"Amor, familia y secretos
guardados: el corazón late, la vida vibra, y nada volverá a ser igual.”
El día anterior,
Lola y Doña Ana se la pasaron metidas en la cocina preparando cualquier
cantidad de alimentos que pudieran conservarse dentro o fuera de la nevera.
Hicieron pasteles, conservas, mermeladas, encurtidos y antipastos; guisos,
salsas y carnes asadas. Todo lo metían en canastos de mimbre, adornados con
lazos. Márgara y Ana Isabel colaboraban preparando grandes cestas con frutas y
hierbas del huerto, así como ramos de flores multicolores.
Las muchachas
observaban, intrigadas, cómo su madre preparaba otros obsequios para Doña
Rosaura: en un canasto más fino guardó botellas de vino tinto, manteles
bordados y algún perfume de aquellos que le trajeran sus yernos del extranjero.
Lo hacía con amor, con mucho esmero y desprendimiento… como si quisiera pagar
una penitencia para acallar sus remordimientos. Ellas la observaban, se miraban
entre sí, pero guardaban silencio… su madre sabría el porqué de su aspaviento.
Quienes no
repararon en el extraño comportamiento de Doña Ana fueron su marido y su yerno.
Don Luis y Antonio, así como Anita y Juancito, solo prestaban atención a las
ollas: a todas les metían el dedo y los cubiertos; las raspaban… ¡las dejaban
relucientes!
Desde que
amaneció, la casa tenía un encanto especial, un ambiente de alegría y
serenidad. Lola se encargaba de vestir a las niñas. Hoy era el día de visita a
Doña Rosaura; quería que lucieran hermosas y frescas como esa mañana. Ella las
acicalaba mientras, de reojo, observaba a su marido y a su hija, quienes habían
estrechado su relación más de lo que jamás hubiera imaginado. Anita parecía
hija de Antonio, como si él mismo la hubiera procreado: tenía su espíritu libre
y aventurero, y su mente amplia, siempre abierta a los cambios de la modernidad
y a los acontecimientos.
—Muchachos, ya
dejen el relajo… ¿hasta cuándo vas a poner ese sencillo de Chubby Checker? ¡Por
Dios, Antonio, ya lo tienes rayado! El twist ya pasó de moda, ahora me gusta el
rock and roll… ¡pon uno de Elvis Presley! —le dijo Lola a su marido con cara seria
y meneando la cabeza, mareada de tanto escuchar lo mismo.
—Lo que está
pasado de moda es el largo de tus faldas. Cuando des a luz, las cortaremos
todas para que luzcas las rodillas… ¡además de las pantorrillas! A Elvis le
queda poco tiempo de vida, te lo he dicho, amor. Cuando esos chicos de
Liverpool graben su primer disco, no se hablará de nadie más que de los
Beatles. Te juro, Lola, fui a todas sus presentaciones privadas en el tiempo
que estuve en Gran Bretaña, son geniales. Las chicas gritan como locas al
verlos, ¡es que son demasiado buenos! —decía Antonio una y otra vez cada vez
que se tocaba el tema de la música, con un fanatismo inexplicable por esos
desconocidos que ni un disco tenían grabado.
Ella lo ignoraba
por completo. Antonio era un muchacho conservador para los asuntos del trabajo
y la familia, pero para lo demás era muy actual. Se había hecho partidario de
los movimientos ambientalistas y antibelicistas, así como de aquellos que
criticaban la cómoda postura de los burgueses, no porque tuvieran dinero, sino
porque no participaban de los intereses colectivos y carecían de conciencia.
Apoyaba las protestas lideradas por mujeres y por negros en sus luchas por la
liberación femenina y contra la discriminación étnica. Justificaba, en todos
esos casos, la anarquía no violenta. También estaba pendiente de los adelantos
científicos y de las innovaciones tecnológicas. A Anita le fascinaba ese
pensamiento contracultural de Antonio: se identificaba con él… ¡era un
vanguardista!
Antonio le hizo
caso a su mujer y colocó un disco de Elvis. De repente, las niñitas de De Sousa
empezaron a reír, tapándose la boca. Miraban a su madre y le señalaban con el
dedo a Antonio. Lola casi muere de la risa: él imitaba a Elvis, no solo en el
baile, sino también en los gestos de la cara, como si fuera él quien cantaba.
Contorneaba sus caderas y hacía movimientos sensuales con la pelvis. Antonio la
miraba e invitaba a bailar con él.
—Vamos, nena, no
te resistas, sé que estos movimientos sensuales son lo que te gusta de Elvis.
¡Ven, acércate, para que pruebes de lo bueno! —le decía a Lola sin dejar de
moverse.
Anita lo miraba
—no, lo admiraba— destornillada de la risa. Lola, con barriga y todo, le siguió
el juego. En cuestión de segundos, los varones se sumaron al grupo y, con
ellos, las tías y los abuelos. ¡Se armó la algarabía de inmediato!
Cuando estaban
de lo más entusiasmados, Doña Teresa, el ama de llaves, interrumpió el
bochinche para avisar que el cura Don José buscaba a Don Luis. El grupo se
desintegró y, con él, la alegría. Quedaron en la habitación, solos de nuevo,
Antonio, Lola y las niñas. Cansado de hacer tantas payasadas, Antonio se
recostó en la cama con los brazos cruzados detrás de la cabeza. En silencio,
las observaba.
Se había
percatado de la maña que había desarrollado Anita. Desde que su madre quedó
embarazada, la imitaba en todo: en la forma de caminar, hablar, peinarse…
incluso en el vestir. Los vestidos prenatales de Lola se los hacía Doña Cándida
por duplicado: uno para ella, otro —igualito— para Anita. La copiaba tan
fielmente que parecía su reflejo en el espejo, ¡en miniatura, claro! Los
abuelos y las tías decían que era por celos del nuevo bebé. Lola defendía a su
hija alegando que se estaba haciendo mujercita y que imitaba su coquetería.
Antonio, por su parte, pensaba diferente: creía que la niña actuaba como su
madre porque se sentía igualita a ella, así de simple. Cada uno pensaba lo
suyo. Pero, si le hubiesen preguntado a Anita —cosa que nunca ocurrió—, ella lo
habría explicado sin reservas: sentía la obligación de copiarla para
suplantarla cuando llegara la ocasión… ¡así nadie la olvidaría!
Lola y Anita, de
repente, dejaron de hacer lo que estaban haciendo y, como si estuvieran de
acuerdo, se levantaron al mismo tiempo, con los mismos gestos y movimientos. Se
fueron directo a la ventana. Sonrieron y agitaron sus manos, saludando
vigorosamente a alguien que se encontraba en la planta baja.
—¿Cómo está,
Doña Rosaura? ¡Justamente nos estábamos preparando para irla a visitar a su
casa! —la saludó Lola con efusividad y afecto.
—No estaré en
casa, pero luego vendré por ti y charlaremos, con tu padre, ¡todo el tiempo que
quieras! —respondió ella, serena, devolviendo el saludo con la mano antes de
marcharse.
Lola le comentó
a Antonio lo bien que se veía Doña Rosaura, que estaba muy hermosa y lucía muy
sana. Antonio la escuchó y no dijo nada, pero no le gustó. Él sabía que Doña
Rosaura estaba muy enferma y guardaba cama.
Lola bajó
apresurada para ver si la alcanzaba y entregarle los obsequios que para ella
guardaban. La buscó sin encontrarla. Fue al despacho de su padre, quien
escuchaba con atención lo que estaba escrito en un papel y que el cura Don José
leía en voz muy baja.
Cuando les
comentó que había conversado con Doña Rosaura, hacía unos instantes y allí
mismo en casa, Don José apretó el papel; lo arrugó de tal manera que quedó
escondido dentro de la palma de su mano, guardándolo presuroso en el bolsillo
de su sotana.
Don Luis, al
escuchar a su hija, se puso pálido, llevó su mano al pecho y luego la bajó por
su brazo. Sintió tanta angustia y ansiedad que decidió salir a respirar aire
fresco, pero seguía sintiéndose mal. Sin pérdida de tiempo, se montó en su
coche para dirigirse al hospital. ¡No tuvo oportunidad de encenderlo, cayó
inconsciente… se moría de un infarto!
“Entre
cestas de mimbre y vestidos prenatales, Anita ya apunta a ser la doble oficial
de mamá.”
:( Entonces Daña Rosaura esta igual que Don Luis
ResponderEliminar:( ya me imagino lo que vio Lola ...
Hola cariño :)
ResponderEliminarShsssssss no digas nada jejej
La verdad es que esos cantantes que nombran no los conocí, yo soy de de la epoca de Lady Gaga para acá!!! Muertos por partida doble! Que tragedia.
ResponderEliminaraajajaja Un abrazo!
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