domingo, 9 de noviembre de 2025

QUERENCIA


Un dibujo de una persona

El contenido generado por IA puede ser incorrecto.

Ana Margarita Pérez Martin

Un hombre vuelve a su tierra y descubre que la memoria nunca se exilia.”

Introducción: El llamado de la memoria

Hay lugares que no se olvidan, aunque la vida nos arrastre lejos.
Hay costas, mares y senderos que permanecen tatuados en el alma, esperando el regreso del que alguna vez los abandonó.

“Querencia” es la historia de ese retorno: un hombre que, tras recorrer otros mundos y perseguir sueños lejanos, reconoce que su identidad y su raíz no pueden exiliarse.
En esta página, cada ola, cada grano de arena y cada gesto ancestral se convierte en puente entre el pasado y el presente, entre la memoria y la pertenencia.
Es un viaje silencioso hacia la esencia de lo propio, donde el tiempo deja de ser lineal y la tierra habla en voz baja, recordando quiénes somos y de dónde venimos.

 Aquellos lares merecían un nombre más digno; eran mucho más que la llamada “costa de los negros”. Eran un paraíso prometido en su versión finita. Miles de mosaicos invisibles componían aquel paisaje, donde la gente se nombraba con títulos de visires y de sultanes, no por vanidad, sino por herencia legítima.

Y allí estaba él: Alí. Hablaba poco. Su piel, curtida por el sol, parecía haber guardado todos los secretos que sus ojos callaban. En realidad, sus ojos nada decían. Extraviaba la mirada en el horizonte inmenso que el mar trazaba a su alrededor, como si buscara en él un refugio imposible.

Caminaba por la playa como un ánima errante, ajeno al paisaje, como si la arena no le perteneciera, aunque la conociera mejor que nadie. En su mente se desplegaban recuerdos, proyectados como una película en colores vivos y en alta definición. Un film que lo arrastraba hacia un pasado que creyó sepultado. En aquel tiempo vendía pulseras de conchas y, a veces, se sentaba en silencio junto a los turistas, como si esperara algo que nunca llegaba. Pero llegó: el tiempo perfecto, ese que solo marca el reloj de Dios. Zarpó. Se fue. Persiguió sus sueños en tierras extrañas, lejanas a sus querencias. Esa memoria, ahora revivida, dibujaba en su rostro una expresión ambigua: ¿una sonrisa, o acaso una mueca?

Yo lo observé, siempre, desde lejos. Aquí, ahora, y también allá, en otros tiempos y en otros lugares. Lo miraba con la curiosidad de quien intenta descifrar el mundo a través de los gestos de otro. Alí era parte del paisaje, pero también era su grieta.

Regresaba al sitio del que partió, incumpliendo la promesa de no volver jamás.

Alí —sentado en la playa, ya hombre, ya viajero— se dejaba invadir por emociones que creyó olvidadas. Había recorrido otros mundos, conocido otras costas, pero ninguna como aquella. Recordaba a su hermano Arthur, siguiéndolo por toda la ensenada, levantando piedras en busca de pulpitos atrapados por la marea baja. Evocaba también a su madre y a sus hermanas, llenando cacerolas con moluscos escondidos en la arena blanca y húmeda, como si la tierra misma ofreciera su banquete.

Las tías y la abuela, por su parte, halaban cuerdas desde el océano para cosechar las esponjas que habían sembrado meses atrás. En su memoria, los cuerpos color canela se movían entre la espuma del mar, impregnados de salitre, como si el paisaje los hubiera esculpido.

Traía al presente, con claridad intacta, la figura imponente de su padre regresando de cosechar yucas silvestres. Venía cargado de tubérculos, nuez de coco, arroz, clavos de olor… ¡y carbón! Aquel hombre, que también guiaba a turistas —ingleses, alemanes, franceses y algún holandés— por los senderos verdes, hablaba con sabiduría y orgullo de su tierra. Era guía, sí, pero también guardián de la memoria.

Mucho tiempo había pasado, pero los recuerdos no se habían disuelto. Al contrario, se volvían más nítidos con cada ola que rompía frente a él.

A medida que el pasado se fundía con el presente, Alí fue despojándose de todo: el reloj, la camiseta, la gorra, los lentes y aquellos zapatos deportivos blancos con un animal por emblema —animal ajeno a ese paisaje—. Se quitaba cada prenda con una sonrisa indescriptible dibujada en los labios. Había regresado para quedarse, y no quería parecer un turista en su propia tierra. Ya no. Nunca más.

Epílogo: Permanecer en la tierra propia

Alí regresó, pero no solo físicamente: volvió con su memoria intacta, con su historia reconocida y con la certeza de que pertenecer a un lugar es más que habitarlo; es sentirlo en la piel, en los recuerdos, en la respiración de cada instante.

La querencia no se compra ni se aprende; se descubre en la convergencia de la tierra y el tiempo, en la fusión de la infancia con la madurez, en el abrazo silencioso de los que nos precedieron. Volver a casa es un acto de valentía y de reconciliación. Es recibir la tierra, tal como nos recuerda, con todo lo que fuimos, lo que somos y lo que aún podemos ser.

Y así, en la memoria y el paisaje, la querencia permanece.

Dedicado a los pobladores de la Isla de Zanzíbar, Tanzania


No hay comentarios:

Publicar un comentario