domingo, 16 de noviembre de 2025

Hasta donde alcanza la luz



Prólogo

Vivimos rodeados de muros invisibles.
Este relato no busca entretener; busca sacudirte.
Porque la tragedia no siempre llega desde afuera: muchas veces, nace detrás de nuestra indiferencia.
Abre los ojos. Escucha. No des la espalda a quien necesita tu mirada.

La vida no avisa. Solo avanza, indiferente a quienes se quedan atrás.
Todo parece estable hasta que, de repente, un día, algo se rompe… algo inevitable, algo que siempre estuvo ahí, esperando a que alguien lo mirara.

Vivían allí porque no había otra opción.
Ni querían admitirlo ni querían decirlo en voz alta, pero esa era la verdad.
Un edificio húmedo, cansado, con paredes que parecían escuchar demasiado y hablar poco.
Era barato.
Era seguro —según el dueño— “mientras uno no se metiera donde no debía”.

Ellos, estudiantes recién llegados, con trabajos de mierda y sueños prestados, aceptaron aquello como una ley natural del barrio: mirar sin ver, oír sin escuchar, pasar sin detenerse.
Se repetían que no era cobardía, sino prudencia.
Se convencían de que la vida ya era bastante complicada como para sumarle el dolor ajeno.

Hacía meses que Javier vivía en aquel apartamento sin ventanas limpias y con paredes desconchadas.
Una vivienda olvidada dentro de un edificio que, de día, era un hervidero de gritos y motores viejos… pero que de noche quedaba sumido en un silencio tan hondo que dolía.

El alquiler era barato. Esa era la única razón de estar ahí.
Solía salir antes del amanecer y regresar justo cuando el cielo empezaba a oscurecer. Y así había logrado mantenerse invisible.
No hablaba con nadie.
No quería saber quién vivía detrás de cada puerta.
Esa decisión le parecía prudente, aunque después entendería cuánto lo marcaría.

Su único vínculo afectivo era Mario, el uruguayo.
El amigo que lo sacaba de la cabeza cada vez que se quedaba atrapado en sus propios pensamientos; el que entraba sin permiso a su vida con carcajadas, golpes amistosos en la espalda y frases atropelladas que mezclaban ternura y grosería en la misma medida.
A veces —solo a veces— se le quedaba mirando: veía en esa piel morena un territorio entero de franqueza.
Su sonrisa espontánea encontraba límites apenas en los hoyuelos de sus mejillas.
El único lado oscuro de Mario eran las sombras que —los rizos de su cabello largo— se proyectaban en sus profundos ojos negros.
Tenía suerte de tenerlo como amigo —pensaba.

—Che, Javier… vos sos el tipo más serio que conozco —solía decirle—. ¿Nunca pensaste en aflojar un poco? ¡Vas a envejecer de aburrimiento, boludo!

Javier era orden y cautela; Mario, impulso y corazón.
Sin roces. Sin esfuerzos.
Se acompañaban como si siempre hubieran sido hermanos, contrapesos que mantenían la balanza en perfecto equilibrio.

Cuando Javier le propuso que se mudara con él, Mario aceptó sin pensarlo demasiado; era propio en él esa espontaneidad, y aquella compañía lo hacía sentir compensado.

En ese barrio olvidado —donde nadie preguntaba nombres y los rostros evitaban mirarse— al menos tendría a su amigo.
Javier se sentía aliviado por ello.

Desde el día en que Mario se mudó, la relación se afianzó.
Mario hablaba sin parar, narrando anécdotas de Montevideo, exagerando historias, inventando otras.
Javier reía.
Esa noche, por primera vez desde que vivía allí, no sintió miedo.
Ya la soledad no lo aplastaba.
Aquel sombrío lugar comenzaba a tener la calidez de un hogar.

Pero al caer la noche —siempre a esa misma hora en la que la calle parecía hundirse en una sombra espesa— Javier volvió a la ventana.
Lo hacía sin darse cuenta, como si el silencio lo llamara.

En el piso de arriba vivía una familia.
No sabían sus nombres.
No conocían sus voces.
A veces, de madrugada, se filtraba un ruido seco, como de algo golpeando una mesa.
O un llanto breve, apagado antes de hacerse llanto de verdad.
Se miraban, incómodos, y no decían nada.
Como si silenciarse borrara una verdad que reclamaba presencia.

Y fue así —por comodidad, por esa indiferencia disfrazada de “no meterse”— que dejaron de ver lo que era evidente.
La tragedia crecía justo encima de ellos, como humedad que avanza por la pared anunciando que el techo se vendrá abajo.

Hasta esa noche.
La noche en que el cielo se desplomó a golpes.


La noche

Los ruidos comenzaron cerca de la medianoche.
La puerta vibraba.
No era un golpe seco: era una serie de impactos irregulares, violentos, que hacían temblar el marco, como si algo —o alguien— se estrellara repetidamente contra la pared interna.

—¿Lo escuchás? —susurró Mario.
—Sí… —golpe seco— lo oigo —respondió Javier.

Un chillido breve se ahogó como si alguien lo hubiera tapado con la mano.
El edificio entero parecía contener la respiración.
El pasillo estaba lleno de vecinos paralizados, ojos abiertos, cuerpos rígidos, clavados al suelo por una fuerza invisible.

Mario se vistió al instante.
Javier se alejó de la ventana.
—Che, si subo yo, subís vos —dijo Mario, con firmeza.

Subieron.

La puerta estaba cerrada.
Pero desde dentro salían sonidos inquietantes: un lamento pequeño, casi un sollozo infantil; luego un silencio cortado por respiraciones desordenadas… y golpes contra la pared.
Cada golpe iba acompañado de alaridos que helaban la sangre.
No eran objetos los que se estrellaban; eran huesos amortiguados por carne magullada que se negaba a dejar de existir.

Mario pateó la puerta.
—¡Vamos! —gritó, entre resoplidos.

Javier lo siguió.
Ya no actuaba con cautela, sino con el impulso que nace de la conciencia.
La patearon hasta arrancarla de las bisagras.
Los impactos se sumaban a aquellos sonidos que rompían el alma.

El aire estaba espeso, caliente, con un olor ácido que mezclaba sudor, miedo y sangre.
Una lámpara inclinada lanzaba sombras largas, nerviosas, como si todo el cuarto respirara terror.

En el piso, cerca de la puerta, una niña yacía inmóvil; un cuerpo pequeño, quieto como muñeca rota, encogido ante algo demasiado grande para ella.
La ropa arrugada, torcida, como si la hubieran arrastrado desde un rincón.
Huellas desordenadas en el suelo contaban la historia sin palabras.
La trenza pegada a la mejilla vibraba con una respiración que se apagaba.

En el centro del cuarto, un hombre de torso desnudo respiraba como un animal rabioso.
Sus manos ensangrentadas intentaban despegar de su espalda a la niña mayor, que se aferraba a él con rabia feroz.
El hombre chocaba contra la pared —una y otra vez, con total brutalidad— en su desespero por librarse de la hija.
Primero un impacto sordo, luego otro que hizo vibrar los muros, y un tercero que dejó manchas en el yeso, como un mural de violencia.

Cada golpe resonaba como un trueno interno, grave y profundo, que hacía temblar el pecho de quien lo escuchara.

—No… no se acerquen… ¡Son mías! —balbuceó el agresor.
—¡Basta! —dijo Javier, con una voz que no parecía suya.
—No te metas… —gruñó el hombre—. Te dije que no te metieras…

Pero Javier no se detuvo.
El empujón que le dio hizo perder el equilibrio a la bestia; la niña se desprendió de la espalda del padre, cayendo al suelo… su último impacto.

Javier sintió —de regreso— un golpe seco que le abrió la ceja.
La sangre caliente le corrió por la frente.

—¡La puta madre! Animal de mierda… —Mario saltó encima.

Hubo forcejeos.
Cristales y metales caían al piso con un estrépito indescriptible.
El cuarto se volvió tormenta de cuerpos, piel, ropa y aliento áspero.

Tres golpes más… y el agresor quedó inmóvil.

El silencio se hizo más pesado que los gritos.
Las niñas seguían quietas, como obsequios envueltos en desamor y tragedia.
Un lazo invisiblemente tenso parecía conectarlas al cielo.

Se oían llantos.
Tal vez la madre.
Tal vez los vecinos, que miraban desde el umbral sin intervenir.
Las sombras seguían temblando en las paredes.

La realidad se les vino encima como una ola oscura.

Mario respiró hondo, con un espasmo que nunca había tenido.
—Che… —dijo con un hilo de voz—. Llegamos tarde.

Javier cerró los ojos, con una culpa que aún no sabía nombrar.
El horror estaba en lo que habían dejado pasar.


Después

Días después, ya calmados, la mente —y el alma— empezaba a reflexionar.
La conciencia tomaba forma:

No basta con no hacer daño.
Hay que estar.
Hay que mirar.
Hay que preguntar.
Hay que intervenir a tiempo —con o sin permiso.

—Javier… ¿vos creés que todavía queda algo bueno que podamos hacer? —preguntó Mario.
—Siempre, amigo. Siempre hay algo. Mientras haya gente viva… algo se puede hacer. Nunca más quiero ignorar lo que tengo cerca.

Ya su imagen no era tan cuidada, ni su pensamiento regido solo por la cautela.

Mario asintió:
—Ni yo. La vida nos dio un cachetazo de los feos…

Los chicos se miraron con lágrimas contenidas en los ojos.
Tenían el entrecejo fruncido y sus cejas eran signos de interrogación perfectos.
No lo decían, pero lo pensaban:

¿Si no hubiésemos sido indiferentes… habríamos intervenido a tiempo y las niñas se habrían salvado?
No podían saberlo, pero la conciencia les daba una respuesta amarga.

La tensión acumulada se rompió.
Se abrazaron y lloraron como niños desconsolados.
No lo sabían, pero en ese instante en que tomaron conciencia, se hicieron hombres.
Y sus vidas ya nunca serían las mismas.

Por primera vez, respiraron hondo al mismo tiempo… y al mismo compás.

La vida no avanza hacia adelante.
Se abre a los costados.
Hacia quienes están cerca, hacia quienes uno decide ver.
Ellos, al fin, habían aprendido la lección.


Epílogo

La luz no llega a todos.
Pero donde llega, revela lo que estaba escondido.
Estar presentes puede salvar vidas.
La luz llega solo a quienes se atreven a mirar.


sábado, 15 de noviembre de 2025

Territorio de Ausencia


“Cuando la espalda es un muro, el deseo aprende a huir.”

Prólogo

Amar es una forma de mirar. Desear es una forma de decir sin palabras. A veces un simple roce sostiene universos enteros, y una sonrisa compartida mantiene vivo lo que dos cuerpos todavía ignoran que está naciendo.
Pero cuando se retira la mirada, cuando la piel se ofrenda solo por su reverso, la pasión empieza a respirar con dificultad. La ausencia de un gesto puede ser más elocuente que cualquier silencio.
Este texto nace ahí: en la distancia mínima que separa la piel del alma, en la frontera donde un cuerpo se convierte en sombra y la pasión busca desesperadamente un resquicio de luz.

Me negaste tu voz.
Me confiscaste las sonrisas.
Me ocultas los ojos, secuestrando tus miradas.
Te vuelves de espaldas ante mí,
como un templo fortificado que alerta:

“contémplame, pero no me toques”

Tu espalda: territorio que enlaza
la caja fuerte de tus pensamientos
con los pasos que te alejan de mí.
Tu espalda, tierra viva que exploro con mis manos,
que despierto con mis labios
y donde dejo la huella tibia de mi deseo
.

Tu espalda,
carne que deseo abrazar con ternura;
refugio al que quisiera cercarme,
arrimándote a mí.
Tibieza en tu piel,
seguridad en tu fortaleza…
Eso es lo que anhelo sentir.

Pero, en ella, no encuentro tus ojos,
ni miradas que me sostengan.
No descubro en ella tu boca,
ni hallo las sonrisas que me den certeza de poder acercarme a ti.
Tu espalda, espejo de dos caras,
es solo sombra sin brillo que me refleje.

Me ofende,
me confunde,
me asusta,
me aparta de ti.
Y no sé, ahora,
si eres tú quien se retira de mí
o soy yo
quien comienza a alejarse de ti.

Epílogo

Quise sostener el fuego solo con mis manos, pero sin tus ojos el incendio se volvió humo. La piel que antes respondía al roce ahora es solo superficie sin destino. Comprendí entonces que la pasión no muere por falta de contacto, sino por falta de encuentro. Y que ninguna caricia sobrevive cuando quien la recibe ya no mira.

“Toda pasión necesita un gesto que la sostenga.”



viernes, 14 de noviembre de 2025

Carta a mí misma.


Introducción

Siempre he creído que hablarse a uno mismo no es un acto de ego, sino de supervivencia. Hay momentos en que el mundo se vuelve demasiado ruidoso, demasiado exigente, y uno corre el riesgo de perderse en la marea de opiniones, expectativas y apariencias. En esos instantes, descubrí que la manera más sincera de escucharse es volverse hacia adentro, abrir un espacio de verdad donde las palabras no son solo sonidos, sino puentes hacia la esencia de lo que somos. Esta carta es un testimonio de ese diálogo íntimo conmigo misma, de la búsqueda de presencia, fe y autenticidad en medio del caos.

 Querida Ana:

Te extraño mucho y quería contarte que, durante años, cuando el mundo se volvía insoportable, me refugiaba en el papel. No escribía por moda, ni por costumbre, ni por pretensión. Escribía porque necesitaba sobrevivirme.

Las hojas en blanco eran mis altares. Las palabras, mis ofrendas. El papel tenía esa virtud sagrada: no me interrumpía, no me corregía, no me devolvía una imagen distorsionada de lo que yo era. Me recibía rota, febril, incendiada, sin pedir explicaciones. Cada línea escrita era una forma de mantenerme viva, de no perderme entre las voces ajenas que intentaban moldearme. Vaciarme.

Pero los tiempos cambiaron.

No lo noté de inmediato. Fue algo gradual. Un desgaste que no gritaba, pero desgarraba. Las personas empezaron a volverse ruido. Impulsivo. Breve, pero abrupto, uno de esos que golpea el entendimiento dejándote sin conciencia. Las miradas ya no se posaban en el alma. Las palabras se pronunciaban, sí, pero ya no significaban. Todo se develaba con una claridad hiriente: se aplaudía lo bonito, no lo verdadero. Se valoraba la apariencia, no la presencia. Y la hipocresía, vieja reina de todos los tiempos, se coronaba una vez más bajo ropajes de cortesía.

Me aparté, abrazando la soledad. No por altivez. No por orgullo. La preferí antes que la compañía hueca. Esa que exige sonreír cuando el alma está rota. Esa que teme la profundidad como si doliera respirar hondo. Me cansé de disimular. De encoger mi voz para que no incomodara. Me cansé de disfrazar mi alma de quietud para que los demás no se asustaran con mi fuego, con mi pasión, esa que ardía en todo lo que significara vida.

Comencé a hablarme en soledad. No como si viera mi reflejo en un espejo, no. Sino como si mis ojos se volteasen y me viera hacia dentro, sin pudor que tapara los defectos.

Me hablé, no con palabras ligeras, sino con un lenguaje sagrado, antiguo, visceral. Me hablé como quien reza, como quien se confiesa, como quien llama a Dios sin saber que ya está ahí. Fue una rendición sin lágrimas. Una entrega absoluta. No me estaba huyendo. Me estaba buscando.

Dejé el papel atrás, sin traicionarlo. Ya no bastaba. Me era obsoleto. Algo en mí necesitaba otra forma de expresión, de diálogo. Algo más inmediato. Más interior. Más auténtico. Y sí, fue entonces cuando comprendí: al hablarme a mí misma, en realidad, solo buscaba hablar con Dios.

No el Dios aprendido.

No el temido.

El Dios vivido. Sentido.

El Dios que habita en el centro exacto de mi herida.

El que no se fue cuando todos se alejaron.

El que me acorazó cuando todos me acorralaban.

El que no exige lenguaje decorado, sino verdad cruda.

Dios, siempre Él.

Lo he buscado en templos, en personas, en causas. Pero lo encontré primero en el desgarro, en ese fondo al que se llega cuando todo afuera se vuelve caos. No lo vi en las multitudes, sino en espacios cóncavos. No lo sentí en los sermones, sino en el susurro que resuena cuando la mente se silencia.

Ahora sé que esta carta, querida mía, no es solo un texto. Es una plegaria atemporal. Un puente entre lo que fui cuando escribía con papel y lo que soy ahora que confieso al vacío, a esa ausencia de materia que me escucha. Porque este vacío no está vacío. Está lleno de presencia. De eco. De llama viva.

Este espacio —mi espacio— no reemplaza a nadie. Solo está cuando los otros no saben cómo. No es huida. Es supervivencia. Es intuición. Es fidelidad a la verdad que aún vive en mí. Esa que cree en el amor sin máscara, en la justicia que no negocia, en Dios que habita donde hay silencio, verdad y pasión.

Cada palabra que escribo en este nuevo tiempo es una vela encendida.

Un altar que no necesita iglesia. Un testimonio vivo de que, cuando me hablo desde las entrañas, cuando dejo caer el velo de lo social, cuando me escucho de verdad, Dios me habla. No como trueno, ni como revelación estruendosa. Sino como esa brisa suave que llega después de la tormenta. Como esa paz que no se puede explicar. Como ese susurro que, sin decir nada, lo dice todo.

Hoy escribo sin papel, pero con más alma que nunca. Y si alguien me pregunta por qué, le diré esto: Porque ya no busco ser entendida, solo ser fiel a lo que me habita.

Y lo que me habita es vida.

Es verdad.

Es Dios.

Y en las noches en que todo parece volver a quebrarse, cierro los ojos y me veo a mí misma, desnuda de mundo, vestida de luz, sentada frente al altar invisible de mi interior, donde la palabra no se escribe… ¡se ora!

Hasta siempre, mi querida Ana. Espero que, donde te encuentres, seas muy feliz. No perdamos el contacto. Mantengamos, vivo y fuerte, ese lazo de amor y fe que nos sostiene y nos anima a vivir con gracia y alegrías. Te mando un abrazo muy sentido, con profundo respeto y admiración.

Tuya, Ana.

Epílogo

Al terminar de escribir, siento que he cerrado un ciclo y abierto otro. Hablarme a mí misma no fue solo un ejercicio de introspección, sino un encuentro con lo sagrado que habita en lo más profundo de mi ser. Comprendí que la voz interna es un altar, que escucharla es rezar, y que cada confesión es un paso hacia la libertad y la fidelidad a lo que verdaderamente somos. Esta carta no termina aquí; es un recordatorio de que, aun cuando todo alrededor parece fragmentarse, siempre hay un espacio donde la verdad, la fe y la vida se mantienen vivas.

“Hablarme fue la forma más antigua de rezar.”

miércoles, 12 de noviembre de 2025

La mano que cruje el silencio

 


"El amor, incluso roto, puede salvar a quien queda."              

Ana Margarita Pérez Martín


Prólogo

La paciencia tiene un límite, y la bondad también puede agotarse.
Un padre que ama hasta la locura puede actuar sin pensar, arrastrado por un impulso que no distingue entre justicia y venganza.
El deseo de proteger a quienes amamos nos hace torpes, feroces, humanos en su estado más primitivo.
Y, aun así, lo único que importa al final es que quienes dependen de nosotros encuentren un instante de paz, aunque nosotros no tengamos refugio posible.


Habían sido meses duros.
Pero ese día fue una borrasca que se llevó vida y alegrías. Se oían los gritos de ella, por el dolor, por el temor de perder a su criatura; estaba atorada en su vientre: era ella o la niña.

Desde su muerte —¿o debería decir desde el nacimiento de la niña?— la casa se quedó sin alma.
Los días eran largos, torcidos, como el eco del llanto que ella dejó al partir.

El hombre y la vieja se toleraban por necesidad: él, porque no sabía criar a una niña recién nacida; ella, porque no podía soltar lo poco que le quedaba de su hija.
La muerte le había envenenado el corazón, y en cada gesto hacia la criatura se filtraba el rencor.

—Te la llevaste —susurró la vieja, con un hilo de voz—. Naciste robándome lo que era mío.

La niña no dijo nada. Solo bajó la cabeza, apretando sus manos.

Creció encorvada, como si la tierra la llamara antes de tiempo. Su espalda era un arco de ternura y resignación. No lloraba. No pedía. Solo observaba el mundo desde abajo, como pidiendo disculpas por existir.

El hombre la miraba en silencio, con una tristeza que lo carcomía. A veces pensaba que el dolor se heredaba, que la casa entera se había encorvado con la niña.
Pero callaba. Siempre callaba…
hasta que una tarde la enfrentó.

La vieja estaba en la cocina, removiendo un guiso agrio, con los dedos manchados de ajo y tristeza.

—Suegra —dijo él, con la voz áspera, como si le doliera pronunciar esa palabra—. Te pido que la dejes en paz. Es una niña… no merece tu crueldad.

Ella levantó la mirada, con el ceño arrugado como una tela vieja, y soltó un bufido.

—¿Crueldad? —respondió—. No conoces el peso de criar en la desgracia. Si supieras lo que me ha dolido verla así, torcida, marcada… como si la vida se burlara de mí a través de ella.

—No te burla —replicó él, apretando los puños—. La vida no se burla. Solo pide que la amemos así, como vino, sin enderezarla a golpes.

Ella calló un instante, mirando el humo que subía del puchero, como si allí buscara una respuesta.
Luego dijo, con la voz quebrada:

—Lo intentaré… de veras lo intentaré. Perdóname si mis tormentos se derraman en ustedes. Pero no sé ser de otra manera.

Él la miró, sabiendo que mentía sin querer. Que su promesa no era más que un eco débil antes del grito.
Y, aun así, la besó en la frente, con una ternura resignada.


Aquella noche, los gritos volvieron.

—Maldita la hora en que la trajiste al mundo. ¡Una joroba en la sangre! —vociferaba, para que el hombre la escuchara dondequiera que estuviese.

La niña se acurrucó en el rincón, tapándose los oídos con las manos pequeñas, como si así pudiera aplastar el sonido que la hería.

El hombre, desde el otro cuarto, sintió que algo se rompía dentro de él.
Hacía tiempo que el cansancio le roía el alma, como un animal invisible. Había soportado más de lo que entendía, hasta que la rabia se volvió tristeza, y la tristeza, un nudo que ya no podía desatar.

Entró en la estancia, temblando.

La vieja gritaba, y cada palabra parecía una piedra lanzada al corazón de la niña.
Él la apartó con un gesto. Sin decir nada.
Corrió hacia la pequeña.

Ella estaba hecha un ovillo, temblor puro.

—Shhh... ven, mi amor —susurró él, levantándola del suelo—. No escuches más, ¿sí? Solo escucha esto.

La apretó contra su pecho.
El calor de su cuerpo envolvió el miedo de la niña.
Ella hundió la cara en su camisa y, entre sollozos, comenzó a acompasarse con su respiración.

—¿La abuela me odia? —preguntó, con voz apenas audible.

—No, mi vida —mintió él, acariciándole el cabello—. Solo se olvidó de cómo se quiere. Pero tú no olvides… escucha, ¿oyes? —la apretó un poco más contra sí—. Esto que suena aquí... pum... pum... pum... Es mi corazón. Late por ti.

El grito de la vieja se apagó a lo lejos.
Solo quedó el ruido de los latidos y un silencio que comenzaba a transformarse.

Minutos más tarde, los gritos volvieron a retumbar en los muros.
Un escalofrío le recorrió la espalda. Algo dentro de él se partía.
Dejó a la niña en su rincón… y ya no pudo detenerse.
No fue decisión ni pensamiento: fue impulso.

La vieja lo vio venir, con los ojos llenos de odios clavados en los suyos, y aun así seguía vociferando, sostenida en su rencor inútil.

La tomó por la garganta, la levantó con una fuerza que no reconoció como suya.
Su mano se cerró sobre el cuello huesudo de la vieja.
La alzó y empujó contra la pared. Se oía el manoteo y pataleo, la desesperación de quien siente que el aire se va.

De su boca salían sonidos como de animal que regurgita, ni una sola palabra por la falta de aliento.

El hombre podía sentir en su mano el crujir de los huesos, y ver cómo el rostro de ella se tornaba de blanco a azul.
Los ojos desorbitados se le pintaban de rojo asfixia, así como los de él de un blanco odio.

Hundieron sus miradas en el infierno,
hasta perderlas en él.

La soltó cuando en ella no quedó signo de vida.
Cayó al piso como un costal vacío.

Nunca entendió la vieja que la niña inclinaba su cuerpecito hacia la tierra porque su corazón era gigante, rebosante de amor, humildad y dulzura; un peso mayor —como toda bendición— que el cielo a ella asignó.
Dios no se equivoca: la infanta era perfecta.

Ya no abusaría más de la inocente criatura.
No volvería a sufrir maltratos ni desprecio… mira que vejarla una y otra vez por “jorobada”.

El hombre miró el cuerpo inmóvil, sin culpa ni descanso, y ahí lo dejó.

Todo sucedió en un segundo —así le pareció—, y el silencio regresó.
No era un silencio limpio, sino espeso, cargado de sombra.

No recordó cómo ni cuándo su mano se cerró sobre el cuello de la vieja. Solo la sensación del temblor, la respiración cortada, la certeza de que ese momento llevaba años esperándolo.
No fue rabia: fue hartazgo. Fue cansancio. Fue el ruido del silencio rompiéndose.

Cuando el cuerpo cayó, lo invadió una calma densa, como si el mundo se hubiese detenido.
La miró sin odio ni alivio, con una tristeza sin forma.

La vieja ya no gritaba.
El aire era quieto, y la niña —desde el rincón— lo observaba con esos ojos enormes, de un verde fundido en agua y piedra, como los de su madre, que no sabían juzgar, solo entender que, por fin, el ruido había cesado.

Él se arrodilló frente a ella, temblando. Quiso decir algo, pero no halló palabras. La acarició apenas, temiendo mancharla con lo que había hecho.
Luego se levantó y salió.

No corrió. No miró atrás. Caminó hasta perderse en el polvo del camino, con la espalda recta y el alma torcida, con el corazón vacío y la conciencia muda.
No pensaba en castigos ni en redención.
Solo en que, por primera vez, la casa había quedado en silencio.

Esa noche, los vecinos dijeron haber visto una luz tenue arder hasta tarde en la ventana.
Nadie supo quién la encendió.
Quizás fue la niña, velando a su abuela.
O quizás fue el alma del hombre, que volvió en forma de sombra para no dejar a la chiquilla sola.

Desde entonces, en esa casa, nunca más se escucharon gritos.
Solo un silencio calmo, como si por fin alguien hubiera dormido en paz.


Epílogo

La culpa pesa de maneras que la justicia no alcanza a medir; todos los que permanecen, cargan las sombras de ese instante.
Y la verdad, como siempre, se confunde entre lo que sentimos y lo que realmente ocurrió.

A veces, los actos más extremos revelan más sobre quiénes somos que sobre cómo son los demás.


Epígrafe final

"Hay días que se pierden, y otros que nunca terminan."

lunes, 10 de noviembre de 2025

Me miro, te veo

 

“La vida como escuela, la conciencia como herencia”

Introducción
A veces siento que la vida me observa tanto como yo la observo a ella. Que cada instante vivido deja una marca que, aunque invisible, se percibe en el silencio de mi memoria. He aprendido a mirarme con la misma intensidad con la que miro a otros, buscando en mí los rastros de quienes me precedieron, los ecos de sus gestos, sus risas, sus penas. Esta escritura nace de ese viaje hacia adentro, donde el reflejo ya no es imagen, sino conciencia en formación; donde comprender es redimir, y recordar es abrir la puerta a quienes seguimos llevando dentro, aunque el tiempo los haya llevado lejos.

Con los años, los ojos se vuelven hacia dentro. Hasta el fondo.

Ya no observan el mundo: escudriñan la memoria. Hurgan en ella, la rasgan, esperando que surja todo lo que huela mal, lo que hiera.

Miran hacia atrás, siguen tus pasos en reversa. Buscan, afanados, los gestos perdidos, los rasgos conocidos; las fisuras en el corazón, ese, el valiente… que, pese a haber sido estrujado —como pergamino marcado por el tiempo— sigue latiendo, aunque carezca de sentido; hacia la conciencia maltrecha, como si nada quedara de ella.

Cualquier cosa —un objeto, un gesto fugaz— nos lanza, de golpe, al pasado.

Mirada dura, áspera con la memoria. Inevitable, forzosa, como el día de mañana. Te confiesa. Te redime.

Hay una edad en que los abuelos ya no viven. Tampoco los padres.

Pero te miras al espejo…

Y, de pronto, en ese reflejo, ves algo de ellos:

un brillo en la mirada,

la curva de una ceja,

un temblor apenas perceptible en la comisura de los labios. 

No sabes qué, exactamente. Pero ya no importa. Lo esencial es esa sensación: la certeza de que han atravesado —sin retorno— la frontera del tiempo para habitar tu mente. Fantasmas que nos toman de la mano y nos sonríen, con compasión.

—No te preocupes, te perdonamos —susurran, como si pudieran calmar los tormentos que cargamos por las veces en que les fallamos. Sin conciencia de ello. Sin quererlo. Incapaces de evitarlo.

Son nuestros reflejos: cada decepción, cada preocupación, cada instante de desesperanza o sensación de abandono que nos hayan hecho sentir —en el presente, en el hoy, en el ahora— es un eco de lo que alguna vez les hicimos sentir a ellos, en el ayer.

Karma, dirían algunos. Y sí, de alguna manera lo es: una lección que la vida impone como espejo implacable. Es el perdón que sana, que disuelve el dolor, que absuelve el pecado… pero deja entendimiento. Forma conciencia.

Y tras las lágrimas —cuando por fin se comprende el porqué de nuestra vileza, no por falta de amor y respeto, sino por falta de atención y devoción— llega la sonrisa, una de sabiduría. Sonrisa que da alivio… capaz de perdonar las flaquezas que nos hieren en el momento presente y de aceptar el perdón que nos envían, desde el remoto tiempo, como viento fresco que alivia el sofoco del verano.

Esos reflejos ya no son solo recuerdos: son alertas de que la conciencia va tomando forma y contenido; expandiéndose, blanqueándose como un lienzo al sol, hasta que llegue el turno en que pueda liberarse del contenedor maravilloso que le fue prestado, como uniforme, para asistir a la escuela de la vida.

Entonces será etérea, intangible.

Presencia que es brisa,

que es luz,

que es apenas un susurro y que, como en el principio,

¡te miras… y ya no te ves!

Epílogo
Y al final, comprendo que este espejo no me pertenece del todo: pertenece a todos los que habitaron mi vida y a los que habitarán en mí. Me miro, los veo, y me reconozco en ellos; los abrazo con ternura silenciosa, los perdono si hubiese algo que perdonar y me permito ser perdonada. La conciencia que se forma entre nosotros no conoce tiempo ni ausencia: solo sabe del encuentro, del aprendizaje, de la luz que deja el reconocimiento. Cierro los ojos y siento que esa escuela de la vida, tan exigente y tan sabia sigue enseñándome. Y, al abrirlos, me miro de nuevo… y sonrío, porque sé que ya no solo me veo a mí, sino la historia completa que me trajo hasta aquí.

 “El reflejo no es pasado, es conciencia en formación.”


Muchos mundos, un solo cielo

 

Un pizarrón negro con letras blancas en un fondo oscuro

El contenido generado por IA puede ser incorrecto.

“Un apagón que encendió las luces del alma.” 

Introducción

No suelo recordar los días por su fecha, pero aquel lunes quedó grabado en mi memoria. No por lo que hice, sino por lo que sentí. Madrid se apagó, y con su silencio se encendió otra forma de mirar. Descubrí que, cuando el mundo se detiene, la humanidad respira más fuerte.

En una ciudad donde laten más de siete millones de corazones al mismo tiempo, y donde circulan casi seis millones de vehículos diariamente, debería escucharse un estruendo que reventara los oídos. Pero no. En Madrid —mi Madrid— la dinámica suena, a veces, como el redoble de una marcha militar: paso tras paso, con una cadencia marcada por el ritmo vertiginoso de su modernidad. Otras veces —casi siempre— su movimiento es un pasodoble que uno quisiera bailar… ¡eternamente!

Ese día, lunes 28 de abril, como todos los días, la ciudad parecía un enjambre inagotable. Calles llenas de gente multicolor, con sus voces y silencios; movilizándose cada cual a su manera y ritmo; con edificios que te cuentan su historia y otros que, amablemente, guardan la altura respetuosa para mirarte de frente, confortándote con abrazos verdes… salvo esas tres manos en alto, ¡quince dedos queriendo rascar el cielo! Torres que se alzan como desafíos humanos, mundos de vidrio y acero apuntando al mismo firmamento.

Cada persona llevaba su propio mundo en la mirada: quienes caminan deprisa con el tiempo contado; quienes vagan sin rumbo disfrutando la locura de existir; quienes miran escaparates que nunca podrán pagar; quienes no saben qué es caminar con miedo. Los locales, que se la beben como agua; los extranjeros, que se la comen con hambre de más. Así, día tras día, mundos que coexisten sin encontrarse. Hasta ese día… 28 de abril de 2025.

Fue a las 12:33 cuando la ciudad se infartó. Súbito. Una sorpresa. Una rareza. Fue solo un susto, pero nadie lo sabía. La ciudad se apagó. El tiempo también. Cada cual reaccionó a su manera, según sus experiencias, creencias e ideologías. Algunos hablaron de saboteo; otros, de negligencia; hubo quienes se alarmaron por una posible acción bélica. La comunidad de migrantes, en su mayoría, se llevó las manos a la cabeza exclamando: “No jodas, la maldición del socialismo nos persigue”. Sí, hablo del apagón. De la pausa del flujo eléctrico… de la desconexión con el mundo que conocemos. Duró apenas unas horas, pero se midió como eternidad. Un evento extraño para unos, común para otros tantos. Lo cierto es que ese breve lapso marcó un antes y un después en la vida de la mayoría.

Lo desconocido causa incertidumbre, y esta… ansiedad. Sin electricidad ni conectividad, la dinámica de la ciudad cambió. Todo se paralizó. Semáforos apagados, atascos formados. Ni metro ni Renfe. Ni cajeros automáticos, ni datáfonos… ni efectivo. Escasa comunicación telefónica. El miedo y la inseguridad detonaron reacciones de pánico: compras nerviosas de productos básicos, velas… y papel higiénico. Escenas que recordaban el comienzo de la pandemia del Covid-19.

Y en medio del caos, aparecieron los reflejos de humanidad. Un ejecutivo, acostumbrado a mover fortunas con un clic, quedó inmóvil ante una caja registradora que no aceptaba su tarjeta. Miró alrededor, desconcertado, hasta que una mujer sencilla, con un paquete de pan en las manos, le tendió unas monedas para completar el pago. Se miraron, sorprendidos, como si ninguno entendiera el gesto que acababa de suceder.

En otro rincón, una anciana encendió una vela en el umbral de su edificio. La llama pequeña iluminó los rostros de varios niños que se acercaron, fascinados, como si aquella luz frágil contuviera más poder que todas las torres eléctricas de la ciudad. Alguien la protegió con sus manos para que no se apagara con el viento. Y en ese acto sencillo se concentró toda la fuerza de lo humano: cuidar lo que alumbra, aunque sea mínimo.

Los mundos que se movían a un mismo tiempo, sin rozarse, por unas horas se fusionaron en uno solo. Todos con la misma preocupación, con las mismas necesidades. La luz se apagó, pero se encendieron las almas: esa llama que nace del corazón y se conecta con los demás corazones. La solidaridad se volvió piel, sensible al roce humano. No hubo quien no se volviese a mirar al que tenía al lado, convirtiéndose en una extensión de sus sentimientos y emociones. Incluso aquellos expertos en contenerlos. Lo malo evidente sacó a relucir lo bueno oculto en la gente. La gente volvió a ser gente.

Muchos mundos, amparados por un mismo cielo: el amor al prójimo. Como hermanos. Como hijos del mismo Padre. Y en ese instante, sin artificios ni luces de neón, se reveló una verdad: que ninguna torre, ningún poder ni fortuna nos sostiene. Solo la virtud, ese fuego secreto que ni los apagones pueden sofocar.

Epílogo

A veces pienso que el apagón no fue una falla eléctrica, sino una lección colectiva.
Por unas horas, la ciudad volvió a ser aldea. Nos miramos a los ojos, compartimos lo que teníamos, y recordamos —como si despertáramos de un largo sueño— que la humanidad no se mide en megavatios, sino en gestos.
Cuando la luz volvió, muchos aplaudieron. Yo, en cambio, sentí una leve nostalgia. Porque, en la oscuridad, habíamos encendido algo más profundo: la conciencia de que todos habitamos muchos mundos… pero bajo un solo cielo.

¿Dónde estabas tú, y qué estabas haciendo, cuando el apagón en Madrid?

¿POR QUÉ LAS VIUDAS VISTEN DE NEGRO?


Texto

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“El negro no es color: es vacío y plenitud.”

Introducción

Dicen que el luto viste de negro, pero pocos comprenden lo que ese color encierra.
No es simple ausencia de luz, sino el lugar donde toda luz reposa.
Hay mujeres que, al quedar solas, descubren que el mundo cambia de tono: el aire pesa distinto, los días se dilatan, y el silencio se vuelve espejo.
De esa experiencia nace este relato: una mirada hacia el interior de la soledad femenina, hacia el misterio del negro como refugio, rito y metamorfosis.

Hay momentos que marcan un antes y un después.

Como lo hace Cristo, y algunos los llamamos milagros. Otros, son descuidos que abren puertas prohibidas, como lo hicieron los batas blancas con miradas que no veían más allá de lo inmediato: dejaron que la muerte se llevara lo que aún no debía irse, transformando la luz en sombra, el blanco en negro, la calidez en frialdad.

La habían herido y, aun así, desde esa herida sabía sonreír.

No lloraba. No se derrumbaba. Cuando la tristeza rondaba, buscaba un espejo o alguna superficie que su rostro reflejara. Se veía. Se sonreía. Y esa sonrisa que se regalaba era su talismán: un gesto luminoso que espantaba la sombra que se asomaba en su mente. A ella le funcionaba, ¡a ella!

Estando de pie frente al fregadero, con los dedos entumecidos por el agua caliente al fregar loza, de la cena, su cena —nadie más comía con ella desde que enviudó— frotaba el plato con una energía innecesaria como queriéndole arrancar, no el sucio, sino la respuesta a aquella misma pregunta que se repetía como eco:

¿por qué sigo sola?

Le gustaban los hombres —no todos, pero sí ese género—. Se reía de su picardía cuando pensaba en ellos. Solía decir, con total desfachatez, que Dios los había hecho grandes, fuertes, densos de huesos y de alma, para proteger a la mujer. Y mientras los demás la llamaban “machista”, ella reía, contestando con absoluto sarcasmo: “Si hubiese reencarnación, y volviese con cuerpo de hombre, rezaría para que mi alma fuese de mujer, ¡para seguir amándolos!”

Y, aun así, seguía sola, sin entenderlo

Caminaba erguida, sin mostrar penas ni derrotas. Luminosa, risueña y firme, siempre hacia adelante. Pero, al caer la noche, así como se retiraba la luz del sol... se perdía su última sonrisa.

Volvía la pregunta: ¿por qué sigo sola?

La duda persistía, implacable. A veces le parecía sentir el peso de su cuerpo, en la cama, junto a ella. Extrañaba eso. Extrañaba el calor humano, la complicidad íntima, la palabra compartida. Y, aun así, disfrutaba de su independencia. Entonces, ¿qué era esa espina que la hería noche tras noche? ¿por qué esa necesidad de amar y ser amada? ¿todas las viudas sentían esa carencia de amor como ella? ¿era normal esa necesidad o lo normal era aceptar su nuevo estatus civil y vivir con ello?

Para hallarle sentido a tanta inquietud, se refugió en los libros. Todo tipo de literatura que abarcara el tema, ¡quería hallar respuestas! Se adentró en historias reales y cuentos de viudas, en tratados filosóficos y religiosos —antiguos y modernos— sobre las costumbres del luto en la mujer, en poesía, y hasta escritos de hechiceros, magos y brujas que escribieron conjuros de sus tradiciones espirituales y prácticas mágicas. Los evangelios le hablaban de resignación; los conjuros, a invocar la fuerza divina. Leía hasta la madrugada, bajo la luz amarillenta de la lámpara, mientras el silencio de la casa latía a su alrededor. Y, entre todas esas páginas, descubrió un hilo secreto: todas las viudas, en algún momento, hallaban en el negro un refugio, un poder.

Porque el negro no era solo un color: es vacío y plenitud.

Vestirse de negro no era cubrirse, sino despojarse. Cada matiz quedaba abolido, y en su lugar surgía la sombra caminante. El negro absorbía, callaba, devoraba la luz para custodiarla en lo profundo. No era solo luto: era estatus, era altar, era muralla, era amante secreto. Cada pliegue de tela rozaba la piel como un susurro, recordando que el deseo podía coexistir con la ausencia, que la soledad también podía ser sagrada.

El velo no era tela, sino frontera. Tras él, los rostros ajenos se disolvían y nadie exigía nada. No habían miradas, gestos ni ademanes que se cruzaran y conectaran.   El azabache en el cuello no adornaba: guardaba la chispa del ausente, la memoria del fuego que ardió en el cuerpo. Cada paso vestido de luto era conjuro; cada pliegue, un rezo.

Por eso las viudas visten de negro: porque conocen lo que otros temen mirar. Han sostenido el cuerpo frío, han escuchado el silencio definitivo, han probado la eternidad en labios que ya no responden. Y de ese umbral no se vuelve igual.

El negro no reprime: contiene.
El negro no apaga: transfigura.
Es útero y sepulcro. Es ausencia que gesta, duelo que se vuelve poder.

Y así, con trozos de libros incrustados en su mente, dejó pasar el tiempo y ella con él se fue. Ella dejó de ser ella. Dejó de sonreír. Dejó de ser luz. Se vistió de negro absoluto, hasta hacerse sombra, hasta hacerse invisible para los demás y, los demás, imperceptibles para ella. Los cuestionamientos sobre la soledad se disiparon. Su mente se sosegó.

Una noche, al dejar el vestido sobre la silla, descubrió algo más hondo aún: que en la oscuridad de esa tela late un resplandor oculto. El negro no niega la luz: la contiene. Como el vientre de la muerte que, en secreto, engendra el renacer.

Ella, desnuda, sonrió ante su reflejo. Porque el luto no extingue: el luto aviva. Comprendió, entonces, que la soledad que la acompañaba no era vacío: era umbral, altar y comienzo. Un aura. Una túnica de poder que la arranca de la banalidad de los vivos.

El color negro fue su maestro, su protector.
El luto no le generó preguntas, le dio la respuesta.

Epílogo

El negro, al final, no fue un final.
Fue un tránsito.
Un color que aprendió a contener lo perdido y a transformarlo en fuerza.
Las viudas no se visten de sombras: se envuelven en un poder que solo quienes han mirado la muerte de cerca comprenden.
En esa oscuridad que todo lo absorbe, la vida se reorganiza, el dolor madura, y el alma aprende a respirar sin nombre.
Porque el luto, cuando se asume desde la conciencia, no apaga: purifica.
Y quien ha habitado el negro… ya conoce el resplandor que nace desde adentro.

“La soledad no es vacío: es presencia, memoria y poder.”

LO COTIDIANO

 

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“Descubre lo extraordinario en cada instante.”

 Introducción

Hay días en que me descubro corriendo detrás de lo que falta, sin detenerme a mirar lo que ya tengo frente a los ojos.
He vivido así muchas veces, distraída, buscando lo excepcional como si solo lo grandioso mereciera ser recordado.
Pero poco a poco he comprendido que la vida verdadera se esconde en lo simple: en los gestos, en los silencios, en aquello que no presume.
Por eso escribo estas líneas, como una forma de recordarme —y de recordarnos— que lo extraordinario no siempre brilla… a veces apenas respira, pero basta detenerse para sentir su pulso.

A veces tememos hacer el ridículo por deleitarnos en lo simple y habitual. Qué necios somos, como si importara a alguien lo que hacemos, mientras no alteremos su mundo.

Vivimos rodeados de maravillas silenciosas, latentes en lo cotidiano: el afecto constante de quienes nos acompañan, la lealtad silenciosa de los amigos, las miradas y gestos que cruzan nuestro camino; el latir profundo de los mares y ríos, la danza perpetua de los campos y las hojas al compás del viento, el cielo que respira luz y sombra, y la música callada de sol, luna y estrellas.

Todo nos envuelve y, aun así, como ciegos en abundancia, lo damos por sentado.

Somos seres de balance negativo: lloramos lo que falta, anhelamos lo que no llega.

Pero basta un instante de atención para descubrir lo extraordinario en lo pequeño: un “te amo” que resuena como eco en el alma, una risa inesperada que enciende el aire, la ternura silenciosa de un gesto, la sonrisa de un niño como caricia etérea, la advertencia sabia de un anciano que nos alerta como borrasca anunciada, el olor de la ciudad bajo la lluvia, el susurro del mar al acariciar la orilla, el juego travieso de una mascota que nos recuerda la sencillez de existir.

Cada instante merece ser contemplado como si fuese la primera… y última vez. Sentido como lo que es: un regalo vivo, palpitante, del particular mundo que nos habita.

En lo cotidiano vibra lo extraordinario de la existencia. ¿Cursi? Tal vez. Pero feliz y agradecida, también, por este “hoy” que se me ofrece, que recibo como quien sostiene en sus manos un fruto recién caído del árbol, tibio y perfecto, y deja que su esencia penetre en cada poro de la vida.

Epílogo

Hoy no quiero grandes hazañas ni respuestas definitivas.
Solo deseo aprender a mirar con ojos nuevos lo que siempre ha estado ahí: el olor del café, la voz de quien me nombra, el aire que entra y sale sin pedir permiso.
He descubierto que la plenitud no es una meta, sino un estado de atención.
Y que cuando logro detenerme, aunque sea un instante, el mundo entero se revela distinto: más cálido, más cercano, más vivo.
Porque, al final, la felicidad no se busca… se reconoce en lo cotidiano.

“La maravilla vive en lo más cercano, latente en cada gesto.”

LA HISTORIA DETRÁS DE LA PUERTA


 Un grupo de personas posando para la cámara con un texto en blanco

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“Cada puerta guarda una historia, y algunas prefieren permanecer cerradas.”

Introducción

Siempre me ha intrigado lo que callan las casas.
Cada puerta, cada muro, cada objeto, guarda un eco de lo vivido; a veces son risas, otras silencios pesados que nadie se atreve a nombrar.
Hay espacios donde el aire parece detenido, donde algo quedó sin resolver, y basta una mirada para sentir que algo —o alguien— aún habita allí, en forma de recuerdo.
Este relato nació de esa sensación: la certeza de que, detrás de cada fachada, existe una historia que se resiste al olvido… una historia que quizá preferiría no ser contada.

La tarde era cálida, con ese sopor apacible que invita a la charla lenta y sin prisa. Las cuatro mujeres estaban reunidas en la cocina, sentadas en el mesón disfrutando de grandes tazones de café con leche, humeante y a pan recién hecho.

El ambiente era agradable. Perfumado por los aromas de lo que allí se degustaba y, también, por la alegría de esas almas cada vez que se juntaban. De repente el silencio se impuso: todas se quedaron mirando la viga que sobresalía en el oscuro techo de madera.

Era un madero extraño, atravesado de pared a pared, pero sin sostener nada; como colgado en el aire, insinuando que allí se esperaba sujetar algo. Algo que no era precisamente una piñata: el espacio era estrecho, apenas suficiente para que cupiera una sombra. ¿Un capricho del arquitecto, o un diseño arquitectónico inconcluso, tal vez?

Las tres generaciones de mujeres —abuela, madre, hija y la tía que había venido de visita— habían hecho la misma pregunta infinidad de veces. Cada tanto, para despojarla de su aire lúgubre, soltaban una broma sobre la dichosa viga. Pero, pese a la risa, siempre acababan volviendo a mirarla con recelo… porque esa viga, en el fondo, daba mala espina.

La más joven fue la primera en romper el silencio:

—Oigan, hablando de vigas funestas, escuchen este chiste que me acaban de mandar —dijo con picardía, mostrando el móvil—: “Mami, ¿podemos mecer a la abuela? —No, todavía no, hasta que sepamos si se colgó o la colgaron—”.

La abuela abrió los ojos desmesuradamente, el chiste no le pareció gracioso.  En principio, obvio, de una abuela colgada trataba. La madre miró a la hija como reprochándole, mientras que la tía apretaba los labios para contener la risa. El chiste era cruel, sin duda, pero las carcajadas —al final— brotaron de todas ellas. Así es la naturaleza humana: se permite reír incluso de lo que asusta. La risa, sin embargo, se cortó de golpe, como si alguien hubiera apagado la luz. El silencio volvió, pesado, cargado de conciencia y el tema regresó a la viga.

La nieta frunció el ceño y, con voz grave, preguntó:

—¿Se acuerdan de esa casa amarilla con la fachada de piedras negras, la que está tres puertas más abajo? Esa misma que siempre les digo que no puedo pasar por delante sin que se me ericen los vellos.

Las tres asintieron en silencio, mirándose entre ellas. Las risas se esfumaron y, en su lugar, quedaron mudas -con las cejas levantadas y los labios tensos-, sus rostros reflejaron expectación e inquietud ante esa pregunta que, como murmullo gélido, les ponía la piel de gallina.

—Pues bien—continuó, bajando un poco la voz—, me enteré el otro día de que la dueña se ahorcó allí, hace ya algunos años. Yo no lo sabía, pero algo malo intuía.

Un estremecimiento recorrió la mesa. Todas conocían al esposo y a la hija de aquella mujer; los saludaban con naturalidad cuando los veían en el jardín de enfrente. Nunca imaginaron lo que se escondía tras esas paredes.

El comentario desató reacciones diversas. Miradas clavadas en el café, dedos inquietos sobre la taza, manos llevadas a la cabeza, también al corazón. Emitieron juicios morales, reflexiones religiosas, lamentos y suspiros de compasión. Palabras y gestos al calor de la conversación, que poco importan ahora. Lo esencial era la certeza que quedaba flotando, no en el aire, en la conciencia: ¿cuánta gente tratamos sin conocer sus honduras? ¿cuántas casas esconden historias invisibles? ¿Qué se esconde tras las puertas ajenas? Tal vez la misma pregunta que evitamos hacernos en la nuestra…

La abuela — visiblemente afectada por la revelación— alzó la mano y, con el dorso, acarició el rostro de su nieta con ternura. Luego, extendiendo sus manos las posó en las manos de sus hijas. Las miró, con la profundidad del océano azul de sus ojos, y les susurró:

—De lo gracioso hemos pasado a lo trágico. Nunca más volveré a ver igual esta viga… hagámosla desaparecer, por favor. —ese susurro no fue una súplica, fue un mandato.

Después de aquello, resultaba imposible volver a pasar frente a una fachada sin preguntarse, en voz muy baja, como pensamiento que se escapa:

¿Cuál será la historia que se oculta tras la puerta? Y, sobre todo, ¿qué puerta se oculta tras cada historia?”

Epílogo

Desde aquel día, miro las puertas con otros ojos.
Pienso en cuántas vidas se desarrollan detrás de ellas, cuántas alegrías y desdichas conviven bajo un mismo techo, ocultas a la mirada de los demás.
Comprendí que las casas no solo guardan cuerpos: guardan almas, gestos suspendidos, palabras no dichas.
Y que, al final, todas las vigas —las reales y las simbólicas— sostienen mucho más que paredes: sostienen lo que callamos, lo que nos duele, lo que somos cuando nadie mira.
Porque ninguna fachada es muda… todas, tarde o temprano, murmuran su verdad.

“Tras cada umbral hay un alma intentando sostener su propio techo.”