sábado, 30 de abril de 2011

LOLA Y SUS ENREDOS: (51) LA BIZARRÍA



“Entre la muerte y la vida, siempre hay un hilo que nos sostiene.”

¿De qué sirve un reloj inventado por el hombre cuando el destino otro tiempo te impone? Ese día se definía como eterno; las manecillas del reloj daban vueltas, pero ni un segundo transcurría. Una mañana brillante y llena de vida se transformó en una tarde lluviosa y llena de llanto… para terminar en una noche oscura donde la muerte dio rienda suelta a su locura, llevándose consigo no solo vidas, sino sueños, amores y alegrías, dejando a su paso la más profunda desolación.

Lola sudaba profusamente, jadeaba al respirar y tenía taquicardia; estaba blanca como el papel. Se agitaba y dificultosamente pronunciaba palabras: solo quería ver al niño, su “cuatro” de ocho, y a su padre. Anita estaba contra ella, acurrucada como un pollito bajo las alas de su mamá gallina. No lloraba; en sus ojos solo se pintaban la resignación y la piedad… por Antonio. Este estaba sentado en la cama frente a Lola; le agarraba las manos y, con desesperación, se las besaba.

—Cálmate, amor, nuestro hijo está lleno de vida y muy sano; en cuestión de horas nos lo podremos llevar para la casa. Y tu padre está estable, dentro de poco lo veremos cargándolo —le decía él, tratando de serenarla, pero no lo lograba; por el contrario, ella lo impacientaba, lo llenaba de angustia.

Anita lo miraba serena, con los ojos llenos de lágrimas; por él estaba sintiendo lástima… pedía a Dios que de él se apiadara. Antonio temía por Lola; soltó las manos de su mujer y salió por el pasillo pegando gritos, pidiendo auxilio. A su encuentro salieron dos enfermeras y un médico de guardia. Entraron con él a la habitación, separando bruscamente a Anita de Lola. El doctor le tomó el pulso y la auscultó, mientras las enfermeras lo observaban.

—¿Es esta la paciente que dio a luz de emergencia y tiene a su padre en terapia intensiva? —preguntó el muy pendejo a las enfermeras, quienes asintieron sin aportar ninguna referencia—. Hagan que se calme y duerma toda la noche… lo que tiene es un agudo ataque de ansiedad, propio del posparto y de la situación de salud de su padre.

—Disculpe, doctor, pero yo la veo muy mal… ¡pareciera que se muere! —le dijo Antonio en tono grave, como un reclamo.

El médico se le quedó viendo con indiferencia y autorizó a las enfermeras a suministrar a ella algún calmante, si este así lo solicitaba. Así como vino, así se fue aquel jovenzuelo recién graduado. No revisó la historia médica. No se enteró de que el alumbramiento de Lola había sido consecuencia de los traumatismos por la caída. Tampoco se enteró de que el médico que la atendió se ocupó de salvar al bebé practicándole la cesárea de emergencia sin realizarle ningún tipo de examen para ver cómo se encontraba ella.

Lola, por dentro, se desangraba; sus órganos colapsaban, entraba en shock. El inexperto, sin saberlo, la puso a dormir… como en una eutanasia. Lola entró en un profundo letargo. Antonio la miraba desconsolado, impotente, con el corazón desgarrado. Anita volvió a acurrucarse a su madre, casi incrustada en ella. Mantenía los ojos abiertos, empañados por las lágrimas; serena estaba, montándole guardia.

Antonio, con el alma en pena, salió de la habitación y fue a la guardería. Observó cómo a su hijo le habían quitado el respirador; su salud se reponía. La comisura de sus labios se levantó milímetros, haciendo un gran esfuerzo por sonreír ante aquel milagro. Siguió su camino, todo el tiempo cabizbajo. Saludó a su suegra y a Doña Matilde, que, junto a Márgara y Ana Isabel, aguardaban noticias de Don Luis, allí en terapia intensiva. Les informó que Lola dormía, solo eso les dijo… cualquier otra cosa hubiese carecido de sentido. Salió de allí más desesperanzado.

Se dirigió a la calle, necesitaba salir. El silencio, las caras tristes, el olor a medicamentos y desinfectantes lo desesperaban, le causaban náuseas. Caía la noche, tiñendo de negro el rojo crepuscular, como el alma de él sobre la sangre de ella.

—Vamos, Luis, ¡no seas holgazán… despierta! —le decía Doña Rosaura a Don Luis, dándole palmaditas en la cara.

Él abrió los ojos, encontrando su dulce sonrisa. Se alegró mucho al verla. Todos los males se le quitaron; sintió cómo la vida volvía a él con mucha fuerza. El bienestar lo invadió.

—Mujer, ¿qué haces aquí? Creí que no te volvería a ver… —le dijo acariciándole el rostro.

—¿Creías que te abandonaría, dejándote solo en tu miseria? —le decía esto mientras lo ayudaba a levantarse.

Salieron de cuidados intensivos, sin despertar a su esposa, quien, con sus hijas y hermana, dormía en las butacas de la sala de espera. Siguieron por el pasillo y bajaron las escaleras hasta llegar a la habitación de Lola. Abrieron la puerta muy lentamente. Antonio estaba dormido, el agotamiento lo había vencido. Allí estaba Lola, dormida, junto a Anita, quien estaba bien despierta y, con la mirada bien atenta, los observaba. Apenas vio a su abuelo, salió a su encuentro y se abrazó fuertemente a él, casi con desespero.

—Te extrañé mucho, abuelo. Creí que no te volvería a ver; tardaste mucho en venir —le decía mientras lo besaba.

—Anita, Anita… ¿a mí no me saludas? —le dijo Doña Rosaura, alzándola en brazos y besándola.

Anita, a pesar de ser una niña grande, se recostó de su hombro y se puso a llorar.

—Abuela Rosaura, ¿no puedes venir por ella otro día? —levantó su cabeza y la miró fija, con esos grandes ojos azules, profundos como el mar.

—Cariño, yo no soy Dios. Él dice cuándo… ¡su tiempo es el justo! —le contestó ella con mucha solemnidad.

Anita se bajó de sus brazos y fue a la cama donde estaba su mamá.

—Despiértenla, abuelos, que quiero despedirme de ella, la quiero abrazar… —les dijo Anita, triste pero muy serena.

Así lo hicieron. Lola se despidió con un beso y con un “hasta luego” de Antonio, que seguía dormido; juntos y acompañados de Anita, se fueron a despedir del “cuatro de ocho” …

Una enfermera que pasaba por el pasillo le llamó la atención a Anita por andar sola, a esas horas, sin compañía de un adulto. Ella no le hizo ningún caso, continuó su camino, acompañada del destino.

—¡Niña malcriada e insolente, mañana reporto este incidente para que no te permitan quedar! —la regañó la enfermera, evidentemente disgustada.

Los cuatro sonrieron y siguieron su camino. De repente, tuvieron que detenerse. Los gritos desesperados de Antonio, llamando a Lola, se escuchaban por todos los pasillos. Era desgarrador; rompían el silencio de la noche, quebraban la paz de toda alma. Lola se arrodilló frente a su hija y la abrazó fuertemente.

—Anda, hija, regresa con él… ya se enteró de que me fui; necesita de tu fortaleza y consuelo.

Le dio un beso y le dijo un “hasta luego”. Anita se despidió de ellos sin pronunciar una sola palabra. Dio media vuelta y salió corriendo de regreso a la habitación donde yacía el cuerpo de su madre.

Otros llantos y gemidos se escuchaban del otro lado: a Doña Ana y a sus hijas ya les habían notificado que Don Luis, hacia el otro mundo, se había marchado.

Cuando Anita llegó, Antonio estaba sentado en el suelo, con ella… ¡y a ella aferrado! Lloraba como un niño sin consuelo. Gritaba de intenso dolor, de ira y frustración. Amenazaba y pateaba como un loco a todo aquel que se le acercara. No permitió que nadie se la arrebatara de los brazos.

Al amanecer, cuando despuntaban los primeros rayos del sol, él se quedó profundamente dormido —por el cansancio y el dolor— abrazado a ella; fue entonces cuando lograron separarla de él.

“Y así, entre lágrimas, abrazos y susurros, comprendieron que el destino no se mide en relojes, sino en amor y coraje.”

Nota: la foto que ilustra el presente relato fue obtenida de Imágenes de Google. Se desconoce autor y propietario

1 comentario:

  1. Que angustia!!! Estos finales tristes no me gustan. Parecen de sueño. Ese es el detalle que faltaba.Muy bien! Así se mantienen las emociones. Parece una novela, jejeje

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