Vivimos
rodeados de muros invisibles.
Este relato no busca entretener; busca sacudirte.
Porque la tragedia no siempre llega desde afuera: muchas veces, nace detrás de
nuestra indiferencia.
Abre los ojos. Escucha. No des la espalda a quien necesita tu mirada.
La vida no
avisa. Solo avanza, indiferente a quienes se quedan atrás.
Todo parece estable hasta que, de repente, un día, algo se rompe… algo
inevitable, algo que siempre estuvo ahí, esperando a que alguien lo mirara.
Vivían
allí porque no había otra opción.
Ni querían admitirlo ni querían decirlo en voz alta, pero esa era la verdad.
Un edificio húmedo, cansado, con paredes que parecían escuchar demasiado y
hablar poco.
Era barato.
Era seguro —según el dueño— “mientras uno no se metiera donde no debía”.
Ellos,
estudiantes recién llegados, con trabajos de mierda y sueños prestados,
aceptaron aquello como una ley natural del barrio: mirar sin ver, oír sin
escuchar, pasar sin detenerse.
Se repetían que no era cobardía, sino prudencia.
Se convencían de que la vida ya era bastante complicada como para sumarle el
dolor ajeno.
Hacía
meses que Javier vivía en aquel apartamento sin ventanas limpias y con paredes
desconchadas.
Una vivienda olvidada dentro de un edificio que, de día, era un hervidero de
gritos y motores viejos… pero que de noche quedaba sumido en un silencio tan
hondo que dolía.
El
alquiler era barato. Esa era la única razón de estar ahí.
Solía salir antes del amanecer y regresar justo cuando el cielo empezaba a
oscurecer. Y así había logrado mantenerse invisible.
No hablaba con nadie.
No quería saber quién vivía detrás de cada puerta.
Esa decisión le parecía prudente, aunque después entendería cuánto lo marcaría.
Su único
vínculo afectivo era Mario, el uruguayo.
El amigo que lo sacaba de la cabeza cada vez que se quedaba atrapado en sus
propios pensamientos; el que entraba sin permiso a su vida con carcajadas,
golpes amistosos en la espalda y frases atropelladas que mezclaban ternura y
grosería en la misma medida.
A veces —solo a veces— se le quedaba mirando: veía en esa piel morena un
territorio entero de franqueza.
Su sonrisa espontánea encontraba límites apenas en los hoyuelos de sus
mejillas.
El único lado oscuro de Mario eran las sombras que —los rizos de su cabello
largo— se proyectaban en sus profundos ojos negros.
Tenía suerte de tenerlo como amigo —pensaba.
—Che,
Javier… vos sos el tipo más serio que conozco —solía decirle—. ¿Nunca pensaste
en aflojar un poco? ¡Vas a envejecer de aburrimiento, boludo!
Javier era
orden y cautela; Mario, impulso y corazón.
Sin roces. Sin esfuerzos.
Se acompañaban como si siempre hubieran sido hermanos, contrapesos que
mantenían la balanza en perfecto equilibrio.
Cuando
Javier le propuso que se mudara con él, Mario aceptó sin pensarlo demasiado;
era propio en él esa espontaneidad, y aquella compañía lo hacía sentir
compensado.
En ese
barrio olvidado —donde nadie preguntaba nombres y los rostros evitaban mirarse—
al menos tendría a su amigo.
Javier se sentía aliviado por ello.
Desde el
día en que Mario se mudó, la relación se afianzó.
Mario hablaba sin parar, narrando anécdotas de Montevideo, exagerando
historias, inventando otras.
Javier reía.
Esa noche, por primera vez desde que vivía allí, no sintió miedo.
Ya la soledad no lo aplastaba.
Aquel sombrío lugar comenzaba a tener la calidez de un hogar.
Pero al
caer la noche —siempre a esa misma hora en la que la calle parecía hundirse en
una sombra espesa— Javier volvió a la ventana.
Lo hacía sin darse cuenta, como si el silencio lo llamara.
En el piso
de arriba vivía una familia.
No sabían sus nombres.
No conocían sus voces.
A veces, de madrugada, se filtraba un ruido seco, como de algo golpeando una
mesa.
O un llanto breve, apagado antes de hacerse llanto de verdad.
Se miraban, incómodos, y no decían nada.
Como si silenciarse borrara una verdad que reclamaba presencia.
Y fue así
—por comodidad, por esa indiferencia disfrazada de “no meterse”— que dejaron de
ver lo que era evidente.
La tragedia crecía justo encima de ellos, como humedad que avanza por la pared
anunciando que el techo se vendrá abajo.
Hasta esa
noche.
La noche en que el cielo se desplomó a golpes.
La
noche
Los ruidos
comenzaron cerca de la medianoche.
La puerta vibraba.
No era un golpe seco: era una serie de impactos irregulares, violentos, que
hacían temblar el marco, como si algo —o alguien— se estrellara repetidamente
contra la pared interna.
—¿Lo
escuchás? —susurró Mario.
—Sí… —golpe seco— lo oigo —respondió Javier.
Un
chillido breve se ahogó como si alguien lo hubiera tapado con la mano.
El edificio entero parecía contener la respiración.
El pasillo estaba lleno de vecinos paralizados, ojos abiertos, cuerpos rígidos,
clavados al suelo por una fuerza invisible.
Mario se
vistió al instante.
Javier se alejó de la ventana.
—Che, si subo yo, subís vos —dijo Mario, con firmeza.
Subieron.
La puerta
estaba cerrada.
Pero desde dentro salían sonidos inquietantes: un lamento pequeño, casi un
sollozo infantil; luego un silencio cortado por respiraciones desordenadas… y
golpes contra la pared.
Cada golpe iba acompañado de alaridos que helaban la sangre.
No eran objetos los que se estrellaban; eran huesos amortiguados por carne
magullada que se negaba a dejar de existir.
Mario
pateó la puerta.
—¡Vamos! —gritó, entre resoplidos.
Javier lo
siguió.
Ya no actuaba con cautela, sino con el impulso que nace de la conciencia.
La patearon hasta arrancarla de las bisagras.
Los impactos se sumaban a aquellos sonidos que rompían el alma.
El aire
estaba espeso, caliente, con un olor ácido que mezclaba sudor, miedo y sangre.
Una lámpara inclinada lanzaba sombras largas, nerviosas, como si todo el cuarto
respirara terror.
En el
piso, cerca de la puerta, una niña yacía inmóvil; un cuerpo pequeño, quieto
como muñeca rota, encogido ante algo demasiado grande para ella.
La ropa arrugada, torcida, como si la hubieran arrastrado desde un rincón.
Huellas desordenadas en el suelo contaban la historia sin palabras.
La trenza pegada a la mejilla vibraba con una respiración que se apagaba.
En el
centro del cuarto, un hombre de torso desnudo respiraba como un animal rabioso.
Sus manos ensangrentadas intentaban despegar de su espalda a la niña mayor, que
se aferraba a él con rabia feroz.
El hombre chocaba contra la pared —una y otra vez, con total brutalidad— en su
desespero por librarse de la hija.
Primero un impacto sordo, luego otro que hizo vibrar los muros, y un tercero
que dejó manchas en el yeso, como un mural de violencia.
Cada golpe
resonaba como un trueno interno, grave y profundo, que hacía temblar el pecho
de quien lo escuchara.
—No… no se
acerquen… ¡Son mías! —balbuceó el agresor.
—¡Basta! —dijo Javier, con una voz que no parecía suya.
—No te metas… —gruñó el hombre—. Te dije que no te metieras…
Pero
Javier no se detuvo.
El empujón que le dio hizo perder el equilibrio a la bestia; la niña se
desprendió de la espalda del padre, cayendo al suelo… su último impacto.
Javier
sintió —de regreso— un golpe seco que le abrió la ceja.
La sangre caliente le corrió por la frente.
—¡La puta
madre! Animal de mierda… —Mario saltó encima.
Hubo
forcejeos.
Cristales y metales caían al piso con un estrépito indescriptible.
El cuarto se volvió tormenta de cuerpos, piel, ropa y aliento áspero.
Tres
golpes más… y el agresor quedó inmóvil.
El
silencio se hizo más pesado que los gritos.
Las niñas seguían quietas, como obsequios envueltos en desamor y tragedia.
Un lazo invisiblemente tenso parecía conectarlas al cielo.
Se oían
llantos.
Tal vez la madre.
Tal vez los vecinos, que miraban desde el umbral sin intervenir.
Las sombras seguían temblando en las paredes.
La
realidad se les vino encima como una ola oscura.
Mario
respiró hondo, con un espasmo que nunca había tenido.
—Che… —dijo con un hilo de voz—. Llegamos tarde.
Javier
cerró los ojos, con una culpa que aún no sabía nombrar.
El horror estaba en lo que habían dejado pasar.
Después
Días
después, ya calmados, la mente —y el alma— empezaba a reflexionar.
La conciencia tomaba forma:
No basta
con no hacer daño.
Hay que estar.
Hay que mirar.
Hay que preguntar.
Hay que intervenir a tiempo —con o sin permiso.
—Javier…
¿vos creés que todavía queda algo bueno que podamos hacer? —preguntó Mario.
—Siempre, amigo. Siempre hay algo. Mientras haya gente viva… algo se puede
hacer. Nunca más quiero ignorar lo que tengo cerca.
Ya su
imagen no era tan cuidada, ni su pensamiento regido solo por la cautela.
Mario
asintió:
—Ni yo. La vida nos dio un cachetazo de los feos…
Los chicos
se miraron con lágrimas contenidas en los ojos.
Tenían el entrecejo fruncido y sus cejas eran signos de interrogación
perfectos.
No lo decían, pero lo pensaban:
¿Si no
hubiésemos sido indiferentes… habríamos intervenido a tiempo y las niñas se
habrían salvado?
No podían saberlo, pero la conciencia les daba una respuesta amarga.
La tensión
acumulada se rompió.
Se abrazaron y lloraron como niños desconsolados.
No lo sabían, pero en ese instante en que tomaron conciencia, se hicieron
hombres.
Y sus vidas ya nunca serían las mismas.
Por
primera vez, respiraron hondo al mismo tiempo… y al mismo compás.
La vida no
avanza hacia adelante.
Se abre a los costados.
Hacia quienes están cerca, hacia quienes uno decide ver.
Ellos, al fin, habían aprendido la lección.
Epílogo
La
luz no llega a todos.
Pero donde llega, revela lo que estaba escondido.
Estar presentes puede salvar vidas.
La luz llega solo a quienes se atreven a mirar.