza. Pero hay momentos en que todo eso se rompe o se escapa, y nos
enfrentamos a la elección de hundirnos en la pérdida o descubrir que lo
esencial siempre ha estado más allá de las formas. Este relato es una historia
que me recuerda, con claridad y ternura, que aprender a soltar es también
aprender a vivir.
En
el Mellah de Fez vivía un hombre que había heredado de su padre una vasija de
barro. Sencilla, sin adornos, pero para él era única: preciosa. En ella
conservaba el agua que lo sostenía en los días de sol inclemente. Cada
amanecer, antes de salir al campo, la observaba como si al mirarla ya bebiera
su frescor.
Una
mañana cualquiera, por los laberintos de la medina, tropezó. Junto con él cayó
la vasija. De rodillas en la tierra polvorienta, recogió los fragmentos con
manos temblorosas. Uno a uno, con la urgencia de quien recoge diamantes
esparcidos al viento, como si temiera perder alguno. Sintió en el pecho un
desgarrón: no solo había roto un objeto, sino su costumbre, su legado, la
memoria viva de su padre.
Ambos
se hicieron añicos: la vasija y él. Como el viento que quiebra las espigas de
trigo, la culpa lo doblegaba hasta quebrarlo. Por un instante, la amargura lo
cubrió y alzó la voz al cielo:
—¿Por
qué me quitas lo que amo?
Apenas
formuló su protesta, recordó las palabras de Job que había escuchado en la
sinagoga: “El Señor da, el Señor quita; bendito sea el nombre del Señor”.
Ahora su dolor era aún mayor: no solo había hecho pedazos la vasija paterna,
sino que también ponía en entredicho su fe, defraudaba al otro Padre. Tragó su
pena, se tragó los gemidos... y guardó silencio. Dejó que aquellas palabras
cayeran en su alma como gotas en tierra reseca, como una sentencia inapelable. Humildad
y aceptación no eran condena, sino camino de absolución.
También
le resonaron enseñanzas estoicas: nada de lo exterior es realmente nuestro;
solo podemos poseer la actitud con que enfrentamos la pérdida. Epicteto susurró
en su memoria: “No son las cosas las que nos hieren, sino la opinión que
tenemos sobre ellas”.
Respiró
hondo, resignado. Guardó un fragmento de la vasija rota en su manto, como
remanente de lo amado. Se incorporó y continuó, cabizbajo, pero en pie.
El
sol estaba alto, el camino polvoriento y el calor lo agobiaba. Entonces, a lo
lejos, divisó agua: no en una vasija, sino fluida, libre. Caminó hacia ella.
Era el Oued Fes, río antiguo que desde siglos abastecía con sus corrientes los
jardines y palacios de la ciudad, y cuyo rumor aún acompañaba al Mellah. Bebió
directamente de esa corriente clara y abundante, y en ese acto descubrió que lo
que había perdido era solo un contenedor; lo esencial era inherente a la vida.
Recordó
las fuentes de la medina —como la de Nejjarine, tallada en madera y piedra,
donde los viajeros bebían al pie de la historia— y comprendió que el agua nunca
dejó de estar allí, generosa, más allá de su quebrada vasija.
Lo
que al principio supo a amarga pérdida se transformó en aprendizaje: la
humildad de aceptar que lo que poseemos puede partirse, que lo que nos sostiene
hoy puede esfumarse mañana y, aun así, la vida sigue fluyendo.
Secó
el sudor de su frente, y con voz serena murmuró:
—Señor,
enséñame a no aferrarme, a recibir con gratitud lo que me das y a soltar con
paz lo que me quitas.
Esta
vez no fue una protesta, sino una plegaria. De rodillas, sí, pero no por haber
caído, sino por haber comprendido.
Con
paso sereno, caminó hacia adelante, más ligero que antes, pues había dejado
tras de sí no solo los restos de la vasija, sino el peso de su resistencia.
Al
internarse de nuevo entre los pasillos vivos del Mellah, el brillo del sol en
las rejas de hierro, el murmullo lejano del río y el eco de las fuentes lo
envolvieron en una enseñanza silenciosa: la vasija había perecido, pero no el
agua. Comprendió que la vida, como los canales ocultos que recorren Fez, se
abre paso incluso cuando no la vemos. Y así, con el corazón más libre y atento
a cada gota del presente, prosiguió su andanza, sabiendo que el valor verdadero
reside en beber —y dejar ir— con humildad y gratitud.
Epílogo
Al
reflexionar sobre esta historia, comprendo que la verdadera enseñanza no está
en lo que se pierde, sino en la manera en que respondemos a la pérdida. Las
formas pueden romperse, los objetos pueden desaparecer, pero la esencia de lo
que nos sostiene sigue fluyendo, como un río que nunca cesa. Aprender a soltar,
a recibir con gratitud y a aceptar con humildad, es descubrir que la vida
siempre encuentra un cauce, y que nuestra libertad reside en beber del presente
con atención y serenidad.
“Nada es nuestro salvo la actitud
con que aceptamos la pérdida.”
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