lunes, 10 de noviembre de 2025

Muchos mundos, un solo cielo

 

Un pizarrón negro con letras blancas en un fondo oscuro

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“Un apagón que encendió las luces del alma.” 

Introducción

No suelo recordar los días por su fecha, pero aquel lunes quedó grabado en mi memoria. No por lo que hice, sino por lo que sentí. Madrid se apagó, y con su silencio se encendió otra forma de mirar. Descubrí que, cuando el mundo se detiene, la humanidad respira más fuerte.

En una ciudad donde laten más de siete millones de corazones al mismo tiempo, y donde circulan casi seis millones de vehículos diariamente, debería escucharse un estruendo que reventara los oídos. Pero no. En Madrid —mi Madrid— la dinámica suena, a veces, como el redoble de una marcha militar: paso tras paso, con una cadencia marcada por el ritmo vertiginoso de su modernidad. Otras veces —casi siempre— su movimiento es un pasodoble que uno quisiera bailar… ¡eternamente!

Ese día, lunes 28 de abril, como todos los días, la ciudad parecía un enjambre inagotable. Calles llenas de gente multicolor, con sus voces y silencios; movilizándose cada cual a su manera y ritmo; con edificios que te cuentan su historia y otros que, amablemente, guardan la altura respetuosa para mirarte de frente, confortándote con abrazos verdes… salvo esas tres manos en alto, ¡quince dedos queriendo rascar el cielo! Torres que se alzan como desafíos humanos, mundos de vidrio y acero apuntando al mismo firmamento.

Cada persona llevaba su propio mundo en la mirada: quienes caminan deprisa con el tiempo contado; quienes vagan sin rumbo disfrutando la locura de existir; quienes miran escaparates que nunca podrán pagar; quienes no saben qué es caminar con miedo. Los locales, que se la beben como agua; los extranjeros, que se la comen con hambre de más. Así, día tras día, mundos que coexisten sin encontrarse. Hasta ese día… 28 de abril de 2025.

Fue a las 12:33 cuando la ciudad se infartó. Súbito. Una sorpresa. Una rareza. Fue solo un susto, pero nadie lo sabía. La ciudad se apagó. El tiempo también. Cada cual reaccionó a su manera, según sus experiencias, creencias e ideologías. Algunos hablaron de saboteo; otros, de negligencia; hubo quienes se alarmaron por una posible acción bélica. La comunidad de migrantes, en su mayoría, se llevó las manos a la cabeza exclamando: “No jodas, la maldición del socialismo nos persigue”. Sí, hablo del apagón. De la pausa del flujo eléctrico… de la desconexión con el mundo que conocemos. Duró apenas unas horas, pero se midió como eternidad. Un evento extraño para unos, común para otros tantos. Lo cierto es que ese breve lapso marcó un antes y un después en la vida de la mayoría.

Lo desconocido causa incertidumbre, y esta… ansiedad. Sin electricidad ni conectividad, la dinámica de la ciudad cambió. Todo se paralizó. Semáforos apagados, atascos formados. Ni metro ni Renfe. Ni cajeros automáticos, ni datáfonos… ni efectivo. Escasa comunicación telefónica. El miedo y la inseguridad detonaron reacciones de pánico: compras nerviosas de productos básicos, velas… y papel higiénico. Escenas que recordaban el comienzo de la pandemia del Covid-19.

Y en medio del caos, aparecieron los reflejos de humanidad. Un ejecutivo, acostumbrado a mover fortunas con un clic, quedó inmóvil ante una caja registradora que no aceptaba su tarjeta. Miró alrededor, desconcertado, hasta que una mujer sencilla, con un paquete de pan en las manos, le tendió unas monedas para completar el pago. Se miraron, sorprendidos, como si ninguno entendiera el gesto que acababa de suceder.

En otro rincón, una anciana encendió una vela en el umbral de su edificio. La llama pequeña iluminó los rostros de varios niños que se acercaron, fascinados, como si aquella luz frágil contuviera más poder que todas las torres eléctricas de la ciudad. Alguien la protegió con sus manos para que no se apagara con el viento. Y en ese acto sencillo se concentró toda la fuerza de lo humano: cuidar lo que alumbra, aunque sea mínimo.

Los mundos que se movían a un mismo tiempo, sin rozarse, por unas horas se fusionaron en uno solo. Todos con la misma preocupación, con las mismas necesidades. La luz se apagó, pero se encendieron las almas: esa llama que nace del corazón y se conecta con los demás corazones. La solidaridad se volvió piel, sensible al roce humano. No hubo quien no se volviese a mirar al que tenía al lado, convirtiéndose en una extensión de sus sentimientos y emociones. Incluso aquellos expertos en contenerlos. Lo malo evidente sacó a relucir lo bueno oculto en la gente. La gente volvió a ser gente.

Muchos mundos, amparados por un mismo cielo: el amor al prójimo. Como hermanos. Como hijos del mismo Padre. Y en ese instante, sin artificios ni luces de neón, se reveló una verdad: que ninguna torre, ningún poder ni fortuna nos sostiene. Solo la virtud, ese fuego secreto que ni los apagones pueden sofocar.

Epílogo

A veces pienso que el apagón no fue una falla eléctrica, sino una lección colectiva.
Por unas horas, la ciudad volvió a ser aldea. Nos miramos a los ojos, compartimos lo que teníamos, y recordamos —como si despertáramos de un largo sueño— que la humanidad no se mide en megavatios, sino en gestos.
Cuando la luz volvió, muchos aplaudieron. Yo, en cambio, sentí una leve nostalgia. Porque, en la oscuridad, habíamos encendido algo más profundo: la conciencia de que todos habitamos muchos mundos… pero bajo un solo cielo.

¿Dónde estabas tú, y qué estabas haciendo, cuando el apagón en Madrid?

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