“Familia unida, niños revoltosos y mamá en modo diosa: ¡perfecta combinación!”
Era una de esas
mañanas que visten la vida de gala. Una de esas mañanas que brillan con el
mismo esplendor del alma. El sol irradiaba una luz clara, mas no enceguecía ni
sofocaba. Todo tenía su justo color, abigarrando el panorama. El trinar de las
aves y las exquisitas fragancias del campo y de la montaña, todo, absolutamente
todo, se colaba por la ventana.
Cuando Lola
despertó tenía a Antonio y a sus siete hijos, todos montados sobre la cama.
Quietecitos le sobaban la panza, mientras Antonio los veía, muy feliz,
admirando la gracia. Lola volvió a cerrar los ojos para disfrutar, a plenitud,
de aquella bendición que Dios le daba.
Aquella escena
de gozo fue interrumpida por las hermanas.
—Vaya, si
parecen Cleopatra y Marco Antonio. Mejor no pueden estar… ¡ni que les dé la
gana! —exclamó Márgara, medio en reclamo, medio en guasa.
Ana Isabel se
reía y a sus sobrinos abrazaba, mientras la bendición les echaba.
—¡Doña
Blancaaaa, Doña Maríaaaa… vengan a hacerse cargo de los niños! —gritaba Márgara
a las nanas.
Al escuchar
esto, todos los niños salieron corriendo de la habitación, con gran alboroto y
risas, escondiéndose de sus cuidadoras.
—¡Vamos, párate,
zángano! Mis padres y tus hermanos están listos y esperándolos —Márgara halaba
por los brazos a su cuñado, levantándolo de la cama y empujándolo hacia el
baño.
Antonio ponía
resistencia, muerto de la risa, solo para fastidiarla.
—Y tú, es hora
de que empieces a arreglarte… ¿o es que no quieres ir? —le preguntó a Lola.
Ella,
agarrándose el vientre, se echó hacia atrás, sentándose en la cama. Sonrió e
hizo señas con las manos, indicándoles a las hermanas que se sentaran a su
lado, cada una por un lado de la cama.
—Hoy es un día
muy especial para mí. Como hermana mayor las he visto crecer. Aprovecho la
oportunidad para agradecerles, de todo corazón, el amor y cuidado que han
prodigado a mis hijos, sin abandonar sus quehaceres ni sus estudios. Hoy tendré
el orgullo de verlas recibir sus títulos: agrónomo y veterinario… ¿Quién lo
diría? —les dijo Lola abrazándolas y besándolas.
Ellas se dejaron
consentir por unos segundos. Luego la levantaron de la cama, de igual manera
que hicieron con Antonio.
En dos carros se
fueron para Caracas, se dirigían a la Universidad Central de Venezuela. Al
llegar a la Ciudad Universitaria, quedaron anonadados. Era inmensa y hermosa.
Rodeada de jardines y obras de arte, con estudiantes venidos de todas partes
del mundo. Todo lo miraban con la boca abierta; cuando entraron al Aula Magna,
la sensación fue de grandeza: la modernidad y el lujo ubicaban a Caracas como
una gran metrópolis. Todo se desarrolló en perfecto orden, según el protocolo…
¡fue un acto grandioso!
Después de
celebrar en la capital, emprendieron el retorno. Lola y Antonio iban con sus
padres, mientras que las graduadas iban con sus novios.
—Madre, no te
molestes por lo que voy a decir… ni tú tampoco, papá. Debo decirles que
últimamente he pensado mucho en Doña Rosaura. No sé por qué, a mí también me
resulta extraño… pero tengo la sensación de que me llama, de que me necesita.
Padres, quiero ir a verla, si eso no les molesta —les dijo Lola con la ansiedad
que esas sensaciones le provocaban.
Al principio,
ellos no dijeron nada. Don Luis extendió su mano derecha hacia su mujer, quien
la tomó apretándola fuertemente. Desde que Doña Rosaura le envió la carta a Don
Luis, entre ellos emergió un sentimiento de culpabilidad: cómplices eran.
Habían reflexionado, concluyendo lo injustos que con ella fueron. De todo le
participaban, más a nada la invitaban; hasta fotos y cartas le habían enviado,
solo eso. Conscientes estaban de su mal proceder, pero tarde era para
enmendarlo. Se habían protegido del qué dirán… no actuaron, con “ellas”, como
buenos cristianos.
Doña Ana tragó
saliva y, sacando fuerzas de donde no las tenía, calmó a su hija.
—Lola, si tu
padre está de acuerdo, te prometo que iremos a verla… mañana o en un par de
días. Prepararemos postres y comidas, también le llevaremos un gran obsequio…
le llevaremos a los niños, para que llenen su casa de luz y alegría —le dijo de
manera solemne, convencida de sus palabras.
Don Luis no dijo
nada, solo asintió con la cabeza. Tenía el llanto atragantado en la garganta y,
otra vez, el corazón le dolía.
Lola quedó muy
extrañada de la respuesta de su madre y del consentimiento de su padre.
Esperaba que la regañaran o que algún reclamo le hicieran, pero nada de eso
pasó. Cuando intentó expresar su sorpresa por la buena actitud de ellos,
Antonio la atajó, tapándole la boca. Con la mirada le advirtió que guardara
silencio, que no pidiera aclarar nada… que las cosas estaban bien, así como
estaban.
Él sabía el
porqué, pero el secreto atesoraba. Lola se quedó quieta, en su marido confiaba;
era inteligente y prudente… ¡de él estaba enamorada!
“Entre abrazos, títulos y risas… todo puede
pasar.”
¡Qué cosa tan buena!, me has atrapado con este comienzo maravilloso... Mi Caracas querida, mi UUUCV...
ResponderEliminarGracias Iratxe. Caracas, una ciudad que lo tiene todo; y nuestra casa de estudios nos dejó marcadas, un sentido de pertenencia! Un abrazo amiga.
ResponderEliminarMuy buen recuerdo!!! Aquellos pasillos del Aula Magna iluminados por el sol, aquellas áreas verdes alrededor y la majestuosidad de la sala, impresionante de verdad. Gracias por transportarnos. Coincido, buen inicio!!!
ResponderEliminarGracias Néstor! Como dice Iratxe... UUU-UCV!!!!
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