“Amar
la vida es sostenerla en lo simple.”
Introducción
Siempre
me han conmovido las manos.
Las miro y siento que en ellas se guarda la historia del mundo: la ternura y la
fatiga, la entrega y el silencio.
Quizás porque en mis propias manos —y en las de tantas otras— he visto
reflejado el pulso invisible de la vida cotidiana, ese que no busca aplausos,
pero sin el cual nada se sostiene.
Hoy escribo pensando en esas manos anónimas que aman la vida sin decirlo, que
la levantan cada día con gestos simples, con fe, con paciencia, con amor.
Manos que
estrujan los ojos
al despuntar el alba,
tapan la boca con pereza
para atrapar un bostezo
antes de que se escape... llevándose con él las ganas de ponerse de pie
Manos que
desenredan cabellos,
abrigan el cuerpo
y calzan los pies desnudos de sueños.
Manos que
preparan alimentos con amor,
que bendicen,
que se entrelazan
y le dan fuerza a la oración.
Manos que
se llevan al pecho
como un refugio,
para espantar los miedos
y calmar el dolor de mil nombres.
Manos
arrugadas por el agua,
de tanto fregar trastos,
de enjabonar pieles curtidas
y cabezas nevadas por el tiempo…
Manos que
han sostenido el mundo en silencio, sin quejas,
sin hacerlo notar.
¡Qué sé
yo!
Manos desgastadas,
agradecidas manos,
¡de tanto la vida amar!
Epílogo
A veces
olvido que amar la vida no es un acto grandioso, sino una suma de gestos
pequeños: una taza de café compartida, una cama tendida con cuidado, un pan
amasado con ternura…
Eso es sostener el mundo.
Y cuando miro mis propias manos —cansadas, quizá, pero llenas de historias—
comprendo que también forman parte de esa cadena silenciosa que da sentido a
todo.
Porque amar la vida, lo entiendo ahora,
es seguir ofreciéndola en lo simple,
en cada caricia, en cada tarea,
en cada amanecer que aún me invita a comenzar.
“Amar
la vida es sostenerla en lo simple.”
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