“Cuando la perfección aburre, una caída
siempre salva la fiesta.”
El tiempo
transcurrió en un abrir y cerrar de ojos. Sin darse cuenta, ya estaban casados.
Antonio y Lola habían hecho su sueño realidad. Todos los familiares estaban a
su derredor mientras el fotógrafo hacía malabares para tomar esa gran foto… una
donde salieran los contrayentes y sus invitados especiales: los empleados y
peones de la hacienda.
Lola estaba muy
orgullosa de ellos, eran como de la familia, los conocía desde niña… algunos la
vieron nacer. Todos estaban impecablemente trajeados con sus vestimentas
típicas llaneras, como los novios. Todo era un relajo: que si los altos atrás,
que si las mujeres sentadas y los niños en sus faldas. Después de un buen
tiempo y mucho ajetreo, lo lograron: quedó perfecta… a decir del fotógrafo.
Luego vino la
familiar, con el resto de los invitados; la misma vaina: que si pónganse aquí o
pónganse allá. Total, después de muchas risas y alboroto, también la tomaron.
Todos estaban contentos, todo se desarrollaba según lo planeado.
Abundancia de
comida y bebida… y música con arpa, maracas y cuatro. No había espacio que no
se impregnara del olor de la carne en vara. Oscurecía y se veía la candela y se
oía el chasquido de la leña arder. Flores en abundancia, como la bebida que los
embriagaba. Poco a poco se fue yendo la gente, bien porque lejos vivían o
porque eran prudentes. Se fueron quedando los que allí pernoctarían.
Fue una boda
generosa, espléndida… pero nada pretenciosa. Al final, solo quedaron tres mesas
ocupadas. La de los nuevos esposos, con sus cuñados y cuñadas; cuchicheaban y
reían a carcajadas. Hablaban de todo; se contaban chistes, algunos groseros,
otros tontos… pero igual se reían como bobos. Estaban embriagados por el
alcohol y por el amor… como dijo el poeta Rubén Darío: ¡juventud, divino
tesoro!
En otra mesa
estaban los hombres: entre ellos Don Luis, el cura Don José, el comunista Don
Carlos, Emilio —esposo de Matilde— y el padre de los Santamaría. De lejos,
pareciera que hablaban cosas serias, como asuntos de negocios; pero, qué va,
estaban igual que los muchachos: jodiendo y pasando un buen rato. Se contaban
esas cosas que no se pueden charlar delante de las esposas, pues los molerían a
palos.
Una tercera
mesa, donde las mujeres, ya descalzas, suspiraban de alivio por tener los pies
hinchados.
—Los muchachos
lograron sorprenderme, se encargaron de todo y todo lo hicieron bien —comentaba
Doña Ana, llena de satisfacción y orgullo—. Fíjense qué bonita quedó la
ceremonia. La capilla estaba muy iluminada por la suave luz de la mañana y
fragante a jazmines y rosas, todas las flores blancas… ¡Ah! Y cuando entró Lola
del brazo de mi Luis, tan guapo él, tan bella ella… y empezaron los niños del
coro a cantar el Ave María… —Doña Ana dejó de hablar, las lágrimas le
cortaron las palabras.
—Carajo, Ana, ya
has visto a Lola entrar por la iglesia varias veces, ¿y todavía te emocionas?
—le dijo la buscapleitos de Matilde, muerta de la risa.
—Hermana, te
juro que nunca vi a Lola tan esplendorosa; su mirada era otra. Estoy segura de
que, para ella, este es su primer matrimonio. ¡Esta vez se casó de mente,
cuerpo y alma… se casó con Antonio, con su amor de toda la vida! —le contestó
ella con una sonrisa de satisfacción.
—¿Se dieron
cuenta de que Lola, en más de una ocasión, se ha llevado la mano al vientre
volteando a mirar a Antonio y que este le devuelve una sonrisa cómplice?
—preguntó la madre de Antonio, al tiempo que miraba a Doña Ana, como esperando
respuesta de ella.
—¡Claro que me
di cuenta!, ¿cómo no hacerlo?… si cuando ella se tocaba el vientre el semblante
le cambiaba, se le llenaba de luz. Estoy segura de que ya mi octavo nieto viene
en camino… ¡apuesto lo que sea! Además, no soy tonta, aunque me haga la pendeja,
eso de que la modista tuviera que “ajustarle” el vestido tres veces… ¡no es
pura coincidencia! —le respondió de lo más tranquila a su consuegra. Total,
Lola no era ninguna doncella y, Don Luis y ella, ya se lo temían.
—¡Gracias a
Dios! —exclamó la tía Isabel persignándose. Como todas se voltearon a verla muy
intrigadas, ella se apresuró a aclarar—: Esta ha sido una boda perfecta. Nada
faltó, vinieron todos los que tenían que venir, todo fue espléndido, cálido y
hermoso. Reinó la alegría y la armonía. No hubo ni una discordia, ni un plato
roto. Nadie se llevó nada… no falta ni una de las cucharillas de plata. Díganme
ustedes: si no hubo pleitos, fallas ni alborotos… ¿qué puedo yo contar a los
otros? ¡Nada, nada que chismear! Dios, te pido que la novia esté preñada… así,
por lo menos, ¡no parecerá un cuento de hadas!
A Doña Matilde
esto le pareció lo más sensato que alguna haya dicho; a ella tanta perfección
le parecía aburrimiento y, por primera vez, tal impertinencia no había salido
de su boca, sino de la tía Isabel.
De inmediato, se
dirigió a la mesa de los hombres para chismosearles lo de la sospecha de
embarazo de Lola, olvidándose de que estaba descalza. Pisó algo que le hirió el
pie, haciéndole perder el equilibrio. Trató de sostenerse de la mesa, pero no
lo logró. Cayó bruscamente al piso, de rodillas.
Del impacto, la
falda y las enaguas fueron a parar a su espalda, dejando al descubierto sus
blancas bragas, tan blancas como sus gordas nalgas. Todos lo vieron, para su
desgracia. Aunque el curita Don José se apresuró a auxiliarla, ya de la burla
no la salvaba ni la más fervorosa plegaria. Todos se reían de ella a
carcajadas, aunque los caballeros trataban de ocultarlo tapando sus bocas con
sus finos pochette, ¡igual de blancos!
—Gracias,
Matilde, ahora sí puedo decir que yo me aseguraré… ¡de que esta boda no sea
olvidada! —le gritó sarcásticamente la tía Isabel, mientras se levantaba de su
asiento para hacerle creer que intentaba ayudarla, aunque en realidad grababa
en su mente la escena… ¡para después contarla!
“Ni la
bendición del cura ni el aroma de jazmines salvaron a Matilde del ridículo.”
“Cuando la perfección aburre, una caída
siempre salva la fiesta.”
El tiempo
transcurrió en un abrir y cerrar de ojos. Sin darse cuenta, ya estaban casados.
Antonio y Lola habían hecho su sueño realidad. Todos los familiares estaban a
su derredor mientras el fotógrafo hacía malabares para tomar esa gran foto… una
donde salieran los contrayentes y sus invitados especiales: los empleados y
peones de la hacienda.
Lola estaba muy
orgullosa de ellos, eran como de la familia, los conocía desde niña… algunos la
vieron nacer. Todos estaban impecablemente trajeados con sus vestimentas
típicas llaneras, como los novios. Todo era un relajo: que si los altos atrás,
que si las mujeres sentadas y los niños en sus faldas. Después de un buen
tiempo y mucho ajetreo, lo lograron: quedó perfecta… a decir del fotógrafo.
Luego vino la
familiar, con el resto de los invitados; la misma vaina: que si pónganse aquí o
pónganse allá. Total, después de muchas risas y alboroto, también la tomaron.
Todos estaban contentos, todo se desarrollaba según lo planeado.
Abundancia de
comida y bebida… y música con arpa, maracas y cuatro. No había espacio que no
se impregnara del olor de la carne en vara. Oscurecía y se veía la candela y se
oía el chasquido de la leña arder. Flores en abundancia, como la bebida que los
embriagaba. Poco a poco se fue yendo la gente, bien porque lejos vivían o
porque eran prudentes. Se fueron quedando los que allí pernoctarían.
Fue una boda
generosa, espléndida… pero nada pretenciosa. Al final, solo quedaron tres mesas
ocupadas. La de los nuevos esposos, con sus cuñados y cuñadas; cuchicheaban y
reían a carcajadas. Hablaban de todo; se contaban chistes, algunos groseros,
otros tontos… pero igual se reían como bobos. Estaban embriagados por el
alcohol y por el amor… como dijo el poeta Rubén Darío: ¡juventud, divino
tesoro!
En otra mesa
estaban los hombres: entre ellos Don Luis, el cura Don José, el comunista Don
Carlos, Emilio —esposo de Matilde— y el padre de los Santamaría. De lejos,
pareciera que hablaban cosas serias, como asuntos de negocios; pero, qué va,
estaban igual que los muchachos: jodiendo y pasando un buen rato. Se contaban
esas cosas que no se pueden charlar delante de las esposas, pues los molerían a
palos.
Una tercera
mesa, donde las mujeres, ya descalzas, suspiraban de alivio por tener los pies
hinchados.
—Los muchachos
lograron sorprenderme, se encargaron de todo y todo lo hicieron bien —comentaba
Doña Ana, llena de satisfacción y orgullo—. Fíjense qué bonita quedó la
ceremonia. La capilla estaba muy iluminada por la suave luz de la mañana y
fragante a jazmines y rosas, todas las flores blancas… ¡Ah! Y cuando entró Lola
del brazo de mi Luis, tan guapo él, tan bella ella… y empezaron los niños del
coro a cantar el Ave María… —Doña Ana dejó de hablar, las lágrimas le
cortaron las palabras.
—Carajo, Ana, ya
has visto a Lola entrar por la iglesia varias veces, ¿y todavía te emocionas?
—le dijo la buscapleitos de Matilde, muerta de la risa.
—Hermana, te
juro que nunca vi a Lola tan esplendorosa; su mirada era otra. Estoy segura de
que, para ella, este es su primer matrimonio. ¡Esta vez se casó de mente,
cuerpo y alma… se casó con Antonio, con su amor de toda la vida! —le contestó
ella con una sonrisa de satisfacción.
—¿Se dieron
cuenta de que Lola, en más de una ocasión, se ha llevado la mano al vientre
volteando a mirar a Antonio y que este le devuelve una sonrisa cómplice?
—preguntó la madre de Antonio, al tiempo que miraba a Doña Ana, como esperando
respuesta de ella.
—¡Claro que me
di cuenta!, ¿cómo no hacerlo?… si cuando ella se tocaba el vientre el semblante
le cambiaba, se le llenaba de luz. Estoy segura de que ya mi octavo nieto viene
en camino… ¡apuesto lo que sea! Además, no soy tonta, aunque me haga la pendeja,
eso de que la modista tuviera que “ajustarle” el vestido tres veces… ¡no es
pura coincidencia! —le respondió de lo más tranquila a su consuegra. Total,
Lola no era ninguna doncella y, Don Luis y ella, ya se lo temían.
—¡Gracias a
Dios! —exclamó la tía Isabel persignándose. Como todas se voltearon a verla muy
intrigadas, ella se apresuró a aclarar—: Esta ha sido una boda perfecta. Nada
faltó, vinieron todos los que tenían que venir, todo fue espléndido, cálido y
hermoso. Reinó la alegría y la armonía. No hubo ni una discordia, ni un plato
roto. Nadie se llevó nada… no falta ni una de las cucharillas de plata. Díganme
ustedes: si no hubo pleitos, fallas ni alborotos… ¿qué puedo yo contar a los
otros? ¡Nada, nada que chismear! Dios, te pido que la novia esté preñada… así,
por lo menos, ¡no parecerá un cuento de hadas!
A Doña Matilde
esto le pareció lo más sensato que alguna haya dicho; a ella tanta perfección
le parecía aburrimiento y, por primera vez, tal impertinencia no había salido
de su boca, sino de la tía Isabel.
De inmediato, se
dirigió a la mesa de los hombres para chismosearles lo de la sospecha de
embarazo de Lola, olvidándose de que estaba descalza. Pisó algo que le hirió el
pie, haciéndole perder el equilibrio. Trató de sostenerse de la mesa, pero no
lo logró. Cayó bruscamente al piso, de rodillas.
Del impacto, la
falda y las enaguas fueron a parar a su espalda, dejando al descubierto sus
blancas bragas, tan blancas como sus gordas nalgas. Todos lo vieron, para su
desgracia. Aunque el curita Don José se apresuró a auxiliarla, ya de la burla
no la salvaba ni la más fervorosa plegaria. Todos se reían de ella a
carcajadas, aunque los caballeros trataban de ocultarlo tapando sus bocas con
sus finos pochette, ¡igual de blancos!
—Gracias,
Matilde, ahora sí puedo decir que yo me aseguraré… ¡de que esta boda no sea
olvidada! —le gritó sarcásticamente la tía Isabel, mientras se levantaba de su
asiento para hacerle creer que intentaba ayudarla, aunque en realidad grababa
en su mente la escena… ¡para después contarla!
“Ni la
bendición del cura ni el aroma de jazmines salvaron a Matilde del ridículo.”
Bueno, todo en calma. Aparte de la caída ningún borrachito ni nada. Todo en paz!!!Gracias a Dios.
ResponderEliminarUfff esa fiesta se ve bueniiisima, tremenda rumba!
ResponderEliminarUstedes tienen mente amplia, propias del siglo XXI... eso de que la novia se case preñada no tiene importancia! ajajaj A más de un padre, en el siglo pasado, le costó un infarto! Un gran abrazo a los dos.
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