“A veces la
fragilidad revela la fortaleza del amor: padres, hijos y milagros compartiendo
un instante eterno.”
Lola
se quedó atónita al ver cómo su padre salió del despacho y la dejó hablando
sola. No entendía su conducta. El cura Don José estaba que se desmayaba de la
impresión; sabía que su amigo Luis estaría pasando por un mal trance, afectando
su salud, ya de por sí delicada. Tomó a Lola por los hombros y, como pudo, le
dijo que se aquietara y lo dejara tranquilo; que tenía graves asuntos que
resolver y, lo menos que necesitaba, era que ella también lo inquietara.
No
esperó respuesta alguna y salió para tratar de alcanzar y calmar a su amigo. En
el camino volteaba y le pedía a Lola, repetidamente, que llamara urgente a su
marido. Eso no fue necesario: Antonio, con su prudencia de siempre, estaba
cerca de ellos, en absoluto silencio. Apresuró el paso y atajó a Don José. Este
le dijo algo al oído… algo que provocó que Antonio se llevara las manos al
rostro, un gesto muy típico de él cuando algo lo sorprendía para mal. Ambos
hombres salieron corriendo.
Lola
aún no salía de su asombro, pero de una cosa estaba segura: su padre le
ocultaba algo… ¡algo muy grave! Ella también fue tras ellos, pero sin prisa,
pues la barriga se lo impedía. Pudo ver, desde la entrada, cómo Antonio cargaba
a su padre y lo colocaba en el asiento trasero con Don José, mientras él mismo
se ponía al volante para conducir como un loco. Iba a tal velocidad que lo
perdió de vista en segundos, en una calle de cuadras de distancia.
Lola
entró en crisis. Era evidente que su padre había sufrido alguna especie de
desmayo, quizás un infarto. Giró sobre sus pies y entró a la casa hecha un
manojo de nervios. En su mente solo existía un pensamiento: ¡su padre! Se
olvidó de su preñez. Corrió por la casa hasta encontrar a su madre y hermanas,
les informó lo ocurrido y les pidió que se encargaran de sus hijos… ¡ella iría
al hospital!
Salió
por la cocina, corriendo, y atravesó los jardines de la casa paterna hasta
llegar a la suya. Subió a su habitación y agarró las llaves del carro. Cuando
bajaba por las escaleras, en un descuido, pisó mal y rodó por ellas. El peso de
su cuerpo la presionó contra el piso una y otra vez… sobre su vientre. Cuando
se detuvo, el dolor era insoportable, pero, aun así, con la visión de su padre
en mente, sacó fuerzas y continuó su marcha acelerada: en unos minutos entraba
por la puerta de emergencias.
Desesperada
buscaba a su marido y al cura, hasta que los localizó con la mirada. Se dirigió
a ellos y se sentó en una butaca.
—Mi
amor, tranquilízate, tu padre ya está siendo atendido… parece que fue un
infarto —le dijo Antonio, con tanta pena por su suegro como preocupación por
ella.
Le
pidió a Don José que trajera agua para Lola; estaba pálida y sofocada. Ella
estaba sentada con las piernas semiabiertas, las manos entre ellas y la cabeza
gacha. Solo se oía cómo respiraba con dificultad. Cuando el cura le acercó el
vaso con agua, Lola estiró la mano para alcanzarlo: estaba mojada y llena de
sangre.
Antonio
sintió un vértigo que casi lo desmaya. Pensó que era demasiado para un solo
día: el quiebre de su suegro, Lola y el bebé… lo ponían en agonía. Apartó,
lentamente, las manos de su esposa, descubriendo su falda toda mojada y
ensangrentada. Se detuvo el tiempo. Antonio miraba a aquella delicada mujer, su
mujer. No daba crédito a lo que veía.
Unos
minutos atrás estaba llena de vida, bailando con alegría con ese traje blanco
estampado con pequeñas mariposas azules sobre rosas amarillas y, ahora, la
tenía enfrente… como un retrato de la muerte. Su rostro se apagó por un
terrible presentimiento; sus ojos se llenaron de lágrimas y, sin decir palabra,
alzó a Lola en brazos y la llevó a la enfermería. En el trayecto ella le
contaba lo sucedido y le pedía perdón por su imprudencia; él no la escuchaba…
solo rezaba y rezaba.
En
menos de una hora ya todos se encontraban allí, incluyendo a Doña Matilde, su
marido e hijos, así como la familia de Antonio y, por supuesto, Anita. Todos
estaban callados, esperando noticias y con miedo de recibirlas. Doña Matilde
consolaba a Doña Ana; Antonio y Anita, apartados, hablaban y hablaban.
Después
de muchas horas, por un largo pasillo emergió un hombre vestido de azul y bata
blanca; su semblante era sombrío. Se paró frente a Antonio y lo miró con
piedad.
—Su
suegro sigue en terapia intensiva. Lo estamos observando, veremos cómo responde
al tratamiento… ya no depende de nosotros. En cuanto a su esposa, aún no
recobra el conocimiento. El bebé bajó al canal de parto con el cordón al
cuello, así que tuvimos que practicarle una cesárea de emergencia. Nació vivo,
es un niño sano, pero prematuro… Están recibiendo todos los cuidados que
requieren, pero nada le garantizo —dijo esto último poniéndole la mano en el
hombro y soltando un gran suspiro—. Le sugiero que tenga paciencia y rece, rece
mucho… ¡por la madre y el niño!
Tan
pronto terminó de hablar, se fue tan presuroso como vino. Lo dejó allí de pie,
confundido; no sabía si alegrarse por la noticia o llorar por ella. Todos
compartieron el mismo sentimiento y guardaron silencio.
Los
ánimos subieron con el despertar de Lola. Fue entonces cuando todos se
apostaron delante del gran ventanal que los separaba de la guardería de recién
nacidos. Antonio estaba pegado como una mosca, miraba a su hijo agitado e
indefenso, lleno de cables y tubos por todo su diminuto cuerpo… ¡parecía un
colibrí encerrado en una jaula de cristal! La impotencia, la frustración y el
dolor se reflejaban en su rostro, mojado por el llanto.
Una
enfermera, que lo observaba desde lo lejos, se apiadó de él.
—A
ver, ¿Quién es el padre del hombrecito que está en la incubadora? —preguntó la
piadosa, aun sabiendo la respuesta.
—Soy
yo… ¿algo sucede? —contestó Antonio, alarmado.
—¿Usted?
¡No puede ser! Si el niño que está allí es hermoso y un luchador, un
triunfador… ¡y usted es muy feo y un llorón! —le dijo, guiñándole el ojo—. Le
aseguro que ese niño saldrá de allí sano y salvo. ¡Así que cambie esa cara,
para que no vea que su padre es un cobarde lloricón! ¡Qué vergüenza, el niño
más valiente que el padre! —se echó a reír despreocupadamente y todos con ella.
Antonio
entendió el mensaje de la buena mujer… ¡no debía perder la fe, debía aferrarse
a ella, tanto como Anita lo estaba a su pierna!
“Cuando todo parece perdido, un llanto diminuto rompe la sombra y
enciende la luz de un nuevo comienzo.”
Precioso.... me hizo llorar, muchos sentimientos se entremezclan en sus relatos
ResponderEliminarBello !
En estos capitulos hay que estar preparado para todo!!!Sorpresas. Oye, no se como Antonio aguanta...jejeje
ResponderEliminarGracias RUMI, un beso!
ResponderEliminarAsí es Néstor. Antonio es un hombre a todo dar... el sueño de toda mujer! jejeje