Ana Margarita Pérez Martín
“El tiempo no pasa: nos habita, nos dobla, nos acaricia
con la misma mano con que nos despide.”
El umbral
Hay un momento en que la prisa se detiene sin aviso.
No hay relojes que marquen la pausa: simplemente, el alma empieza a respirar
distinto.
La vida se encorva sobre sí misma y el tiempo se vuelve maleable, como si
quisiera abrazar todo lo que fuimos y lo que aún soñamos ser.
Eso, creo, es la madurez: no llegar al final, sino encontrar el centro.
El lugar donde los tiempos se tocan, donde el pasado ya no duele, el futuro no
asusta y el presente… el presente por fin se deja sentir.
Los pasos y la memoria
De salida del trabajo me eché a andar calle abajo. El aire
era espeso, tibio, lleno de ese olor a hojas rendidas por el otoño.
Cada paso era un suspiro que se me escapaba sin permiso, y me bebía el aire
como si fuera mío, solo mío.
Delante de mí, un chiquillo arrastraba los pies, levantando
remolinos de hojas.
El viento, atrevido, desnudaba los árboles engalanados, y cada crujido bajo sus
zapatos sonaba como una música que no lograba encontrar su compás.
Lo miraba y sonreía. Si yo fuera su madre, pensé, ya le habría hecho caminar
derechito, alzando los pies.
Y me reí. Me reí con ganas, sin entender por qué ese pensamiento me resultaba
tan tierno.
Poco a poco el niño se fue perdiendo, y con él se apagó el
crujir de las hojas.
Aspiré profundo. Exhalé lento.
Entonces mi mente comenzó su pequeño alboroto, y el alma —esa criatura
caprichosa— se le unió en el bullicio.
Ambas me hablaban a la vez, en idiomas distintos, reclamando atención,
pidiéndome silencio para poder entenderse.
El niño se volvió apenas un punto en el infinito, y
entonces, algo se dobló dentro de mí.
El tiempo, tal vez.
Porque ya no estaba allí, sino detrás de una mujer joven —yo misma— que
regañaba con dulzura a sus hijos para que no arrastraran los pies.
Ellos reían, sin hacerle caso.
Ella se volvió, me miró, y con una sonrisa cómplice me dijo:
—Déjalos, que disfruten el camino como niños… ya tendrán
tiempo para aprender a no tropezar.
Me guiñó un ojo. Y supe que era yo.
Yo, mirándome desde otro tiempo.
Relatividad del alma
Cuando se es joven, solo existe el futuro.
El presente no tiene espacio, y el pasado apenas se asoma en fotografías.
Vivimos de prisa, persiguiendo metas que se deshacen como polvo en la palma.
Pero un día, sin que nadie avise, algo cambia.
No es el reloj —ese invento mecánico que cree medir lo inmensurable—, es la
mirada.
La forma en que el alma aprende a doblar los días, a estirarlos, a
superponerlos.
Porque el tiempo no es línea: es curva, pliegue, respiración.
El cerebro lo sabe. Se vuelve cómplice.
Juega a confundirme, a traerme recuerdos con textura de presente, sueños con
aroma de pasado.
Y así me convence de que todo ocurre a la vez:
lo vivido, lo que espero, lo que aún no me atrevo a imaginar.
El amor del pliegue
Y entre esos pliegues, siempre estás tú.
Ese tú que habita mis silencios, mis letras, mis sueños a medio cerrar.
Te pienso, y el tiempo se rinde.
No hay pasado ni futuro: solo el instante en que tus ojos me miran, aunque no
me mires; el momento en que tus labios sonríen, aunque no digas nada.
A veces, cuando cierro los ojos, te encuentro con una
claridad que asusta.
Siento que el cerebro me miente para consolarme: me hace creer que esa mirada
del ayer sigue ocurriendo, que ese encuentro del mañana ya ha sucedido.
Y yo le sigo el juego, porque me gusta perderme ahí, en ese espacio donde los
recuerdos y los sueños son una misma caricia.
Las miradas y las sonrisas del pasado, los sueños de un
encuentro futuro contigo, los traigo al presente.
Los coloco frente a mí como si fueran reales, y lo son, porque los siento.
El hoy es mi única certeza, y en él te amo sin nombre, sin reclamo, sin tiempo.
Te amo en el único lugar donde nadie puede alcanzarnos: el instante.
Allí donde el alma respira y el reloj no sabe qué hora es.
La plenitud del instante
He aprendido que solo hay un tiempo que el cuerpo reconoce
como verdadero:
el instante que respiro.
Todo lo demás —el pasado y el futuro— son huellas o presentimientos.
El hombre insiste en dividir la vida en minutos, pero el
alma solo distingue dos territorios:
lo que vibra ahora y lo que ya se apagó o todavía no existe.
A esta edad, he dejado de desafiar al tiempo. No lo temo. Lo
observo.
El pasado es una piel que llevo encima: en ella están las marcas de quienes me
amaron, los que me hirieron, los que me enseñaron sin darse cuenta.
El futuro ya no me amenaza; me pregunta.
¿Qué huella quiero dejar?
¿Qué quedará de mí cuando mis días se desvanezcan en los suyos?
Por eso me quedo aquí, en el presente.
No pido hazañas, solo instantes verdaderos.
Porque un segundo de plenitud puede pesar más que un año entero de ruido.
Fruto maduro
Vivir en la madurez no es renunciar a la pasión, sino
aprender a encenderla con calma.
No es negar la ternura, sino elegir con quién compartirla.
Hoy sé que cada instante puede volverse memoria o legado, según cómo lo viva.
Y yo quiero que mis instantes tengan esa doble alma: que me pertenezcan
mientras los respiro, y que sigan vivos en quien los toque después.
El tiempo no me pertenece, pero mis huellas sí.
Y entre ellas —aunque nadie lo sepa— estás tú.
Epígrafe final
“Espero que, cuando leas
estas letras, sientas lo mismo que yo al escribirlas: que el tiempo se plegaba
un poquito, trayéndonos a este instante —tan simple, tan real— donde todo lo
que existe es la emoción de haber coincidido.”
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