Dedicatoria:
“Para las madres que, en silencio, sostienen el mundo de sus hijos.”
Solté la pluma y dejé de escribir. Mis ojos se posaron en aquella sucesión de “punto y coma” separados por “puntos suspensivos”.
La artrosis define el singular caminar de mi madre; cada arrastre de pies resonaba por los pasillos como un latido suave y constante, un tambor que marcaba el ritmo de mis días presentes.
Me sonreí por lo exaltado de mi imaginación, fantaseando con las expresiones de mis nietos si algún día les contara una historia de suspenso y terror inspirada en el cojeo de la querida bisabuela.
Era solo un juego de la imaginación: en
aquel futuro inventado, la bisabuela ya no estaría, pero su huella viviría,
intacta, en las palabras que yo les narraría.
Mi pensamiento volvió al presente, y un estremecimiento me recorrió el pecho.
Concebir que aquel sonido, tan familiar y entrañable, pudiera algún día silenciarse, me llenó de una emoción profunda y delicada.
Ese arrastre de pies que durante años ha llenado mis días de recuerdos de amor y de desmedido cariño, vibraría en mi memoria con un estremecimiento que sería a la vez temor y ternura, un hilo invisible que sostendría todo mi mundo interior.
Cada eco de
su caminar parecía susurrarme historias de cuidado, de sacrificio silencioso,
de presencia que nunca se olvida.
¡Pavoroso y a la vez nostálgico resultaba imaginar la casa vacía, sin el rastro de aquel cojeo que ha tejido mi vida con hilos de fortaleza y afecto!
Cada paso parece
un personaje, cada resonancia un testimonio: el amor de madre deja marcas
indelebles, y aunque algún día sus pies ya no recorran los pasillos, su
presencia seguirá latiendo en nuestra memoria, inmutable y cálida.
“Porque
los pasos de quienes amamos nunca desaparecen del todo.”
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