sábado, 2 de abril de 2011

LOLA Y SUS ENREDOS: (33) DE SIETE, VAN TRES




“De siete, ¡van tres! Y la tía Isabel no se queda callada.”

Lola y Doña Ana pasaron por el colegio y recogieron a los niños. Anita y Juancito tenían un entusiasmo inusual; estaban alborotados por la cena de esa noche: la tía Isabel prometía una velada inolvidable.

Al llegar a casa, todo estaba en movimiento. Doña Blanca, la nana, ya tenía listas a las niñas De Sousa, las hijas de Lola y Fernando. Estaban hermosas, con sus trajes de verano de algodón blanco y cintas bordadas en el ribete de las faldas, listones de colores en las cinturas y las cabelleras doradas recogidas: Carolina, Gabriela y Daniela parecían ángeles de la guarda.

Doña Teresita y su marido, el jardinero, colocaban flores en cada rincón de la casa. De la cocina se colaban los olores de los alimentos que allí se preparaban. Toda la casa relucía de limpia y en ella reinaba un espíritu de alegría. Doña María —la otra nana—, en la cocina trasteaba y, al ver llegar a los niños de la escuela, enseguida se hizo cargo de ellos para que se bañaran y arreglaran, prolijos y hermosos, como príncipes, tal como a Lola le gustaba.

Doña Ana y Lola dieron sus vueltas por la casa, supervisando que todo estuviera como Dios manda. Subieron apresuradas para bañarse y vestirse: en poco tiempo, la tía Isabel entraría por esa puerta y las encontraría en esas fachas. Mientras ellas se acicalaban, llegó Don Antonio, de lo más buen mozo. Tras él, Doña Matilde y su esposo, así como sus hijos: Doña Flor y Don Carlos, quien una vez fuera comunista, un gran tramposo. Lo siguió Don José, el párroco. Don Luis llegó al rato, todo sudado y estresado, reunido con los ganaderos tratando asuntos propios de su negocio. Saludó a todos con premura, pues debía alistarse para el evento.

Cuando Lola bajó con los Gallardo, la tía Isabel ya había llegado. Tenía sentadas en su regazo a Gabriela y Daniela. Carolina estaba en los brazos de Antonio, sentado junto a la tía, muy acaramelados. Al verla, la tía Isabel —famosa porque su lengua no contenía— dijo con una sonrisa muy suspicaz:

—¡Veo que, de siete, llevas tres! No perdiste tiempo desde que nos vimos la última vez. Y, viendo a Antonio, a este rubio galán —se volteó a mirarlo con dulzura— de seguro serán cuatro de ocho, o cinco de nueve… contigo uno no sabe, ¡habrá que parar de contar!

Dicho esto, se paró a saludar con un fuerte abrazo y muchos besos a Lola. Esta, intrigada por lo que le había dicho, se volteó a mirar a todos los presentes en la sala y preguntó:

—¿Ustedes le han contado algo a la tía?

Todos movieron la cabeza de un lado a otro, negando la cuestión, con los ojos tan abiertos como los de ella.

—¿Contarme qué? —preguntó la tía Isabel, pero Lola le respondió con otra pregunta—.

—Tía, ¿por qué dijiste que, de siete, llevo tres? ¿A qué te referías? —le inquirió Lola.

—Simple, cariño. De siete hijos, llevas tres varones; por un lado, por el otro, de siete, tres son rubios… ¿cuál es el problema en lo que he dicho? ¿He cometido alguna imprudencia? —preguntó la tía Isabel con cara de angustia, pues sabía los enredos que causaba su ligera lengua.

Todos movieron de nuevo la cabeza en señal de negación, esta vez con las mandíbulas abiertas por la reciente revelación.

—Antonio, ¿era esto a lo que se refería Doña Rosaura? ¿Por qué me diría tal simpleza? —le preguntó Lola, acercándose mucho a él.

—Amor, no fue tanta la simpleza. Lo que pasa es que ella estaba confundida porque tú estabas disfrazada de hombre y su visión no concordaba con lo que tenía enfrente. No terminó de decirte lo que quería: te anunciaba algo, para ella bueno, que de siete hijos llevabas tres varones o rubios, quizás, como dice la tía Isabel. Pero no serían los únicos. Tendrías cuatro de ocho o cinco de nueve… claro está, ¡míos, por supuesto! —sonrió mientras decía esto—. Ella no te hablaba de muertos; así lo supusiste tú porque lo llevabas en la mente por la habladuría de la gente. Sabes que ella mal a nadie vaticina; tú fuiste la inconsciente: te enredaste y enredaste a todos —dijo Antonio con calma y ternura, abrazándola muy fuerte.

—Y yo que temí lo peor, sufriendo y haciendo sufrir a todos, en especial a ti… ¿me perdonas, amor? —Lola le preguntó con la voz entrecortada y los ojos a punto de llorar.

Él nada le dijo con palabras. La miró fijamente a los ojos y la besó con mucha pasión y ternura; tanta que los presentes bajaron la mirada, apenados por aquella efusiva demostración de amor en público, menos Anita, que se deleitaba con el romance de su madre. ¡A ella eso le parecía hermoso!

—Bueno, bueno… ¿qué pasó aquí? —dijo Don Luis, dando unas fuertes palmadas que retumbaron por todo el salón, cortándole la inspiración a los tórtolos y llamándolos al orden—. Si va a haber un “cuatro de ocho”, no será en este momento, se los aseguro yo. ¡Primero deberá haber matrimonio!

Lola y Antonio se separaron muertos de la risa, algo, aunque no mucho, avergonzados por su ligereza. Antonio buscó con la mirada a Doña Teresita y le rogó:

—Doña Teresita, le suplico traiga bebidas. Quiero que todos brindemos porque ahora mismo, en este instante, ¡anunciamos nuestra boda! ¿Don Luis y Doña Ana están de acuerdo?

—¡Estamos de acuerdo! —contestaron ambos al unísono, muy satisfechos.

“Entre besos y carcajadas, Don Luis recuerda: ¡primero matrimonio, luego hijos!”

NOTA: La foto que ilustra este relato fue obtenido de "Imágenes" de Google; se desconoce su autor o propietario: a ellos los méritos y derechos que correspondan. Al pie de la foto aparecen unas letras ilegibles para mí.

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