“Toda partida lleva consigo la mitad del alma de quien se queda.”
Dedicatoria:
A ti, hija mía, que partiste hacia nuevos horizontes con mi amor guardado
en tu maleta.
Introducción
Hay momentos en que la vida nos arrebata sin aviso lo que
más amamos, y sentimos que una parte de nuestro corazón se eleva con lo amado,
dejando un vacío que parece imposible de llenar. Este relato nace de ese
instante de fragilidad y amor absoluto, de la sensación de perder y, al mismo
tiempo, comprender que el vínculo verdadero no conoce distancias. Aquí comparto
la emoción de aquel vuelo que llevó mi corazón lejos, y la esperanza que
siempre habita en quienes aman con entrega total.
Después de interminables meses de
preparación, de ilusiones disfrazadas de calma, llegó, al fin, el día fatal.
Horas de correteo, de abrazos y despedidas… ¡y de promesas de reencuentro que
sé, en lo más hondo, jamás se cumplirán! La vi partir hasta que esa presencia
tan amada por mí se desvaneció, como si el aire mismo me la arrebatara de entre
los brazos.
Una extraña sensación me
envolvió: la vida, de repente, se me volvió un polvoriento álbum donde las
páginas crujen, y las fotografías amarillentas parecen observarme con reproche.
Una existencia sostenida apenas por recuerdos que vagarán errantes por mi mente,
atormentando el alma de día y de noche, como fantasmas que rehúsan descansar.
Salí apresurada, creyendo que al
correr podría retener lo inevitable, sólo para ver el avión cuando comenzaba su
lento andar. Se deslizaba despacio por la pista, como mis lágrimas por las
mejillas; luego, de pronto, aceleró con el mismo ímpetu que mi corazón
desbocado y alzó vuelo, arrancándomelo del pecho y llevándoselo consigo hacia
un cielo indiferente, lejano e inaccesible.
Sin que ella lo supiera, en su
equipaje escondí mi amor, mis besos, mis bendiciones y mis caricias; guardé
también mi pasado y mi presente… con la esperanza de que se vuelvan cimiento de
un futuro luminoso, un futuro al que no perteneceré, porque mi lugar estará en
la sombra de la ausencia, en el eco del silencio, en la orilla de lo que queda.
Epílogo
Con el tiempo, descubrí que
los hilos del amor verdadero nunca se rompen, aunque se estiren hasta casi
perderse. Mi hija y yo nos reencontramos, y en ese abrazo tardío sentí que
parte de mi corazón que creí perdida había vuelto a mí, más plena y luminosa
que antes. Cada risa compartida, cada palabra susurrada, cada mirada cómplice,
me recordó que la distancia no puede apagar lo que el alma guarda. Hoy camino
junto a ella en su vida, agradecida por el milagro de poder seguir siendo
testigo de sus días, sabiendo que el amor que alguna vez voló, regresó
transformado, más fuerte, más profundo, más infinito.
“En cada adiós hay una eternidad que comienza.”
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