“Cada miga es un gesto de amor que sigue flotando en el aire.”
Prólogo
He
llegado a un momento de mi vida en que el cuidado ya no tiene destinatario, y
sin embargo, no puedo evitar los gestos de quien alguna vez amó con todo su
ser. Esta es la historia de cómo, entre migas y silencios, descubro que aún
puedo dar, aún puedo dejar huella, aunque nadie espere recogerla.
No podía
evitar sonreír ante las irónicas vueltas de la vida.
Una sonrisa fija, como mueca tatuada en un rostro almidonado.
Una sonrisa lunática, de esas que se dibujan solas,
cuando uno se acostumbra a hablar con la sombra del silencio,
como si nada ni nadie existiera a su alrededor.
Toda una
vida exigiendo que los hijos —y más tarde los nietos—
comieran en la mesa,
sin dejar migas por el suelo,
esas pequeñas huellas desobedientes que marcaban
el paso alegre de su infancia.
Y ahora,
soy yo quien desmigaja el pan con manos torpes,
manos que tiemblan, que no obedecen,
mientras esparzo trozos secos por los senderos del jardín,
para alimentar a las aves de la arboleda,
que bajan sin miedo,
como si supieran que ya no tengo a quién cuidar,
ni a quién reñir.
Ellas me
siguen,
con la misma fidelidad con que alguna vez me siguieron los pasos de mis
pequeños.
Los míos.
Y aunque
no hablan, llenan el aire.
Aunque no entienden, me escuchan.
A veces
creo que, al recoger las migas,
también recogen algo de mí.
Tal vez mi paciencia.
Tal vez mi memoria.
Tal vez lo poco que me queda por ofrecer.
Son, al
fin, las guardianas de esta calma rota,
de esta soledad sin escándalo,
que se sienta conmigo cada tarde
como una vieja amiga que no se despide.
No tiene prisa, solo charla, ríe… sin dejar de beber café.
Y pienso
—sin decirlo en voz alta—
que quizá todos terminamos así:
dejando migas señalando camino,
por si alguien vuelve y quiere encontrarnos,
y nos busca…
aunque sepamos, en el fondo, que nadie lo hará.
Epílogo
Al
final de cada tarde, mientras las aves terminan de comer, siento que algo de mí
permanece en cada pequeño rastro que dejo. Ya no son hijos ni nietos quienes me
observan, sino el viento, el sol y los pájaros que me acompañan en esta calma
que aprendí a aceptar. Y en ese acto simple, casi ritual, comprendo que la vida
no se pierde; se transforma en pequeñas migas que guían, silenciosas, hacia lo
que fuimos y lo que aún podemos ofrecer.
“La
vida se mide en pequeñas migas que dejamos tras de nosotros.”
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