domingo, 2 de noviembre de 2025

FRUTO MADURO


FRUTO MADURO. El miedo a amar

“El amor no tiene edad, solo coraje para sentirlo.”
—Ana Margarita Pérez Martín


El espejo del tiempo

Después de haber recorrido la piel, el cuerpo, las caricias y el alma, queda el amor mismo, desnudo de toda pretensión.
Llega un momento en que amar ya no busca descubrimientos, sino comprensión.

La piel ya no es la misma, ni el cuerpo responde con la ligereza de antes.
Ellas temen no ser miradas más allá de sus huellas; ellos, no poder ofrecer lo que antes daban con espontaneidad.

Pero en esa vulnerabilidad compartida hay una nueva forma de belleza.
El tiempo, lejos de restarles, los vuelve más verdaderos.
Ya no se trata de la perfección del cuerpo, sino de la honestidad del encuentro: del deseo que nace desde la ternura, del amor que se atreve a quedarse.


Sombras y contradicciones

Después de leer mis textos anteriores, donde hablo de manera transparente, íntima, confesional, sobre el amor, la pasión, la ternura, la presencia… creerás que carezco de inhibiciones o prejuicios en mi comportamiento, ¿verdad?
Pues ¡no!

Sí, soy espontánea, desenvuelta y sin reservas al expresar lo que pienso y siento: esa es mi luz, la que proyecta mi mente y mi alma.
Pero ¿sabes qué? También tengo mis sombras.

Sombras que me confinan a amar y desear con miedos. Tanto, que a veces rezo para que no suceda lo que más deseo…
Paradójico. Contradictorio. Incoherente, ¿verdad?

¿Recuerdas el dicho “Dime de qué alardeas y te diré de qué careces”?
¡Máxima de experiencia!

Si me sigues, te revelo mis sombras, esas que me cubren hasta casi sofocarme.


El aula del amor

Los miedos nacen de la cobardía de no aceptar aquello que escapa a nuestro control. Así lo pienso, así lo creo, así lo vivo.
Hablo del amor, de amar y de las formas en que amamos.
Del amor romántico, ese que nos convierte —paradójicamente— en aprendiz y maestro a la vez.

¿Cuántas veces hemos amado?
¿Cuántas veces el amor se ha manifestado de la misma manera?
Cada binomio es una forma de amar.

El amor es un maestro paciente que jamás nos deja graduar.
Nos mantiene en su aula eterna, dictando lecciones que se graban en la piel, en la memoria, en los silencios.


El peso del tiempo

Cuando la piel aún es tersa, el amor no conoce fronteras.
Pero el tiempo —ese escultor sin compasión— deja su huella, y con cada trazo nos roba un poco de libertad.
Nos enseña a amar en secreto, a silenciar la pasión, a caminar por la vida con la mirada baja, como si el deseo fuese un delito y la ternura, un exceso.

Amar, entonces, se vuelve un acto subversivo.
Nos acostumbramos a esconder los destellos que podrían incendiar el alma, a disimular el fuego bajo el “deber ser” o la vergüenza.
Y quien osa amar a destiempo —según las normas del mundo— es señalado, cuestionado, reducido a un error, una mentira o un pecado.

¿Por qué el amor romántico se considera derecho exclusivo de los jóvenes?
¿Acaso la edad despoja al alma de su capacidad de estremecerse?


El encuentro

Hace unos días me crucé con un médico cirujano plástico. Nos conocemos desde hace tiempo, mucho.
Mantenemos un trato cercano, amable y cordial, sin llegar a la amistad.
Nos tenemos confianza al punto de mantener conversaciones sobre temas considerados tabú, que tratamos sin eufemismos.

Ese día le dije, en tono de broma, que si algún día tuviera dinero me pondría en sus manos para que hiciera de mí una maravilla.
Él se rió, luego me miró con extrañeza.
Me tomó del brazo con suavidad y me condujo a un rincón apartado. Con el ceño fruncido, me pidió que explicara mis palabras.
—Se tomó en serio lo dicho en broma—.

Entonces confesé que no me sentía cómoda en mi cuerpo, que había dejado de reconocerlo.
Guardó silencio, cerró los ojos como quien ordena sus pensamientos y me dijo, con voz pausada:

—Hagamos un ejercicio mental. Imagina que estás en mi consulta, desnuda frente al espejo. Yo, a tu lado, te pido que señales lo que deseas cambiar y por qué.


El espejo imaginario

Me costó imaginarme allí, pero lo hice.
Acerqué mi rostro al suyo, susurrándole al oído las partes de mi cuerpo que no me incomodaban.
Luego, mirándolo a los ojos, le dije:
—Lo demás puedes picarlo en trocitos y meterlo en una bolsa negra —lo dije con absoluta sinceridad.

Él sonrió apenas.
—¿En serio? Mírate de nuevo. Hazlo con calma. Porque una vez que cambias, no hay vuelta atrás. Puede que no te reconozcas, no te aceptes.

Volví al espejo imaginario, esta vez con más seriedad.
—Mis manos —dije— están ajadas por la edad y el trabajo; han perdido su lozanía, su feminidad. —Las observaba mientras hablaba, acariciándolas como si fueran de otro tiempo—. Pero… ¿sabes qué? Viéndolas bien, quiero conservarlas así.
Tienen la forma de las manos de mi padre. Cuando las miro, lo veo a él. No solo me lo recuerdan: me lo traen de vuelta. Dejémoslas así.

Seguí recorriendo mi cuerpo. Llegué al vientre, ese territorio donde quedaron registrados mis embarazos y los nacimientos de mis hijos. Allí habita lo más hermoso de mi vida.
Acaricié —imaginariamente— esa zona, y brotaron recuerdos: anhelos, miedos, sueños, dolor, alegrías.
¿Cómo borrar momentos tan memorables de mi historia?
No. Eso también se quedaba.


El ritual del reflejo

Luego subí la mirada hasta mi rostro.
Cerré los ojos y sonreí al recordar mi ritual de cada mañana frente al espejo:
—¿Quién eres tú? ¡Hazte a un lado para verme yo!

Y es que a veces no me conozco.
Dios tiene esas travesuras: nos regala un alma eterna envuelta en un cuerpo que se marchita.
El envase caduca, pero el alma insiste en permanecer niña.
Me río de esa ironía.
Río mucho. Sonrío más.
Es mi estado natural, mi refugio y mi bandera.

¿Entonces por qué me molestan las líneas que el tiempo dibuja alrededor de mis ojos cuando lo hago?
¿Y las ojeras por pasar horas tecleando en mi ordenador, mi confesionario, mi amigo, socio y compañero?
¿Estoy dispuesta a dejar de reír, trabajar y soñar para conservar la tersura?

La respuesta fue obvia: no.
Las arrugas son la caligrafía de mi alegría y de mis desvelos.
Los surcos en mis labios, las cicatrices de las veces que sané antes de que la herida cerrara por completo.
No dejaré de ser yo.
Mi mente rechazaría esa nueva identidad sin registro de vida.


El silencio del médico

Abrí los ojos.
El joven médico me miraba en silencio, con una mezcla de ternura y respeto.
Yo creía haber pasado su examen, pero él sabía que quedaba lo más difícil: la mirada hacia adentro.

Se inclinó ligeramente y, con voz baja, me susurró al oído:
—¿Cuál es la verdadera razón por la que desearías, algún día, cambiar tu cuerpo?

Me sonrojé, por pudor.
Dudé, pero le respondí, musitándole al oído:
—Cuando amo lo hago con la devoción de quien se incendia, pero frente a la desnudez… me ruborizo, me avergüenzo, me paralizo. Es un vértigo de saberme observada sin armaduras. Es desnudar la fragilidad, la imperfección, el miedo a no ser amada más allá de la forma.

Él asintió y sonrió.
—No hablas de vanidad, sino de poder amar en libertad, sintiéndote segura de ti misma. Las inseguridades no se quitan con cirugía. Ayudamos al ego, pero no reparamos el amor propio.

Nos miramos un instante más, con la ternura que nace del cariño y del respeto.
La complicidad del silencio nos abrazó.
Él se marchó con su amabilidad habitual; yo me quedé con una verdad que no sabía aún cómo digerir.


El aprendizaje

Aquel encuentro fortuito me hizo reflexionar sobre algo que no me había planteado antes.
Caminé mucho ese día, con la mirada baja y los pensamientos en fuga.
Sentía que algo en mí se sacudía…

Vinieron a mi mente las veces que he soñado un encuentro contigo.
En ninguna de esas imágenes me vi observando tu cuerpo, solo sintiendo tu presencia.
No era el calor de tu piel, sino el de tu alma encendida.
No eran tus ojos, sino tu mirada la que me poseía.
No era tu boca, era el aliento de tu existencia lo que me acercaba a ti.
Tu sola presencia, tu proximidad a mí, era el arrebato de mi amor, la pasión pura.

Entonces, ¿por qué era tan dura al juzgarme?
¿Cuál era mi miedo?
¿Acaso tú solo observarías mi apariencia, incapaz de ver más allá de ella, de amar y desear mi esencia?


El amor propio

Al pasar el tiempo, solo me retumbaba en la mente —como martillo que golpea sin tregua— la palabra amor propio: aceptación de lo que uno es, con amor.
Se dice fácil, pero no lo es. Te lo aseguro.

Empecé a identificar, uno a uno, mis prejuicios: la vergüenza por amar, el miedo a desear, la culpa por sentir.
¿Desde qué edad se puede amar? ¿Y hasta cuándo?
No hay límites.
La naturaleza no los pone; los inventa la sociedad para domesticar lo indomable.
Y lo que es peor, nos los imponemos nosotros mismos con nuestras inseguridades y complejos, que provienen de una formación moral estricta, basada en dogmas arcaicos, antinaturales, que imponían pureza y perfección en cuerpo, mente y alma.

Amar a mi edad es un acto de valentía, créelo.
Es mi alma manifestándose sin permiso.

He comprendido que mis miedos no son míos.
Son ecos de esas voces confundidas y represivas que olvidaron al cuerpo y a la naturaleza.
Todavía me atan, pero ya no con la misma fuerza.
Con ternura y tiempo voy soltando cada eslabón, sin culpa, sin trauma, como quien se despide de una vieja sombra para volver a ver la luz.

Solo me queda vencer al ego: aceptar mi cuerpo tal como es, redimensionar mi vanidad herida por el tiempo, reconciliarme con mis inseguridades.
No sé si voy bien, pero lo estoy intentando.
Estoy aprendiendo a amarme.
A mirarme —sin máscaras, sin espejos— como soy.
A aceptarme.


El proceso

Es un proceso lento y complejo.
Requiere valor, muchísimo coraje… y paciencia.
Debo lograrlo: reconocerme, no como la imagen que muestro, sino como la presencia que permanece cuando todo lo demás se desvanece.
Para que quien me ame no tenga que buscar a otra mujer dentro de mí.

Y tú, ¿te miras con ternura?
¿Te amas sin disculpas?
O, como yo… ¿temes amar en libertad?


Epílogo: el fruto maduro

Cinco caminos, un solo recorrido: la piel que siente, el cuerpo que despierta, las caricias que enseñan, el alma que busca y, finalmente, el amor que madura.

Cada texto es un espejo;
cada huella, un recuerdo;
cada encuentro, un aprendizaje.

Y al final comprendemos que el viaje no termina.
Simplemente nos deja listos para amar con ojos más claros, manos más tiernas y corazones más valientes
.

Amar, al fin, es reconocerse en otro sin miedo a desaparecer.


Epígrafe final:
“El amor no rejuvenece el cuerpo, pero resucita el alma.

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