Ana
Margarita Pérez Martin
“El invierno tiene nombre, y el
diablo lo sabe.”
Era
tal su frialdad que, aún en la lejanía, el mismísimo diablo corrió despavorido
a proteger sus predios; no fuese que ella se acercase y… ¡le congelase el
infierno!
Porque no
era una mujer: era invierno caminante.
Su aliento, escarcha; sus palabras, cristales que laceraban.
Su mirada, un relámpago de hielo que detenía la sangre en las venas de quien
osara sostenerla.
Las
brasas del averno, que todo lo devoran, se estremecían bajo la amenaza de su
paso.
Las
hogueras que nunca mueren crujían, apagadas como velas expuestas al viento de
su indiferencia.
Ni
los gritos, ni las llamas, ni las danzas rojas del pecado resistían el azote de
ese frío incontenible.
El diablo
lo sabía:
que, frente a ella, su imperio ardiente se volvía páramo.
Que las lenguas de fuego eran carámbanos.
Que la lujuria se quebraba en hielo seco.
Y así, en
el centro del infierno, donde todo arde, surgió lo imposible:
un silencio helado,
un fuego azul muerto,
un pedazo de hielo eterno…
No hubo
llamas que resistieran ante su frialdad: el infierno no ardía… ¡tiritaba!
El diablo
entendió, entonces, que no hay fuego eterno… ¡cuando el hielo lo reclama!
“Hasta el diablo descubrió su
límite… el frío de una mujer.”
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