"Un viaje eterno entre ciencia y fe, donde cada palabra es un susurro del alma que trasciende los siglos."
Introducción
Desde
siempre he sentido que algo me susurra desde adentro, una voz que no pertenece
del todo a este tiempo ni a este cuerpo. Es un eco antiguo, una melodía que
atraviesa los siglos y me recuerda que he existido antes, que seguiré
existiendo después. A veces la escucho entre los silencios, otras, en las
palabras que la ciencia intenta descifrar o en los rezos que la fe eleva al
cielo. Entre ambas —ciencia y fe— vibra mi alma, buscando comprender lo eterno
desde lo humano, lo divino desde lo tangible. Porque no son opuestos: son dos
maneras de mirar el mismo misterio. Y yo camino entre ellas, intentando
traducir lo invisible.
Hay
un murmullo que atraviesa los siglos. No se rompe; no se detiene. Me recuerda,
una y otra vez, que Dios existe. Mientras lo escucho, los tiempos se pliegan y
se mezclan: templos levitan junto a cielos que no tienen nombre, pergaminos se
convierten en corrientes de luz, y las eras respiran dentro de mí como si
fueran la misma respiración.
Lo
siento en la brisa que roza mi cara ahora y en la que acariciaba a Galileo
cuando contó las estrellas con sus ojos de luz, señalando constelaciones que
contienen nombres aún no escritos. Lo siento en la lluvia que lavó a Hipatia,
en Alejandría, quien ofrece ecuaciones como flores. En la mano de Leonardo que
dibujó cornisas de mundos que todavía no existen y un puente que conecta un
cuadro con una teoría. Escucho a Sor Juana recitar versos que cobran alas y
vuelan hasta posarse sobre mi hombro, y me mira… curándome una herida antigua.
Confucio me ofrece silabas de armonía que flotan en espejos de agua, colocándome
una mano sobre mi cabeza y su enseñanza se hace calma. Y, más cerca del tiempo
que habito, Francis Collins aparece con un cuaderno de genes que brilla como
una Biblia: dice con voz serena que la ciencia no apaga la fe sino que la
revela en nuevas lenguas. Sus dedos sostienen cadenas de letras que son a la
vez código y plegaria; sus palabras no contraponen, sino que enlazan. Me habla
del gen, de la maravilla íntima del cuerpo humano, y lo hace con la reverencia
de quien contempla un misterio sagrado: la ciencia como mirada agradecida; la
fe como asombro que da forma a la pregunta. Juntos, sin contradicción, tejen un
tapiz donde la fe y el saber son hilos inseparables.
No
necesito templos ni rituales. Dios está donde mi corazón lo percibe, y esa
certeza viaja conmigo por siglos y por cuerpos. Aprendo más allá de campanas y
sermones, más allá de los libros que quisieron encerrar la verdad. He visto
cómo el miedo deformó la devoción: miradas que acusaron a los que miraban
distinto, manos que escondieron la luz por temor. Hoy sé que cada instante de
conciencia es una puerta; cada vida, una lección.
En
este río sin orillas conversan las eras. La reencarnación aparece aquí como
pasaje: no es castigo ni azar, sino práctica y oportunidad. Las vidas se
suceden como escenas de una misma obra, y la sabiduría que recojo no se queda
en la cabeza: baja al cuerpo, se prueba en los actos, se vuelve amor que
purifica. Camino y siento que todos los siglos me acompañan; estoy presente y
al mismo tiempo en otro tiempo, aprendiendo en múltiples voces.
No
temo lo imposible. Todo es posible para quien respeta la vida y escucha la voz
de Dios dentro y fuera de sí. Cada vida, cada experiencia, cada acto consciente
es un milagro: un hilo en el tejido eterno. Camino con atención en cada paso,
abrazo mis dudas, mis certezas, mis silencios. Me dejo tocar por las voces
antiguas y por las modernas; cada una me recuerda que el aprendizaje es humilde
y persistente.
En
el aire flotan escenas: un monasterio que recita fórmulas como oraciones, una
biblioteca donde los códices se transforman en moléculas de luz, un taller
donde un pincel pinta una célula, un observatorio donde un telescopio y una
biblia comparten la misma mesa. Todo converge. Todo respira la misma verdad.
Mientras
mi corazón siga latiendo, seguiré creyendo. Firme. Sin titubeos. Dios es real;
la existencia, sagrada. Cada ser tiene la oportunidad de aprender, evolucionar
y fundirse —vida tras vida— con la divinidad que sostiene todo. Aquí, allá y
más allá del tiempo, el murmullo continúa; yo camino dentro de él, y escucho.
Y
camino, aquí y ahora, con la certeza de quien ha visto siglos entrelazarse:
todo lo que soy, todo lo que aprendo, pertenece a Él. Y yo, en Él, sigo
aprendiendo, sigo siendo. El río no cesa; la luz no termina; el murmullo es
eterno.
Epílogo
Ahora
lo sé: no hay final, solo tránsito. Cada pensamiento, cada gesto de amor, cada
duda que me impulsa a preguntar, es una chispa que continúa su viaje más allá
del tiempo. Siento que he sido muchas voces, muchos cuerpos, muchas búsquedas.
Todas convergen en este instante, donde el alma se reconoce en su propia
vastedad. No temo a la muerte, porque he aprendido que solo es una pausa en la
respiración del universo.
Camino, todavía, con fe en la ciencia y con ciencia en la fe. Porque el
conocimiento sin alma se marchita, y la devoción sin entendimiento se apaga. Yo
sigo escuchando el murmullo de los siglos —ese que me nombra sin decir mi
nombre— y en él me descubro eterna, aprendiendo, viviendo… ahora y siempre,
por los siglos de los siglos.
"El murmullo de los siglos no se apaga: se transforma en conciencia."
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