Los
Silencios del Camino
Ana
Margarita Pérez Martín
“Cada paso es un
relato, cada cruce una historia”
Sin
saberlo, él fue la inspiración de estas letras. Me detuvo con un saludo,
seguido de una interrogante:
—¿Sabes
que te observo en silencio? ¡Lo sabes! Y dime, ¿por qué nunca te detienes?
Siempre andando… bajo el sol e inclemente calor del verano, bajo la lluvia del
otoño o el frío del invierno. Siempre andando.
Por
primera vez miré a los ojos a ese hombre. No lo hice de cualquier manera, sino
de forma entrañable. Su pregunta, más que una duda, fue una confesión. Una
confesión que me llevaría, a mí, a confesarme. Pero no en ese momento ni a él,
sino a mí misma, al reiniciar mi andar. Le respondí con un silencio impreso en
una sonrisa. Creo que lo entendió.
Caminar
no es un reflejo, lo sé, lo siento. Los reflejos pertenecen a lo inmediato: al
parpadeo ante la luz, a la retirada de la mano frente al fuego, al retroceso
del cuerpo ante la amenaza. Caminar es otra cosa, algo que va más allá del
movimiento rítmico y voluntario que requiere la coordinación de estructuras
neurológicas complejas… ¡es mucho más que eso!
Al
caminar, la memoria se activa, el cuerpo recuerda. Recuerda el universo inmenso
que se mostraba al gatear, aquel primer tambaleo, el miedo a caer, la victoria
de un paso sostenido. Desde entonces, cada zancada es un acuerdo tácito entre
mi memoria y el presente. El cuerpo avanza casi solo, como si hubiera un
metrónomo escondido en mi médula, pero soy yo quien elige el rumbo. En esa
mezcla de lo automático y lo consciente encuentro mi primera certeza: sigo viva
porque sigo andando.
Y
sí, me confieso: camino para escribir. No con la mano que sostiene la pluma,
sino con los ojos abiertos entre la multitud. Cada rostro que se cruza conmigo
me dicta una historia que nunca terminaré de conocer, pero me la invento. El
que lleva el gesto vencido de una batalla secreta. El adolescente que se ríe de
algo que solo él entiende. La joven de aspecto descuidado porque sabe que su
piel tersa es el único adorno que necesita. La mujer madura que cultiva el
atractivo para resaltar su esencia. El joven que corre con cascos puestos
porque el físico y la música lo estimulan. El hombre canoso que se instruye y
se supera, caminando erguido, porque allí reside su masculinidad. El anciano
que cuenta sus pasos como cuentas de un rosario invisible. El niño que patea
una pelota porque aún no ha descubierto que no es lo único que se patea en la
vida.
Ellos,
y muchos otros, no saben que, al pasar junto a mí, absorbo esa energía que
emana de ellos. Energía que transformo en imágenes, en sentimientos y
emociones… que expreso en letras, puntos y comas. En palabras vivas que laten.
Caminar
entre la gente es abrir un libro de infinitas historias contadas con frases
interrumpidas y silencios… silencios que dicen más que mil palabras. A veces me
basta un parpadeo para inventarles destinos, un giro de hombros para
adivinarles heridas, una forma de pisar para imaginarles la luz y las sombras
de sus almas. Yo recojo esas frases incompletas, esos silencios, como migas
dispersas en el camino, y las guardo para crear historias completas. Cada
mirada, un título. Cada sonrisa y gesto, un capítulo. Cada silencio, un final.
Sí,
así es: caminar es inspiración, es escritura. Cada paso es una confesión, y
cada cruce, una historia.
Camino
porque, al caminar, me reconozco narradora; y porque sé —aunque los demás no lo
sospechen— que me han confiado sus historias sin necesidad de pronunciar una
sola palabra. Coincidir conmigo, en un instante del camino, es consentimiento;
del mismo modo que yo les confío mi historia y les cedo, a otros narradores que
se desplazan por estos senderos de la vida, un pedazo de la mía.
Y
si alguna vez nuestros pasos vuelven a cruzarse, tal vez no haga falta decir
nada: bastará el silencio, para que tu historia me hable y la mía te acompañe.
“Cada paso que doy es un diálogo callado con quienes fui, con quienes me miran, y con quienes aún no saben que me encontrarán.”
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