“Doña Ana se redime… pero
ojo, que los celos solo toman siestas, no vacaciones.”
Lola y Doña Ana
se encontraban con el cura Don José en la casa parroquial, distribuyendo la
ropa, el calzado, los juguetes, los libros, los alimentos y el resto de las
cosas que se necesitaban en el orfanato; así como también los obsequios que
daban a cada niño en particular.
Ellas
estimulaban su autoestima, independencia y creatividad. Esta vez, a Jorgito le
regalarían una cámara fotográfica; y a Carmencita, un caballete, una paleta y
un estuche de pinturas al óleo, con pinceles. Ellos, junto a Juanita —que
cantaba como un ángel—, eran los niños más creativos y sensitivos; cada uno
tenía un don muy especial. A Juanita le regalarían un radio: solo la música le
interesaba. Pertenecía al coro de la iglesia y siempre deleitaba con su voz.
—Doña Ana, sé
que, aunque no diga nada, está enterada. Solo le pido que sea justa y
considerada. Deje sus celos, porque usted no fue la abandonada. Ella está en
cama, contando los días para su definitiva marcha —le dijo Don José sin
mirarla, aunque sintió cómo ella arrugaba la cara; la conversación la puso de
malas.
—Es usted una buena cristiana, pero, sobre todo, una buena esposa… sea
solidaria cuando el momento llegue, no le decepcione.
A Doña Ana estas
palabras le cayeron como agua fresca en el rostro. Se quedó pensativa,
exhausta: la carga que llevaba dentro era muy pesada. Miró hacia los lados
buscando un lugar donde sentarse; se escurrió de entre los bultos que acomodaba
y arrastró a Don José del brazo, apartándolo para que ni Lola ni las monjitas
escucharan.
—Tú ganas, José,
tienes toda la razón. Me he comportado de manera egoísta. Si fuera a mí a quien
Luis hubiese abandonado por otra, hubiera muerto del dolor, no habría soportado
la traición —dijo esto realmente conmovida, a manera de reflexión—. Dime, ¿qué
tan grave está?
—Muy mal. Le
quedan horas, quizás semanas… ¡solo Dios lo sabe! —respondió Don José.
Quedaron
mirándose en silencio. Él atrajo hacia sí a Doña Ana, dándole un gran abrazo
fraternal.
—Tu fortaleza
será la de él, y el consuelo de ella. Sé flexible, piadosa de corazón.
A Doña Ana le
corrieron las lágrimas por la cara; sentía vergüenza por su vil comportamiento.
Se enmendaría. Apoyaría a Luis en este trance, en silencio. Dejaría que viviera
como quisiera, y necesitase, su corazón este fatídico desenlace. Don José dio
unas palmaditas en el hombro de Doña Ana, su amiga desde que ella y Don Luis se
enamoraran. Volvieron a la faena con una sonrisa de ternura en el rostro, como
dos niños de inocentes almas.
—Madre, se nos
hace tarde. Debo pasar por la escuela a recoger a los “Gallardo” —así llamaba a
sus hijos mayores: Anita, Juancito, Salvador y Santiago, los de Juan— y luego
estar en casa a tiempo para la llegada de la tía Isabel. Por cierto, ¿ya
invitaste a Don José para la cena de bienvenida de esta noche? —dijo Lola,
mirando directamente al cura, quien reflejó una inusitada alegría en su rostro.
—¿Isabel viene
hoy mismo? ¡Qué alegría debe estar sintiendo Luis! Tanto tiempo sin ver a su
hermana… a Dios gracias, ¡qué oportuna la visita, le alegrará el alma! —dijo
Don José, más contento que un muchacho correteando gallinas en el patio
trasero.
Lola se sonrió;
sabía que la cena de esa noche sería muy amena y divertida. La tía, por todos,
era muy querida.
—¡Váyanse
ustedes! Tienen muchas ocupaciones pendientes. Don José y nosotras terminaremos
lo poco que queda —dijo Sor Begoña, la directora del orfanato y también del
colegio La Concepción, donde estudiaban los Gallardo, dando palmadas con
las manos en señal de que se marcharan.
Doña Ana y Doña
Lola de inmediato sacudieron sus manos, alisaron sus faldas y acomodaron sus
cabellos. Se despidieron cariñosamente de los presentes, saliendo de allí como
si las apremiara algo urgente. Madre e hija iban agarradas de las manos, como
siempre.
—Ni creas que no
escuché lo que tú y Don José hablaron… me parece bien, madre, ese cambio de
actitud en ti. Es lo más decente —le dijo Lola, sorprendiéndola con tal
comentario.
—Y yo que pensé
que hablaba en voz baja… —respondió Doña Ana, confundida—. ¿Entonces tú sabías
lo de tu padre y Doña Rosaura?
—Claro, madre.
Y… ¿quién no lo sabe? ¿Por qué crees que Márgara y yo tuvimos la osadía de ir a
consultarla? Sabíamos que era buena persona y que daño no nos haría. ¿Y por qué
crees que en el carro le pregunté a papá, con tanta tranquilidad, si habían sido
novios? —todo esto se lo dijo Lola con una dulce sonrisa—. Madre, eso fue mucho
tiempo antes de que él te conociera. Es correcto que seas indulgente en este
asunto, ¡es lo justo!
Lola abrazó a su
madre y le dio un beso en la frente. Siguieron caminando en paz, en silencio.
“Orfanato
listo, corazones alineados… ¡solo falta que llegue la tía con su humor
explosivo!”
Que mujeres tan comprensivas, aleluya, aleluya. Menos mal que no hable mal de Doña Isabel. Este best seller va pa´largo, me estoy ahorrando la compra y con la primicia de leerlo.
ResponderEliminarAl momento en que tú hiciste este comentario y el del capítulo anterior, ya estaba escrito el capítulo que le sigue a este; y sí, Santa Isabel, Patrona de las viudas y de las novias...qué casualidad, no? llega la tía Isabel y la viuda Lola... es pedida en matrimonio... habrá boda! jejeje Saludos Néstor, un abrazo y gracias por tu fidelidad a mi historia.
ResponderEliminarBien, señora le esta dando vida a los Gallardos que son parte interesante del relato(Juanita-que canta como un ángel).
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