sábado, 23 de abril de 2011

LOLA Y SUS ENREDOS: (48) LAS HERMANAS




“Familia unida, niños revoltosos y mamá en modo diosa: ¡perfecta combinación!”

Era una de esas mañanas que visten la vida de gala. Una de esas mañanas que brillan con el mismo esplendor del alma. El sol irradiaba una luz clara, mas no enceguecía ni sofocaba. Todo tenía su justo color, abigarrando el panorama. El trinar de las aves y las exquisitas fragancias del campo y de la montaña, todo, absolutamente todo, se colaba por la ventana.

Cuando Lola despertó tenía a Antonio y a sus siete hijos, todos montados sobre la cama. Quietecitos le sobaban la panza, mientras Antonio los veía, muy feliz, admirando la gracia. Lola volvió a cerrar los ojos para disfrutar, a plenitud, de aquella bendición que Dios le daba.

Aquella escena de gozo fue interrumpida por las hermanas.

—Vaya, si parecen Cleopatra y Marco Antonio. Mejor no pueden estar… ¡ni que les dé la gana! —exclamó Márgara, medio en reclamo, medio en guasa.

Ana Isabel se reía y a sus sobrinos abrazaba, mientras la bendición les echaba.

—¡Doña Blancaaaa, Doña Maríaaaa… vengan a hacerse cargo de los niños! —gritaba Márgara a las nanas.

Al escuchar esto, todos los niños salieron corriendo de la habitación, con gran alboroto y risas, escondiéndose de sus cuidadoras.

—¡Vamos, párate, zángano! Mis padres y tus hermanos están listos y esperándolos —Márgara halaba por los brazos a su cuñado, levantándolo de la cama y empujándolo hacia el baño.

Antonio ponía resistencia, muerto de la risa, solo para fastidiarla.

—Y tú, es hora de que empieces a arreglarte… ¿o es que no quieres ir? —le preguntó a Lola.

Ella, agarrándose el vientre, se echó hacia atrás, sentándose en la cama. Sonrió e hizo señas con las manos, indicándoles a las hermanas que se sentaran a su lado, cada una por un lado de la cama.

—Hoy es un día muy especial para mí. Como hermana mayor las he visto crecer. Aprovecho la oportunidad para agradecerles, de todo corazón, el amor y cuidado que han prodigado a mis hijos, sin abandonar sus quehaceres ni sus estudios. Hoy tendré el orgullo de verlas recibir sus títulos: agrónomo y veterinario… ¿Quién lo diría? —les dijo Lola abrazándolas y besándolas.

Ellas se dejaron consentir por unos segundos. Luego la levantaron de la cama, de igual manera que hicieron con Antonio.

En dos carros se fueron para Caracas, se dirigían a la Universidad Central de Venezuela. Al llegar a la Ciudad Universitaria, quedaron anonadados. Era inmensa y hermosa. Rodeada de jardines y obras de arte, con estudiantes venidos de todas partes del mundo. Todo lo miraban con la boca abierta; cuando entraron al Aula Magna, la sensación fue de grandeza: la modernidad y el lujo ubicaban a Caracas como una gran metrópolis. Todo se desarrolló en perfecto orden, según el protocolo… ¡fue un acto grandioso!

Después de celebrar en la capital, emprendieron el retorno. Lola y Antonio iban con sus padres, mientras que las graduadas iban con sus novios.

—Madre, no te molestes por lo que voy a decir… ni tú tampoco, papá. Debo decirles que últimamente he pensado mucho en Doña Rosaura. No sé por qué, a mí también me resulta extraño… pero tengo la sensación de que me llama, de que me necesita. Padres, quiero ir a verla, si eso no les molesta —les dijo Lola con la ansiedad que esas sensaciones le provocaban.

Al principio, ellos no dijeron nada. Don Luis extendió su mano derecha hacia su mujer, quien la tomó apretándola fuertemente. Desde que Doña Rosaura le envió la carta a Don Luis, entre ellos emergió un sentimiento de culpabilidad: cómplices eran. Habían reflexionado, concluyendo lo injustos que con ella fueron. De todo le participaban, más a nada la invitaban; hasta fotos y cartas le habían enviado, solo eso. Conscientes estaban de su mal proceder, pero tarde era para enmendarlo. Se habían protegido del qué dirán… no actuaron, con “ellas”, como buenos cristianos.

Doña Ana tragó saliva y, sacando fuerzas de donde no las tenía, calmó a su hija.

—Lola, si tu padre está de acuerdo, te prometo que iremos a verla… mañana o en un par de días. Prepararemos postres y comidas, también le llevaremos un gran obsequio… le llevaremos a los niños, para que llenen su casa de luz y alegría —le dijo de manera solemne, convencida de sus palabras.

Don Luis no dijo nada, solo asintió con la cabeza. Tenía el llanto atragantado en la garganta y, otra vez, el corazón le dolía.

Lola quedó muy extrañada de la respuesta de su madre y del consentimiento de su padre. Esperaba que la regañaran o que algún reclamo le hicieran, pero nada de eso pasó. Cuando intentó expresar su sorpresa por la buena actitud de ellos, Antonio la atajó, tapándole la boca. Con la mirada le advirtió que guardara silencio, que no pidiera aclarar nada… que las cosas estaban bien, así como estaban.

Él sabía el porqué, pero el secreto atesoraba. Lola se quedó quieta, en su marido confiaba; era inteligente y prudente… ¡de él estaba enamorada!

 “Entre abrazos, títulos y risas… todo puede pasar.”



NOTA: La foto que ilustra este relato fue obtenido de "Imágenes" de Google; . En letras aparece el nombre de ARTELISTA, se presume autor o propietario, a ella los méritos o derechos que correspondan.

4 comentarios:

  1. ¡Qué cosa tan buena!, me has atrapado con este comienzo maravilloso... Mi Caracas querida, mi UUUCV...

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  2. Gracias Iratxe. Caracas, una ciudad que lo tiene todo; y nuestra casa de estudios nos dejó marcadas, un sentido de pertenencia! Un abrazo amiga.

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  3. Muy buen recuerdo!!! Aquellos pasillos del Aula Magna iluminados por el sol, aquellas áreas verdes alrededor y la majestuosidad de la sala, impresionante de verdad. Gracias por transportarnos. Coincido, buen inicio!!!

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