¿De qué sirve un
reloj inventado por el hombre cuando el destino otro tiempo te impone? Ese día
se definía como eterno; las manecillas del reloj daban vueltas, pero ni un
segundo transcurría. Una mañana brillante y llena de vida se transformó en una
tarde lluviosa y llena de llanto… para terminar en una noche oscura donde la
muerte dio rienda suelta a su locura, llevándose consigo no solo vidas, sino
sueños, amores y alegrías, dejando a su paso la más profunda desolación.
Lola sudaba
profusamente, jadeaba al respirar y tenía taquicardia; estaba blanca como el
papel. Se agitaba y dificultosamente pronunciaba palabras: solo quería ver al
niño, su “cuatro” de ocho, y a su padre. Anita estaba contra ella, acurrucada
como un pollito bajo las alas de su mamá gallina. No lloraba; en sus ojos solo
se pintaban la resignación y la piedad… por Antonio. Este estaba sentado en la
cama frente a Lola; le agarraba las manos y, con desesperación, se las besaba.
—Cálmate, amor,
nuestro hijo está lleno de vida y muy sano; en cuestión de horas nos lo
podremos llevar para la casa. Y tu padre está estable, dentro de poco lo
veremos cargándolo —le decía él, tratando de serenarla, pero no lo lograba; por
el contrario, ella lo impacientaba, lo llenaba de angustia.
Anita lo miraba
serena, con los ojos llenos de lágrimas; por él estaba sintiendo lástima… pedía
a Dios que de él se apiadara. Antonio temía por Lola; soltó las manos de su
mujer y salió por el pasillo pegando gritos, pidiendo auxilio. A su encuentro
salieron dos enfermeras y un médico de guardia. Entraron con él a la
habitación, separando bruscamente a Anita de Lola. El doctor le tomó el pulso y
la auscultó, mientras las enfermeras lo observaban.
—¿Es esta la
paciente que dio a luz de emergencia y tiene a su padre en terapia intensiva?
—preguntó el muy pendejo a las enfermeras, quienes asintieron sin aportar
ninguna referencia—. Hagan que se calme y duerma toda la noche… lo que tiene es
un agudo ataque de ansiedad, propio del posparto y de la situación de salud de
su padre.
—Disculpe,
doctor, pero yo la veo muy mal… ¡pareciera que se muere! —le dijo Antonio en
tono grave, como un reclamo.
El médico se le
quedó viendo con indiferencia y autorizó a las enfermeras a suministrar a ella
algún calmante, si este así lo solicitaba. Así como vino, así se fue aquel
jovenzuelo recién graduado. No revisó la historia médica. No se enteró de que
el alumbramiento de Lola había sido consecuencia de los traumatismos por la
caída. Tampoco se enteró de que el médico que la atendió se ocupó de salvar al
bebé practicándole la cesárea de emergencia sin realizarle ningún tipo de
examen para ver cómo se encontraba ella.
Lola, por
dentro, se desangraba; sus órganos colapsaban, entraba en shock. El inexperto,
sin saberlo, la puso a dormir… como en una eutanasia. Lola entró en un profundo
letargo. Antonio la miraba desconsolado, impotente, con el corazón desgarrado.
Anita volvió a acurrucarse a su madre, casi incrustada en ella. Mantenía los
ojos abiertos, empañados por las lágrimas; serena estaba, montándole guardia.
Antonio, con el
alma en pena, salió de la habitación y fue a la guardería. Observó cómo a su
hijo le habían quitado el respirador; su salud se reponía. La comisura de sus
labios se levantó milímetros, haciendo un gran esfuerzo por sonreír ante aquel
milagro. Siguió su camino, todo el tiempo cabizbajo. Saludó a su suegra y a
Doña Matilde, que, junto a Márgara y Ana Isabel, aguardaban noticias de Don
Luis, allí en terapia intensiva. Les informó que Lola dormía, solo eso les
dijo… cualquier otra cosa hubiese carecido de sentido. Salió de allí más
desesperanzado.
Se dirigió a la
calle, necesitaba salir. El silencio, las caras tristes, el olor a medicamentos
y desinfectantes lo desesperaban, le causaban náuseas. Caía la noche, tiñendo
de negro el rojo crepuscular, como el alma de él sobre la sangre de ella.
—Vamos, Luis,
¡no seas holgazán… despierta! —le decía Doña Rosaura a Don Luis, dándole
palmaditas en la cara.
Él abrió los
ojos, encontrando su dulce sonrisa. Se alegró mucho al verla. Todos los males
se le quitaron; sintió cómo la vida volvía a él con mucha fuerza. El bienestar
lo invadió.
—Mujer, ¿qué
haces aquí? Creí que no te volvería a ver… —le dijo acariciándole el rostro.
—¿Creías que te
abandonaría, dejándote solo en tu miseria? —le decía esto mientras lo ayudaba a
levantarse.
Salieron de
cuidados intensivos, sin despertar a su esposa, quien, con sus hijas y hermana,
dormía en las butacas de la sala de espera. Siguieron por el pasillo y bajaron
las escaleras hasta llegar a la habitación de Lola. Abrieron la puerta muy
lentamente. Antonio estaba dormido, el agotamiento lo había vencido. Allí
estaba Lola, dormida, junto a Anita, quien estaba bien despierta y, con la
mirada bien atenta, los observaba. Apenas vio a su abuelo, salió a su encuentro
y se abrazó fuertemente a él, casi con desespero.
—Te extrañé
mucho, abuelo. Creí que no te volvería a ver; tardaste mucho en venir —le decía
mientras lo besaba.
—Anita, Anita…
¿a mí no me saludas? —le dijo Doña Rosaura, alzándola en brazos y besándola.
Anita, a pesar
de ser una niña grande, se recostó de su hombro y se puso a llorar.
—Abuela Rosaura,
¿no puedes venir por ella otro día? —levantó su cabeza y la miró fija, con esos
grandes ojos azules, profundos como el mar.
—Cariño, yo no
soy Dios. Él dice cuándo… ¡su tiempo es el justo! —le contestó ella con mucha
solemnidad.
Anita se bajó de
sus brazos y fue a la cama donde estaba su mamá.
—Despiértenla,
abuelos, que quiero despedirme de ella, la quiero abrazar… —les dijo Anita,
triste pero muy serena.
Así lo hicieron.
Lola se despidió con un beso y con un “hasta luego” de Antonio, que seguía
dormido; juntos y acompañados de Anita, se fueron a despedir del “cuatro de ocho”
…
Una enfermera
que pasaba por el pasillo le llamó la atención a Anita por andar sola, a esas
horas, sin compañía de un adulto. Ella no le hizo ningún caso, continuó su
camino, acompañada del destino.
—¡Niña malcriada
e insolente, mañana reporto este incidente para que no te permitan quedar! —la
regañó la enfermera, evidentemente disgustada.
Los cuatro
sonrieron y siguieron su camino. De repente, tuvieron que detenerse. Los gritos
desesperados de Antonio, llamando a Lola, se escuchaban por todos los pasillos.
Era desgarrador; rompían el silencio de la noche, quebraban la paz de toda
alma. Lola se arrodilló frente a su hija y la abrazó fuertemente.
—Anda, hija,
regresa con él… ya se enteró de que me fui; necesita de tu fortaleza y
consuelo.
Le dio un beso y
le dijo un “hasta luego”. Anita se despidió de ellos sin pronunciar una sola
palabra. Dio media vuelta y salió corriendo de regreso a la habitación donde
yacía el cuerpo de su madre.
Otros llantos y
gemidos se escuchaban del otro lado: a Doña Ana y a sus hijas ya les habían
notificado que Don Luis, hacia el otro mundo, se había marchado.
Cuando Anita
llegó, Antonio estaba sentado en el suelo, con ella… ¡y a ella aferrado!
Lloraba como un niño sin consuelo. Gritaba de intenso dolor, de ira y
frustración. Amenazaba y pateaba como un loco a todo aquel que se le acercara.
No permitió que nadie se la arrebatara de los brazos.
Al amanecer,
cuando despuntaban los primeros rayos del sol, él se quedó profundamente
dormido —por el cansancio y el dolor— abrazado a ella; fue entonces cuando
lograron separarla de él.
Que angustia!!! Estos finales tristes no me gustan. Parecen de sueño. Ese es el detalle que faltaba.Muy bien! Así se mantienen las emociones. Parece una novela, jejeje
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