miércoles, 27 de abril de 2011

LOLA Y SUS ENREDOS: (50) EL DESENLACE




“A veces la fragilidad revela la fortaleza del amor: padres, hijos y milagros compartiendo un instante eterno.”

Lola se quedó atónita al ver cómo su padre salió del despacho y la dejó hablando sola. No entendía su conducta. El cura Don José estaba que se desmayaba de la impresión; sabía que su amigo Luis estaría pasando por un mal trance, afectando su salud, ya de por sí delicada. Tomó a Lola por los hombros y, como pudo, le dijo que se aquietara y lo dejara tranquilo; que tenía graves asuntos que resolver y, lo menos que necesitaba, era que ella también lo inquietara.

No esperó respuesta alguna y salió para tratar de alcanzar y calmar a su amigo. En el camino volteaba y le pedía a Lola, repetidamente, que llamara urgente a su marido. Eso no fue necesario: Antonio, con su prudencia de siempre, estaba cerca de ellos, en absoluto silencio. Apresuró el paso y atajó a Don José. Este le dijo algo al oído… algo que provocó que Antonio se llevara las manos al rostro, un gesto muy típico de él cuando algo lo sorprendía para mal. Ambos hombres salieron corriendo.

Lola aún no salía de su asombro, pero de una cosa estaba segura: su padre le ocultaba algo… ¡algo muy grave! Ella también fue tras ellos, pero sin prisa, pues la barriga se lo impedía. Pudo ver, desde la entrada, cómo Antonio cargaba a su padre y lo colocaba en el asiento trasero con Don José, mientras él mismo se ponía al volante para conducir como un loco. Iba a tal velocidad que lo perdió de vista en segundos, en una calle de cuadras de distancia.

Lola entró en crisis. Era evidente que su padre había sufrido alguna especie de desmayo, quizás un infarto. Giró sobre sus pies y entró a la casa hecha un manojo de nervios. En su mente solo existía un pensamiento: ¡su padre! Se olvidó de su preñez. Corrió por la casa hasta encontrar a su madre y hermanas, les informó lo ocurrido y les pidió que se encargaran de sus hijos… ¡ella iría al hospital!

Salió por la cocina, corriendo, y atravesó los jardines de la casa paterna hasta llegar a la suya. Subió a su habitación y agarró las llaves del carro. Cuando bajaba por las escaleras, en un descuido, pisó mal y rodó por ellas. El peso de su cuerpo la presionó contra el piso una y otra vez… sobre su vientre. Cuando se detuvo, el dolor era insoportable, pero, aun así, con la visión de su padre en mente, sacó fuerzas y continuó su marcha acelerada: en unos minutos entraba por la puerta de emergencias.

Desesperada buscaba a su marido y al cura, hasta que los localizó con la mirada. Se dirigió a ellos y se sentó en una butaca.

—Mi amor, tranquilízate, tu padre ya está siendo atendido… parece que fue un infarto —le dijo Antonio, con tanta pena por su suegro como preocupación por ella.

Le pidió a Don José que trajera agua para Lola; estaba pálida y sofocada. Ella estaba sentada con las piernas semiabiertas, las manos entre ellas y la cabeza gacha. Solo se oía cómo respiraba con dificultad. Cuando el cura le acercó el vaso con agua, Lola estiró la mano para alcanzarlo: estaba mojada y llena de sangre.

Antonio sintió un vértigo que casi lo desmaya. Pensó que era demasiado para un solo día: el quiebre de su suegro, Lola y el bebé… lo ponían en agonía. Apartó, lentamente, las manos de su esposa, descubriendo su falda toda mojada y ensangrentada. Se detuvo el tiempo. Antonio miraba a aquella delicada mujer, su mujer. No daba crédito a lo que veía.

Unos minutos atrás estaba llena de vida, bailando con alegría con ese traje blanco estampado con pequeñas mariposas azules sobre rosas amarillas y, ahora, la tenía enfrente… como un retrato de la muerte. Su rostro se apagó por un terrible presentimiento; sus ojos se llenaron de lágrimas y, sin decir palabra, alzó a Lola en brazos y la llevó a la enfermería. En el trayecto ella le contaba lo sucedido y le pedía perdón por su imprudencia; él no la escuchaba… solo rezaba y rezaba.

En menos de una hora ya todos se encontraban allí, incluyendo a Doña Matilde, su marido e hijos, así como la familia de Antonio y, por supuesto, Anita. Todos estaban callados, esperando noticias y con miedo de recibirlas. Doña Matilde consolaba a Doña Ana; Antonio y Anita, apartados, hablaban y hablaban.

Después de muchas horas, por un largo pasillo emergió un hombre vestido de azul y bata blanca; su semblante era sombrío. Se paró frente a Antonio y lo miró con piedad.

—Su suegro sigue en terapia intensiva. Lo estamos observando, veremos cómo responde al tratamiento… ya no depende de nosotros. En cuanto a su esposa, aún no recobra el conocimiento. El bebé bajó al canal de parto con el cordón al cuello, así que tuvimos que practicarle una cesárea de emergencia. Nació vivo, es un niño sano, pero prematuro… Están recibiendo todos los cuidados que requieren, pero nada le garantizo —dijo esto último poniéndole la mano en el hombro y soltando un gran suspiro—. Le sugiero que tenga paciencia y rece, rece mucho… ¡por la madre y el niño!

Tan pronto terminó de hablar, se fue tan presuroso como vino. Lo dejó allí de pie, confundido; no sabía si alegrarse por la noticia o llorar por ella. Todos compartieron el mismo sentimiento y guardaron silencio.

Los ánimos subieron con el despertar de Lola. Fue entonces cuando todos se apostaron delante del gran ventanal que los separaba de la guardería de recién nacidos. Antonio estaba pegado como una mosca, miraba a su hijo agitado e indefenso, lleno de cables y tubos por todo su diminuto cuerpo… ¡parecía un colibrí encerrado en una jaula de cristal! La impotencia, la frustración y el dolor se reflejaban en su rostro, mojado por el llanto.

Una enfermera, que lo observaba desde lo lejos, se apiadó de él.

—A ver, ¿Quién es el padre del hombrecito que está en la incubadora? —preguntó la piadosa, aun sabiendo la respuesta.

—Soy yo… ¿algo sucede? —contestó Antonio, alarmado.

—¿Usted? ¡No puede ser! Si el niño que está allí es hermoso y un luchador, un triunfador… ¡y usted es muy feo y un llorón! —le dijo, guiñándole el ojo—. Le aseguro que ese niño saldrá de allí sano y salvo. ¡Así que cambie esa cara, para que no vea que su padre es un cobarde lloricón! ¡Qué vergüenza, el niño más valiente que el padre! —se echó a reír despreocupadamente y todos con ella.

Antonio entendió el mensaje de la buena mujer… ¡no debía perder la fe, debía aferrarse a ella, tanto como Anita lo estaba a su pierna!

Cuando todo parece perdido, un llanto diminuto rompe la sombra y enciende la luz de un nuevo comienzo.”


NOTA: La foto que ilustra este relato fue bajada de Imágenes de Google; se desconoce autor y propietario.

3 comentarios:

  1. Precioso.... me hizo llorar, muchos sentimientos se entremezclan en sus relatos
    Bello !

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  2. En estos capitulos hay que estar preparado para todo!!!Sorpresas. Oye, no se como Antonio aguanta...jejeje

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  3. Gracias RUMI, un beso!
    Así es Néstor. Antonio es un hombre a todo dar... el sueño de toda mujer! jejeje

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