“Descubre lo extraordinario en cada
instante.”
Hay
días en que me descubro corriendo detrás de lo que falta, sin detenerme a mirar
lo que ya tengo frente a los ojos.
He vivido así muchas veces, distraída, buscando lo excepcional como si solo lo
grandioso mereciera ser recordado.
Pero poco a poco he comprendido que la vida verdadera se esconde en lo simple:
en los gestos, en los silencios, en aquello que no presume.
Por eso escribo estas líneas, como una forma de recordarme —y de recordarnos—
que lo extraordinario no siempre brilla… a veces apenas respira, pero basta
detenerse para sentir su pulso.
A veces tememos hacer el ridículo por deleitarnos en lo simple y habitual. Qué necios somos, como si importara a alguien lo que hacemos, mientras no alteremos su mundo.
Vivimos
rodeados de maravillas silenciosas, latentes en lo cotidiano: el afecto
constante de quienes nos acompañan, la lealtad silenciosa de los amigos, las
miradas y gestos que cruzan nuestro camino; el latir profundo de los mares y
ríos, la danza perpetua de los campos y las hojas al compás del viento, el
cielo que respira luz y sombra, y la música callada de sol, luna y estrellas.
Todo
nos envuelve y, aun así, como ciegos en abundancia, lo damos por sentado.
Somos
seres de balance negativo: lloramos lo que falta, anhelamos lo que no llega.
Pero
basta un instante de atención para descubrir lo extraordinario en lo pequeño:
un “te amo” que resuena como eco en el alma, una risa inesperada que enciende
el aire, la ternura silenciosa de un gesto, la sonrisa de un niño como caricia etérea,
la advertencia sabia de un anciano que nos alerta como borrasca anunciada, el olor
de la ciudad bajo la lluvia, el susurro del mar al acariciar la orilla, el
juego travieso de una mascota que nos recuerda la sencillez de existir.
Cada
instante merece ser contemplado como si fuese la primera… y última vez. Sentido
como lo que es: un regalo vivo, palpitante, del particular mundo que nos
habita.
En
lo cotidiano vibra lo extraordinario de la existencia. ¿Cursi? Tal vez. Pero
feliz y agradecida, también, por este “hoy” que se me ofrece, que recibo como
quien sostiene en sus manos un fruto recién caído del árbol, tibio y perfecto,
y deja que su esencia penetre en cada poro de la vida.
Epílogo
Hoy no
quiero grandes hazañas ni respuestas definitivas.
Solo deseo aprender a mirar con ojos nuevos lo que siempre ha estado ahí: el
olor del café, la voz de quien me nombra, el aire que entra y sale sin pedir
permiso.
He descubierto que la plenitud no es una meta, sino un estado de atención.
Y que cuando logro detenerme, aunque sea un instante, el mundo entero se revela
distinto: más cálido, más cercano, más vivo.
Porque, al final, la felicidad no se busca… se reconoce en lo cotidiano.
“La
maravilla vive en lo más cercano, latente en cada gesto.”
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