miércoles, 5 de noviembre de 2025

LITTLE MISS SUNSHINE


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Little Miss Sunshine

Ana Margarita Pérez martin

“Una meditación sobre aceptar, amar y sonreír en medio del caos.”

Un día más, uno de esos que parecen estirarse hasta la eternidad. Me siento al borde de la cama, fija la mirada en el reloj. Escucho su tic-tac, tic-tac, pero las manecillas permanecen inmóviles. No estoy loca: sé que el tiempo sigue corriendo… aunque en mi mente parece suspendido, como un péndulo atrapado en el aire.

¿Para qué luchar contra esto? Si me acuesto, me quedaré observando el techo. Lo conozco bien: alto, imponente, de madera brillante aún bajo la penumbra del cuarto. Entonces recurro al único refugio posible del insomnio: la televisión.

Al encenderla, apareció FOX anunciando Little Miss Sunshine. Vieja, amarillenta, como las fotografías desvaídas de mi juventud. “Debe de ser buena”, pensé. Y pensé bien. Al principio me resultó extraña, incluso un poco absurda, pero pronto esa sencillez inesperada me cautivó. Su historia, tejida con hilos de rareza y ternura, me mantuvo atenta de principio a fin. No recordaba la última vez que una película lograba sostenerme así, sin que mi mente escapara por rendijas de distracción. Una obra de bajo presupuesto, sí, pero con el tesoro de un argumento que brillaba por encima de todo.

Con la mente despejada, intenté apagar la pantalla. Me dispuse a dormir. Pero FOX decidió encadenar mi vigilia con Los Simpsons. Reí un largo rato, como quien se deja arrullar por el humor, hasta que otra vez intenté cerrar los ojos. Resistían, como si fuesen criaturas tercas, con voluntad propia.

Entonces me sorprendió la coincidencia: tanto en la película como en la caricatura, los personajes eran distintos, cada uno cargando su propio drama, pero todos pertenecientes a una misma familia marcada por la disfuncionalidad. Así dirían los especialistas. ¿Cómo sobrevivían unidos, a pesar de todo, y además sonreían? ¿No era eso una contradicción? ¿Cómo podían ellos sí… y otros no? ¿Dónde estaba la clave?

Lo curioso era que no intervenían psiquiatras repartiendo pastillas que alteran la mente hasta confundirla, ni psicólogos eternizando sesiones sin soluciones reales, ni burócratas indiferentes midiendo la suerte de una familia en cifras presupuestarias. Nada de eso. Solo estaban ellos: imperfectos, raros, golpeados por la vida, pero de pie. Y, sobre todo, juntos. Compartiendo. Resistiendo. Riéndose de sí mismos.

Entonces lo entendí. La felicidad no existe como entidad sólida, como llave maestra o como destino prometido. La felicidad se disuelve en instantes: un destello, una carcajada, un abrazo fugaz. Son momentos breves los que la dibujan, como pinceladas dispersas que, al mirarlas de lejos, forman un cuadro entero.

La clave —incluso en medio del caos, incluso en la disfuncionalidad— está en desoír ese status quo que pretende uniformarnos, imponer un “deber ser” como si fuéramos piezas idénticas de un rompecabezas. La vida no exige encajar: exige existir. Y en esa diferencia irreductible, en nuestras aristas y grietas, está lo que nos hace humanos.

Esa noche no recibí de Dios la llave de la felicidad —porque tal vez no exista—, pero sí me entregó otras: la de la humildad y la de la tolerancia. Con ellas se abre la posibilidad de aceptar y amar a los demás, y también a uno mismo, tal como somos: con virtudes y defectos, con heridas y cicatrices, con luces y sombras. Aceptar lo que no podemos cambiar nos libera. Nos enseña a fluir. Y en ese fluir hay paz. ¿La han sentido? Es lo más cercano a la felicidad que conozco.

Quizás piensen que he perdido la razón. ¿Será? No lo creo. Lo cierto es que aquella noche, después de tantas vueltas y preguntas, logré dormir profundamente. Y lo hice con una sonrisa dibujada… ¡de oreja a oreja!

A veces, la felicidad no se encuentra en grandes certezas, sino en pequeños destellos. Un techo conocido, una película inesperada, una carcajada compartida con caricaturas amarillas. La noche que parecía interminable se convirtió en revelación: aceptar, resistir y sonreír puede ser lo más cercano a la plenitud que un ser humano pueda alcanzar.

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