Ana Margarita Pérez Martin
“Un
hombre vuelve a su tierra y descubre que la memoria nunca se exilia.”
Introducción:
El llamado de la memoria
Hay
lugares que no se olvidan, aunque la vida nos arrastre lejos.
Hay costas, mares y senderos que permanecen tatuados en el alma, esperando el
regreso del que alguna vez los abandonó.
“Querencia”
es la historia de ese retorno: un hombre que, tras recorrer otros mundos y
perseguir sueños lejanos, reconoce que su identidad y su raíz no pueden
exiliarse.
En esta página, cada ola, cada grano de arena y cada gesto ancestral se
convierte en puente entre el pasado y el presente, entre la memoria y la
pertenencia.
Es un viaje silencioso hacia la esencia de lo propio, donde el tiempo deja de
ser lineal y la tierra habla en voz baja, recordando quiénes somos y de dónde
venimos.
Y
allí estaba él: Alí. Hablaba poco. Su piel, curtida por el sol, parecía haber
guardado todos los secretos que sus ojos callaban. En realidad, sus ojos nada
decían. Extraviaba la mirada en el horizonte inmenso que el mar trazaba a su
alrededor, como si buscara en él un refugio imposible.
Caminaba
por la playa como un ánima errante, ajeno al paisaje, como si la arena no le
perteneciera, aunque la conociera mejor que nadie. En su mente se desplegaban
recuerdos, proyectados como una película en colores vivos y en alta definición.
Un film que lo arrastraba hacia un pasado que creyó sepultado. En aquel tiempo
vendía pulseras de conchas y, a veces, se sentaba en silencio junto a los
turistas, como si esperara algo que nunca llegaba. Pero llegó: el tiempo
perfecto, ese que solo marca el reloj de Dios. Zarpó. Se fue. Persiguió sus
sueños en tierras extrañas, lejanas a sus querencias. Esa memoria, ahora
revivida, dibujaba en su rostro una expresión ambigua: ¿una sonrisa, o acaso
una mueca?
Yo
lo observé, siempre, desde lejos. Aquí, ahora, y también allá, en otros tiempos
y en otros lugares. Lo miraba con la curiosidad de quien intenta descifrar el
mundo a través de los gestos de otro. Alí era parte del paisaje, pero también
era su grieta.
Regresaba
al sitio del que partió, incumpliendo la promesa de no volver jamás.
Alí
—sentado en la playa, ya hombre, ya viajero— se dejaba invadir por emociones
que creyó olvidadas. Había recorrido otros mundos, conocido otras costas, pero
ninguna como aquella. Recordaba a su hermano Arthur, siguiéndolo por toda la
ensenada, levantando piedras en busca de pulpitos atrapados por la marea baja.
Evocaba también a su madre y a sus hermanas, llenando cacerolas con moluscos
escondidos en la arena blanca y húmeda, como si la tierra misma ofreciera su
banquete.
Las
tías y la abuela, por su parte, halaban cuerdas desde el océano para cosechar
las esponjas que habían sembrado meses atrás. En su memoria, los cuerpos color
canela se movían entre la espuma del mar, impregnados de salitre, como si el
paisaje los hubiera esculpido.
Traía
al presente, con claridad intacta, la figura imponente de su padre regresando
de cosechar yucas silvestres. Venía cargado de tubérculos, nuez de coco, arroz,
clavos de olor… ¡y carbón! Aquel hombre, que también guiaba a turistas
—ingleses, alemanes, franceses y algún holandés— por los senderos verdes,
hablaba con sabiduría y orgullo de su tierra. Era guía, sí, pero también
guardián de la memoria.
Mucho
tiempo había pasado, pero los recuerdos no se habían disuelto. Al contrario, se
volvían más nítidos con cada ola que rompía frente a él.
A
medida que el pasado se fundía con el presente, Alí fue despojándose de todo:
el reloj, la camiseta, la gorra, los lentes y aquellos zapatos deportivos
blancos con un animal por emblema —animal ajeno a ese paisaje—. Se quitaba cada
prenda con una sonrisa indescriptible dibujada en los labios. Había regresado
para quedarse, y no quería parecer un turista en su propia tierra. Ya no. Nunca
más.
Epílogo: Permanecer en la tierra propia
Alí
regresó, pero no solo físicamente: volvió con su memoria intacta, con su
historia reconocida y con la certeza de que pertenecer a un lugar es más que
habitarlo; es sentirlo en la piel, en los recuerdos, en la respiración de cada
instante.
La
querencia no se compra ni se aprende; se descubre en la convergencia de la
tierra y el tiempo, en la fusión de la infancia con la madurez, en el abrazo
silencioso de los que nos precedieron. Volver a casa es un acto de valentía y
de reconciliación. Es recibir la tierra, tal como nos recuerda, con todo lo que
fuimos, lo que somos y lo que aún podemos ser.
Y
así, en la memoria y el paisaje, la querencia permanece.
Dedicado
a los pobladores de la Isla de Zanzíbar, Tanzania
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