jueves, 31 de marzo de 2011

LOLA Y SUS ENREDOS: (32) LA TÍA ISABEL





“Doña Ana se redime… pero ojo, que los celos solo toman siestas, no vacaciones.”

Lola y Doña Ana se encontraban con el cura Don José en la casa parroquial, distribuyendo la ropa, el calzado, los juguetes, los libros, los alimentos y el resto de las cosas que se necesitaban en el orfanato; así como también los obsequios que daban a cada niño en particular.

Ellas estimulaban su autoestima, independencia y creatividad. Esta vez, a Jorgito le regalarían una cámara fotográfica; y a Carmencita, un caballete, una paleta y un estuche de pinturas al óleo, con pinceles. Ellos, junto a Juanita —que cantaba como un ángel—, eran los niños más creativos y sensitivos; cada uno tenía un don muy especial. A Juanita le regalarían un radio: solo la música le interesaba. Pertenecía al coro de la iglesia y siempre deleitaba con su voz.

—Doña Ana, sé que, aunque no diga nada, está enterada. Solo le pido que sea justa y considerada. Deje sus celos, porque usted no fue la abandonada. Ella está en cama, contando los días para su definitiva marcha —le dijo Don José sin mirarla, aunque sintió cómo ella arrugaba la cara; la conversación la puso de malas.
—Es usted una buena cristiana, pero, sobre todo, una buena esposa… sea solidaria cuando el momento llegue, no le decepcione.

A Doña Ana estas palabras le cayeron como agua fresca en el rostro. Se quedó pensativa, exhausta: la carga que llevaba dentro era muy pesada. Miró hacia los lados buscando un lugar donde sentarse; se escurrió de entre los bultos que acomodaba y arrastró a Don José del brazo, apartándolo para que ni Lola ni las monjitas escucharan.

—Tú ganas, José, tienes toda la razón. Me he comportado de manera egoísta. Si fuera a mí a quien Luis hubiese abandonado por otra, hubiera muerto del dolor, no habría soportado la traición —dijo esto realmente conmovida, a manera de reflexión—. Dime, ¿qué tan grave está?

—Muy mal. Le quedan horas, quizás semanas… ¡solo Dios lo sabe! —respondió Don José.

Quedaron mirándose en silencio. Él atrajo hacia sí a Doña Ana, dándole un gran abrazo fraternal.

—Tu fortaleza será la de él, y el consuelo de ella. Sé flexible, piadosa de corazón.

A Doña Ana le corrieron las lágrimas por la cara; sentía vergüenza por su vil comportamiento. Se enmendaría. Apoyaría a Luis en este trance, en silencio. Dejaría que viviera como quisiera, y necesitase, su corazón este fatídico desenlace. Don José dio unas palmaditas en el hombro de Doña Ana, su amiga desde que ella y Don Luis se enamoraran. Volvieron a la faena con una sonrisa de ternura en el rostro, como dos niños de inocentes almas.

—Madre, se nos hace tarde. Debo pasar por la escuela a recoger a los “Gallardo” —así llamaba a sus hijos mayores: Anita, Juancito, Salvador y Santiago, los de Juan— y luego estar en casa a tiempo para la llegada de la tía Isabel. Por cierto, ¿ya invitaste a Don José para la cena de bienvenida de esta noche? —dijo Lola, mirando directamente al cura, quien reflejó una inusitada alegría en su rostro.

—¿Isabel viene hoy mismo? ¡Qué alegría debe estar sintiendo Luis! Tanto tiempo sin ver a su hermana… a Dios gracias, ¡qué oportuna la visita, le alegrará el alma! —dijo Don José, más contento que un muchacho correteando gallinas en el patio trasero.

Lola se sonrió; sabía que la cena de esa noche sería muy amena y divertida. La tía, por todos, era muy querida.

—¡Váyanse ustedes! Tienen muchas ocupaciones pendientes. Don José y nosotras terminaremos lo poco que queda —dijo Sor Begoña, la directora del orfanato y también del colegio La Concepción, donde estudiaban los Gallardo, dando palmadas con las manos en señal de que se marcharan.

Doña Ana y Doña Lola de inmediato sacudieron sus manos, alisaron sus faldas y acomodaron sus cabellos. Se despidieron cariñosamente de los presentes, saliendo de allí como si las apremiara algo urgente. Madre e hija iban agarradas de las manos, como siempre.

—Ni creas que no escuché lo que tú y Don José hablaron… me parece bien, madre, ese cambio de actitud en ti. Es lo más decente —le dijo Lola, sorprendiéndola con tal comentario.

—Y yo que pensé que hablaba en voz baja… —respondió Doña Ana, confundida—. ¿Entonces tú sabías lo de tu padre y Doña Rosaura?

—Claro, madre. Y… ¿quién no lo sabe? ¿Por qué crees que Márgara y yo tuvimos la osadía de ir a consultarla? Sabíamos que era buena persona y que daño no nos haría. ¿Y por qué crees que en el carro le pregunté a papá, con tanta tranquilidad, si habían sido novios? —todo esto se lo dijo Lola con una dulce sonrisa—. Madre, eso fue mucho tiempo antes de que él te conociera. Es correcto que seas indulgente en este asunto, ¡es lo justo!

Lola abrazó a su madre y le dio un beso en la frente. Siguieron caminando en paz, en silencio.

“Orfanato listo, corazones alineados… ¡solo falta que llegue la tía con su humor explosivo!”

 


NOTA: La foto que ilustra este relato fue obtenido de "Imágenes" de Google; se desconoce su autor o propietario: a ellos los méritos y derechos que correspondan.

3 comentarios:

  1. Que mujeres tan comprensivas, aleluya, aleluya. Menos mal que no hable mal de Doña Isabel. Este best seller va pa´largo, me estoy ahorrando la compra y con la primicia de leerlo.

    ResponderEliminar
  2. Al momento en que tú hiciste este comentario y el del capítulo anterior, ya estaba escrito el capítulo que le sigue a este; y sí, Santa Isabel, Patrona de las viudas y de las novias...qué casualidad, no? llega la tía Isabel y la viuda Lola... es pedida en matrimonio... habrá boda! jejeje Saludos Néstor, un abrazo y gracias por tu fidelidad a mi historia.

    ResponderEliminar
  3. Bien, señora le esta dando vida a los Gallardos que son parte interesante del relato(Juanita-que canta como un ángel).

    ResponderEliminar