“Cada puerta guarda una historia, y algunas prefieren permanecer cerradas.”
Introducción
Siempre
me ha intrigado lo que callan las casas.
Cada puerta, cada muro, cada objeto, guarda un eco de lo vivido; a veces son
risas, otras silencios pesados que nadie se atreve a nombrar.
Hay espacios donde el aire parece detenido, donde algo quedó sin resolver, y
basta una mirada para sentir que algo —o alguien— aún habita allí, en forma de
recuerdo.
Este relato nació de esa sensación: la certeza de que, detrás de cada fachada,
existe una historia que se resiste al olvido… una historia que quizá preferiría
no ser contada.
La tarde era cálida, con ese sopor apacible que invita a la charla lenta y sin prisa. Las cuatro mujeres estaban reunidas en la cocina, sentadas en el mesón disfrutando de grandes tazones de café con leche, humeante y a pan recién hecho.
El
ambiente era agradable. Perfumado por los aromas de lo que allí se degustaba y,
también, por la alegría de esas almas cada vez que se juntaban. De repente el
silencio se impuso: todas se quedaron mirando la viga que sobresalía en el
oscuro techo de madera.
Era
un madero extraño, atravesado de pared a pared, pero sin sostener nada; como
colgado en el aire, insinuando que allí se esperaba sujetar algo. Algo que no
era precisamente una piñata: el espacio era estrecho, apenas suficiente para
que cupiera una sombra. ¿Un capricho del arquitecto, o un diseño arquitectónico
inconcluso, tal vez?
Las
tres generaciones de mujeres —abuela, madre, hija y la tía que había venido de
visita— habían hecho la misma pregunta infinidad de veces. Cada tanto, para
despojarla de su aire lúgubre, soltaban una broma sobre la dichosa viga. Pero,
pese a la risa, siempre acababan volviendo a mirarla con recelo… porque esa
viga, en el fondo, daba mala espina.
La
más joven fue la primera en romper el silencio:
—Oigan,
hablando de vigas funestas, escuchen este chiste que me acaban de mandar —dijo
con picardía, mostrando el móvil—: “Mami, ¿podemos mecer a la abuela? —No,
todavía no, hasta que sepamos si se colgó o la colgaron—”.
La
abuela abrió los ojos desmesuradamente, el chiste no le pareció gracioso. En principio, obvio, de una abuela colgada
trataba. La madre miró a la hija como reprochándole, mientras que la tía
apretaba los labios para contener la risa. El chiste era cruel, sin duda, pero
las carcajadas —al final— brotaron de todas ellas. Así es la naturaleza humana:
se permite reír incluso de lo que asusta. La risa, sin embargo, se cortó de
golpe, como si alguien hubiera apagado la luz. El silencio volvió, pesado,
cargado de conciencia y el tema regresó a la viga.
La
nieta frunció el ceño y, con voz grave, preguntó:
—¿Se
acuerdan de esa casa amarilla con la fachada de piedras negras, la que está
tres puertas más abajo? Esa misma que siempre les digo que no puedo pasar por
delante sin que se me ericen los vellos.
Las
tres asintieron en silencio, mirándose entre ellas. Las risas se esfumaron y,
en su lugar, quedaron mudas -con las cejas levantadas y los labios tensos-, sus
rostros reflejaron expectación e inquietud ante esa pregunta que, como murmullo
gélido, les ponía la piel de gallina.
—Pues
bien—continuó, bajando un poco la voz—, me enteré el otro día de que la dueña
se ahorcó allí, hace ya algunos años. Yo no lo sabía, pero algo malo intuía.
Un
estremecimiento recorrió la mesa. Todas conocían al esposo y a la hija de
aquella mujer; los saludaban con naturalidad cuando los veían en el jardín de
enfrente. Nunca imaginaron lo que se escondía tras esas paredes.
El
comentario desató reacciones diversas. Miradas clavadas en el café, dedos
inquietos sobre la taza, manos llevadas a la cabeza, también al corazón. Emitieron
juicios morales, reflexiones religiosas, lamentos y suspiros de compasión.
Palabras y gestos al calor de la conversación, que poco importan ahora. Lo
esencial era la certeza que quedaba flotando, no en el aire, en la conciencia: ¿cuánta
gente tratamos sin conocer sus honduras? ¿cuántas casas esconden historias
invisibles? ¿Qué se esconde tras las puertas ajenas? Tal vez la misma pregunta
que evitamos hacernos en la nuestra…
La
abuela — visiblemente afectada por la revelación— alzó la mano y, con el dorso,
acarició el rostro de su nieta con ternura. Luego, extendiendo sus manos las
posó en las manos de sus hijas. Las miró, con la profundidad del océano azul de
sus ojos, y les susurró:
—De
lo gracioso hemos pasado a lo trágico. Nunca más volveré a ver igual esta viga…
hagámosla desaparecer, por favor. —ese susurro no fue una súplica, fue un
mandato.
Después
de aquello, resultaba imposible volver a pasar frente a una fachada sin preguntarse,
en voz muy baja, como pensamiento que se escapa:
¿Cuál
será la historia que se oculta tras la puerta? Y, sobre todo, ¿qué puerta se
oculta tras cada historia?”
Epílogo
Desde
aquel día, miro las puertas con otros ojos.
Pienso en cuántas vidas se desarrollan detrás de ellas, cuántas alegrías y
desdichas conviven bajo un mismo techo, ocultas a la mirada de los demás.
Comprendí que las casas no solo guardan cuerpos: guardan almas, gestos
suspendidos, palabras no dichas.
Y que, al final, todas las vigas —las reales y las simbólicas— sostienen mucho
más que paredes: sostienen lo que callamos, lo que nos duele, lo que somos
cuando nadie mira.
Porque ninguna fachada es muda… todas, tarde o temprano, murmuran su verdad.
“Tras
cada umbral hay un alma intentando sostener su propio techo.”
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