“Entre la vigilia y lo divino”
Ana Margarita Pérez Martin
Desde siempre me he preguntado qué
ocurre cuando cierro los ojos y el mundo desaparece. No hablo solo del descanso
ni del simple acto de dormir, sino de ese tránsito misterioso en el que mi
conciencia se disuelve y algo más —más antiguo, más verdadero— comienza a soñar
a través de mí. A veces despierto con la certeza de haber estado en otro lugar,
uno donde el tiempo no se mide y el cuerpo no pesa. Allí, lo que soy parece
expandirse hasta confundirse con lo divino.
Es entonces cuando me asalta una
pregunta que no puedo silenciar: ¿soy yo quien sueña… o es Dios quien me sueña
a mí? Este pensamiento me persigue, dulce y vertiginoso, porque en él intuyo la
frontera donde la existencia se revela no como una casualidad, sino como un
acto de creación continua: el sueño eterno de un Dios que respira a través de
nosotros.
Los
sueños son un umbral —entre lo fisiológico y lo sagrado, entre la materia
cerebral y el alma que se pregunta si ha viajado a otro plano—, ¿nos cuestionamos
ese viaje?
Despertó
antes del alba. No supo si el aire que respiraba pertenecía al mundo de los
vivos o al otro, ese donde acababa de estar —tan real, tan cálido, tan
imposible—. Tenía la mirada empañada de realidad. Confundida. Mareada, como si
acabara de emerger del fondo del océano… de una profundidad sin aire
Sus
ojos no sabían en qué tiempo abrirse. La piel parecía desajustada, como si
hubiera habitado otro cuerpo durante la noche… Entre las pestañas aún colgaban
fragmentos de un sueño roto, ¡uno que se negaba a soltarse! Durante unos
segundos —o siglos, tal vez— no supo si el cuerpo era suyo.
El
techo parecía más lejano que de costumbre, mientras el reloj susurraba el
tiempo con cada tictac. Sintió el pulso en sus muñecas, como si lo comprobara
por primera vez:
¿Estoy viva o estoy soñándome viva?
El
rostro que la esperaba en el espejo no era el suyo. Había en la mirada una
sombra de quien ha visto algo que no debía ver, aunque no recordase lo visto. Los
ojos, agrandados, parecían contener la humedad de otro mundo. La piel, aún tibia
de sueño, exhalaba una luz difusa, como si conservara en sus poros el reflejo
de un sol que no existe en la tierra.
Quiso
recordar el sueño. Sabía que allí había ocurrido algo importante: una
conversación con alguien que conocía desde siempre y que, sin embargo, jamás
había visto despierta. Su voz le había dicho algo —sobre la muerte o el
regreso—, pero las palabras se disolvían al intentar pronunciarlas.
Pensó
que quizás lo vivido no fue un sueño, sino un desliz del tiempo: otra
existencia rozando la suya, apenas un instante. En la vigilia somos la suma de
todo lo que recordamos: un archivo de gestos, temores y nombres que otros nos
dieron.
La ciencia
lo llama sinapsis.
La filosofía lo llama identidad,
y el alma, quizás, lo llama jaula.
Aprender
es construir límites. Dar forma a lo informe, hacer del infinito un cuerpo que
pueda reconocerse. Así distinguimos lo posible de lo imposible, lo cuerdo de lo
absurdo, lo real de lo que creemos que no lo es. Pero al dormir, las amarras de
la lógica se disuelven, y la conciencia se desliza fuera de la forma que la
contiene. Allí, en ese territorio sin fronteras:
vemos
lo que la razón no tolera,
sentimos
lo que el cuerpo no podría resistir,
amamos
sin nombre,
nos
sumergimos sin ahogarnos,
volamos sin alas,
morimos sin morir.
Cerró los
ojos. Vio imágenes que no le pertenecían:
un campo que nunca visitó,
un hombre que la llamaba por otro nombre,
una niña que reía entre árboles violetas.
Y
al abrirlos, nada. Solo el cuarto, el ruido de la calle, la primera claridad
del día intentando definirla.
“¿Y
si lo real era lo otro?”, se preguntó.
Sus
ojos brillaban con la luz que sólo el sueño concede a los que han tocado lo
imposible. Sonrió al ver a Descartes, Sartre y Camus sentados en un mismo
lugar, discurriendo lo que significa “soñar”. De vez en cuando se agitaban,
gesticulaban con las manos, refutándose con vehemencia.
Y
Nietzsche —ah, Nietzsche—, mientras aquellos razonaban, se le acercó susurrándole
con picardía: “el sueño no es engaño, sino arte: el alma jugando a crear su
propio universo”. Camus, a pesar de la acalorada discusión que sostenía con
Descarte y Sartre, observó esa escena con ternura. Ella, como mujer, lo
contempló también, enfrentándose a la realidad cuando esta podía ser toda
ilusión.
Se
sentó en la cama. Sentía todavía el temblor leve en los dedos, ese rastro que
deja el miedo o la revelación.
Sonrió con un cansancio dulce.
Quizá no había diferencia entre los
dos mundos.
Quizá el sueño y la vigilia eran
dos espejos enfrentados reflejándose infinitamente,
y ella, en medio, tratando de reconocerse.
El cerebro
había hecho su trabajo: procesar, reconstruir, simular.
Pero el alma… el alma había viajado.
Y
lo sabía, porque al tocarse el pecho sintió una vibración que no era latido:
era presencia, como si algo dentro de ella acabara de regresar de un viaje sin
tiempo. Sintió que su cuerpo pesaba, pero su mente no: estaba en ambos lugares
a la vez, en la materia y en el misterio.
Se
quedó quieta, con los ojos entreabiertos, como si aún conversara con lo
invisible. Y por un instante —un instante que duró siglos— le pareció
comprender:
todo lo soñado, alguna vez, existe en algún lugar, en algún tiempo… ¿en otra
dimensión?
Posiblemente
los místicos tenían razón. Jacob vio ángeles ascendiendo por una escalera, y al
despertar dijo: “Dios estaba aquí y yo no lo sabía.” Quizá los sueños sean eso:
puertas entreabiertas que, al cruzarlas, ¿nos dejan tocar lo divino sin
saberlo?
No
hay sueño ni vigilia, solo distintas densidades de la misma realidad.
¡Solo hay Dios, respirando a través de nosotros!
Se
llevó las manos a la cara, despejando los cabellos. Cerró los ojos un instante
y sonrió, no por nada ni por nadie, sino porque entendió —sin palabras— que existía
dentro de una respiración mayor, la de Dios, y que su ser era parte de ese
aliento. Ya no era un violín solitario, ni siquiera un cuarteto: era la
plenitud de una orquesta en gala, resonando en su interior como si todo el
universo hubiera decidido tocar a través de ella. Música que trasmitía la
certeza del entendimiento.
No
se trataba de comprender la naturaleza de los sueños, sino de entender que,
ella, era el sueño de Dios mismo: su existencia, con todas sus notas, era la
melodía que Dios había querido componer.
Y eso le
bastó. Ningún otro conocimiento necesitaba abrazar.
Epílogo
Al
cerrar los ojos esta vez, no busco dormir: busco recordar. Recordar que lo que
llamo “realidad” no es más que una forma densa del mismo sueño que me habita.
Que cada pensamiento, cada gesto, cada emoción es una nota dentro de una
melodía divina que nunca cesa.
He dejado de temerle a la frontera entre el sueño y la vigilia, porque ambas
son parte del mismo pulso: el de Dios soñándose en mí, y yo soñándolo a Él.
Ya no necesito comprender la naturaleza de ese misterio; me basta con sentir su
respiración en la mía.
Soy, y con eso basta.
Soy el sueño que Dios decidió recordar.
“Nuestra
vida es la música que Dios ha querido escuchar.”
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