Lola y Doña Ana
pasaron por el colegio y recogieron a los niños. Anita y Juancito tenían un
entusiasmo inusual; estaban alborotados por la cena de esa noche: la tía Isabel
prometía una velada inolvidable.
Al llegar a
casa, todo estaba en movimiento. Doña Blanca, la nana, ya tenía listas a las
niñas De Sousa, las hijas de Lola y Fernando. Estaban hermosas, con sus trajes
de verano de algodón blanco y cintas bordadas en el ribete de las faldas,
listones de colores en las cinturas y las cabelleras doradas recogidas:
Carolina, Gabriela y Daniela parecían ángeles de la guarda.
Doña Teresita y
su marido, el jardinero, colocaban flores en cada rincón de la casa. De la
cocina se colaban los olores de los alimentos que allí se preparaban. Toda la
casa relucía de limpia y en ella reinaba un espíritu de alegría. Doña María —la
otra nana—, en la cocina trasteaba y, al ver llegar a los niños de la escuela,
enseguida se hizo cargo de ellos para que se bañaran y arreglaran, prolijos y
hermosos, como príncipes, tal como a Lola le gustaba.
Doña Ana y Lola
dieron sus vueltas por la casa, supervisando que todo estuviera como Dios
manda. Subieron apresuradas para bañarse y vestirse: en poco tiempo, la tía
Isabel entraría por esa puerta y las encontraría en esas fachas. Mientras ellas
se acicalaban, llegó Don Antonio, de lo más buen mozo. Tras él, Doña Matilde y
su esposo, así como sus hijos: Doña Flor y Don Carlos, quien una vez fuera
comunista, un gran tramposo. Lo siguió Don José, el párroco. Don Luis llegó al
rato, todo sudado y estresado, reunido con los ganaderos tratando asuntos
propios de su negocio. Saludó a todos con premura, pues debía alistarse para el
evento.
Cuando Lola bajó
con los Gallardo, la tía Isabel ya había llegado. Tenía sentadas en su regazo a
Gabriela y Daniela. Carolina estaba en los brazos de Antonio, sentado junto a
la tía, muy acaramelados. Al verla, la tía Isabel —famosa porque su lengua no contenía—
dijo con una sonrisa muy suspicaz:
—¡Veo que, de
siete, llevas tres! No perdiste tiempo desde que nos vimos la última vez. Y,
viendo a Antonio, a este rubio galán —se volteó a mirarlo con dulzura— de
seguro serán cuatro de ocho, o cinco de nueve… contigo uno no sabe, ¡habrá que
parar de contar!
Dicho esto, se
paró a saludar con un fuerte abrazo y muchos besos a Lola. Esta, intrigada por
lo que le había dicho, se volteó a mirar a todos los presentes en la sala y
preguntó:
—¿Ustedes le han
contado algo a la tía?
Todos movieron
la cabeza de un lado a otro, negando la cuestión, con los ojos tan abiertos
como los de ella.
—¿Contarme qué?
—preguntó la tía Isabel, pero Lola le respondió con otra pregunta—.
—Tía, ¿por qué
dijiste que, de siete, llevo tres? ¿A qué te referías? —le inquirió Lola.
—Simple, cariño.
De siete hijos, llevas tres varones; por un lado, por el otro, de siete, tres
son rubios… ¿cuál es el problema en lo que he dicho? ¿He cometido alguna
imprudencia? —preguntó la tía Isabel con cara de angustia, pues sabía los
enredos que causaba su ligera lengua.
Todos movieron
de nuevo la cabeza en señal de negación, esta vez con las mandíbulas abiertas
por la reciente revelación.
—Antonio, ¿era
esto a lo que se refería Doña Rosaura? ¿Por qué me diría tal simpleza? —le
preguntó Lola, acercándose mucho a él.
—Amor, no fue
tanta la simpleza. Lo que pasa es que ella estaba confundida porque tú estabas
disfrazada de hombre y su visión no concordaba con lo que tenía enfrente. No
terminó de decirte lo que quería: te anunciaba algo, para ella bueno, que de
siete hijos llevabas tres varones o rubios, quizás, como dice la tía Isabel.
Pero no serían los únicos. Tendrías cuatro de ocho o cinco de nueve… claro
está, ¡míos, por supuesto! —sonrió mientras decía esto—. Ella no te hablaba de
muertos; así lo supusiste tú porque lo llevabas en la mente por la habladuría
de la gente. Sabes que ella mal a nadie vaticina; tú fuiste la inconsciente: te
enredaste y enredaste a todos —dijo Antonio con calma y ternura, abrazándola
muy fuerte.
—Y yo que temí
lo peor, sufriendo y haciendo sufrir a todos, en especial a ti… ¿me perdonas,
amor? —Lola le preguntó con la voz entrecortada y los ojos a punto de llorar.
Él nada le dijo
con palabras. La miró fijamente a los ojos y la besó con mucha pasión y
ternura; tanta que los presentes bajaron la mirada, apenados por aquella
efusiva demostración de amor en público, menos Anita, que se deleitaba con el
romance de su madre. ¡A ella eso le parecía hermoso!
—Bueno, bueno…
¿qué pasó aquí? —dijo Don Luis, dando unas fuertes palmadas que retumbaron por
todo el salón, cortándole la inspiración a los tórtolos y llamándolos al
orden—. Si va a haber un “cuatro de ocho”, no será en este momento, se los
aseguro yo. ¡Primero deberá haber matrimonio!
Lola y Antonio
se separaron muertos de la risa, algo, aunque no mucho, avergonzados por su
ligereza. Antonio buscó con la mirada a Doña Teresita y le rogó:
—Doña Teresita,
le suplico traiga bebidas. Quiero que todos brindemos porque ahora mismo, en
este instante, ¡anunciamos nuestra boda! ¿Don Luis y Doña Ana están de acuerdo?
—¡Estamos de
acuerdo! —contestaron ambos al unísono, muy satisfechos.
“Entre
besos y carcajadas, Don Luis recuerda: ¡primero matrimonio, luego hijos!”
Muy inteligente, salida bien jutificada! Las mujeres son habilidosas.
ResponderEliminarjejejeje si, así somos! Un abrazo Néstor!
ResponderEliminarUn capítulo refrescante y de de muy liviana lectura. Adelante.
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