lunes, 10 de noviembre de 2025

La Existencia: El Sueño de Dios.


Un hombre con un texto en blanco

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“Entre la vigilia y lo divino”

Ana Margarita Pérez Martin

 Introducción

Desde siempre me he preguntado qué ocurre cuando cierro los ojos y el mundo desaparece. No hablo solo del descanso ni del simple acto de dormir, sino de ese tránsito misterioso en el que mi conciencia se disuelve y algo más —más antiguo, más verdadero— comienza a soñar a través de mí. A veces despierto con la certeza de haber estado en otro lugar, uno donde el tiempo no se mide y el cuerpo no pesa. Allí, lo que soy parece expandirse hasta confundirse con lo divino.

Es entonces cuando me asalta una pregunta que no puedo silenciar: ¿soy yo quien sueña… o es Dios quien me sueña a mí? Este pensamiento me persigue, dulce y vertiginoso, porque en él intuyo la frontera donde la existencia se revela no como una casualidad, sino como un acto de creación continua: el sueño eterno de un Dios que respira a través de nosotros.

 

Los sueños son un umbral —entre lo fisiológico y lo sagrado, entre la materia cerebral y el alma que se pregunta si ha viajado a otro plano—, ¿nos cuestionamos ese viaje?

Despertó antes del alba. No supo si el aire que respiraba pertenecía al mundo de los vivos o al otro, ese donde acababa de estar —tan real, tan cálido, tan imposible—. Tenía la mirada empañada de realidad. Confundida. Mareada, como si acabara de emerger del fondo del océano… de una profundidad sin aire

Sus ojos no sabían en qué tiempo abrirse. La piel parecía desajustada, como si hubiera habitado otro cuerpo durante la noche… Entre las pestañas aún colgaban fragmentos de un sueño roto, ¡uno que se negaba a soltarse! Durante unos segundos —o siglos, tal vez— no supo si el cuerpo era suyo.

El techo parecía más lejano que de costumbre, mientras el reloj susurraba el tiempo con cada tictac. Sintió el pulso en sus muñecas, como si lo comprobara por primera vez:
¿Estoy viva o estoy soñándome viva?

El rostro que la esperaba en el espejo no era el suyo. Había en la mirada una sombra de quien ha visto algo que no debía ver, aunque no recordase lo visto. Los ojos, agrandados, parecían contener la humedad de otro mundo. La piel, aún tibia de sueño, exhalaba una luz difusa, como si conservara en sus poros el reflejo de un sol que no existe en la tierra.

Quiso recordar el sueño. Sabía que allí había ocurrido algo importante: una conversación con alguien que conocía desde siempre y que, sin embargo, jamás había visto despierta. Su voz le había dicho algo —sobre la muerte o el regreso—, pero las palabras se disolvían al intentar pronunciarlas.

Pensó que quizás lo vivido no fue un sueño, sino un desliz del tiempo: otra existencia rozando la suya, apenas un instante. En la vigilia somos la suma de todo lo que recordamos: un archivo de gestos, temores y nombres que otros nos dieron.

La ciencia lo llama sinapsis.
La filosofía lo llama identidad,
y el alma, quizás, lo llama jaula.

Aprender es construir límites. Dar forma a lo informe, hacer del infinito un cuerpo que pueda reconocerse. Así distinguimos lo posible de lo imposible, lo cuerdo de lo absurdo, lo real de lo que creemos que no lo es. Pero al dormir, las amarras de la lógica se disuelven, y la conciencia se desliza fuera de la forma que la contiene. Allí, en ese territorio sin fronteras:

vemos lo que la razón no tolera,

sentimos lo que el cuerpo no podría resistir,

amamos sin nombre,

nos sumergimos sin ahogarnos,
volamos sin alas,
morimos sin morir.

 

Cerró los ojos. Vio imágenes que no le pertenecían:
un campo que nunca visitó,
un hombre que la llamaba por otro nombre,
una niña que reía entre árboles violetas.

Y al abrirlos, nada. Solo el cuarto, el ruido de la calle, la primera claridad del día intentando definirla.

“¿Y si lo real era lo otro?”, se preguntó.

Sus ojos brillaban con la luz que sólo el sueño concede a los que han tocado lo imposible. Sonrió al ver a Descartes, Sartre y Camus sentados en un mismo lugar, discurriendo lo que significa “soñar”. De vez en cuando se agitaban, gesticulaban con las manos, refutándose con vehemencia.

Y Nietzsche —ah, Nietzsche—, mientras aquellos razonaban, se le acercó susurrándole con picardía: “el sueño no es engaño, sino arte: el alma jugando a crear su propio universo”. Camus, a pesar de la acalorada discusión que sostenía con Descarte y Sartre, observó esa escena con ternura. Ella, como mujer, lo contempló también, enfrentándose a la realidad cuando esta podía ser toda ilusión.

Se sentó en la cama. Sentía todavía el temblor leve en los dedos, ese rastro que deja el miedo o la revelación.

Sonrió con un cansancio dulce.

Quizá no había diferencia entre los dos mundos.

Quizá el sueño y la vigilia eran dos espejos enfrentados reflejándose infinitamente,
y ella, en medio, tratando de reconocerse.

El cerebro había hecho su trabajo: procesar, reconstruir, simular.
Pero el alma… el alma había viajado.

Y lo sabía, porque al tocarse el pecho sintió una vibración que no era latido: era presencia, como si algo dentro de ella acabara de regresar de un viaje sin tiempo. Sintió que su cuerpo pesaba, pero su mente no: estaba en ambos lugares a la vez, en la materia y en el misterio.

Se quedó quieta, con los ojos entreabiertos, como si aún conversara con lo invisible. Y por un instante —un instante que duró siglos— le pareció comprender:
todo lo soñado, alguna vez, existe en algún lugar, en algún tiempo… ¿en otra dimensión?

Posiblemente los místicos tenían razón. Jacob vio ángeles ascendiendo por una escalera, y al despertar dijo: “Dios estaba aquí y yo no lo sabía.” Quizá los sueños sean eso: puertas entreabiertas que, al cruzarlas, ¿nos dejan tocar lo divino sin saberlo?

No hay sueño ni vigilia, solo distintas densidades de la misma realidad.
¡Solo hay Dios, respirando a través de nosotros!

Se llevó las manos a la cara, despejando los cabellos. Cerró los ojos un instante y sonrió, no por nada ni por nadie, sino porque entendió —sin palabras— que existía dentro de una respiración mayor, la de Dios, y que su ser era parte de ese aliento. Ya no era un violín solitario, ni siquiera un cuarteto: era la plenitud de una orquesta en gala, resonando en su interior como si todo el universo hubiera decidido tocar a través de ella. Música que trasmitía la certeza del entendimiento.

No se trataba de comprender la naturaleza de los sueños, sino de entender que, ella, era el sueño de Dios mismo: su existencia, con todas sus notas, era la melodía que Dios había querido componer.

Y eso le bastó. Ningún otro conocimiento necesitaba abrazar.

Epílogo

Al cerrar los ojos esta vez, no busco dormir: busco recordar. Recordar que lo que llamo “realidad” no es más que una forma densa del mismo sueño que me habita. Que cada pensamiento, cada gesto, cada emoción es una nota dentro de una melodía divina que nunca cesa.
He dejado de temerle a la frontera entre el sueño y la vigilia, porque ambas son parte del mismo pulso: el de Dios soñándose en mí, y yo soñándolo a Él.
Ya no necesito comprender la naturaleza de ese misterio; me basta con sentir su respiración en la mía.
Soy, y con eso basta.
Soy el sueño que Dios decidió recordar.

“Nuestra vida es la música que Dios ha querido escuchar.”

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